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Claudicación, revolución, tatatachán, peces y patos

Marta Sanz

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Trompetas

Cuando oigo el verbo claudicar o el nombre claudicación me suenan trompetas al oído y todo lo que diga me sale solemne. Sin embargo, claudicar es un verbo que no solo debería valorarse en su acepción peyorativa porque la acción de claudicar no siempre se coloca en el extremo opuesto de la rebelión, la reivindicación, la indignación y/o otros sustantivos de prestigio y merchandising acabados en -ón. Desconfiemos de las palabras que acaban en -ón sin olvidar que son imprescindibles para cambiar el mundo —o las cosas, que es un término más humilde—. Si buscáramos un antónimo de claudicación, posiblemente sería resistencia. Pero los antónimos perfectos no existen y a veces para resistir hay que claudicar un poco, de la misma forma que para claudicar conviene ser fuerte. Sin heroísmos. Nos queda la esperanza de que claudicar no signifique lo mismo que resignarse y de que, cuando uno claudica porque no le queda más remedio —pagar la hipoteca, comprar el pan—, le vaya brotando en el centro de la médula espinal la preciosa y legítima semilla del rencor que, bien administrada, puede dar grandes frutos. Sigo oyendo las trompetas, pero en sordina.

En el extinto país de las maravillas socialdemócratas

En el extinto país de las maravillas socialdemócratas, en las sociedades del bienestar, en exóticas Escandinavias de repulsa a la violencia en cualquiera de sus formas y contextos, en lugares donde la revolución no es urgente porque el sistema no ejerce la violencia cotidiana contra sus ciudadanos, en el mundo de los enanitos felices, claudicar sería una actitud civilizada, porque allí, en aquellos paraísos que perdimos mucho después que la infancia, la claudicación no tendría nada que ver con el miedo a enfrentarse al jefe o con la mansedumbre del que sale de su piso desahuciado por una antigua caja de ahorros. Claudicar, al menos un poco, sería una condición imprescindible para mantener, por ejemplo, una conversación.

Pinta en bastos

Pero hay países de las maravillas y países que no son para viejos y países del miedo y lejanos países de los estanques y luego está éste que no parece ser un país de claudicaciones, sino uno de poner los cojones encima de la mesa, el culo por candelabro (sic) y hablar con el corazón en la mano mientras la sangre salpica la punta de los mocasines como acta notarial de la verdad. Sábana manchada tras la noche de bodas. Nos gusta la gente que habla alto y que pega un golpe encima de la mesa. La que no claudica nunca y siempre es igual a sí misma tal vez por soberbia o por dificultades en el proceso de aprendizaje. Esa gente iluminada, impermeable y autoritaria, esa gente tan buena y tan capaz de separar las tinieblas de la luz y de arreglar las cosas en un santiamén. Los que llaman al pan, pan, y al vino, vino, y saben que pinta en bastos y te cantan las cuarenta en cuanto te descuidas. Los que vocean en los platós sacando a la luz pública sus infecciones por clamidias y sus diarreas mentales. Los que creen que la hipocresía es mala y no llegan a darse cuenta de que sin hipocresía y sin pequeñas claudicaciones y sin unas gotitas de pudor, como perfume caro detrás de la oreja, no se puede convivir.

Una deducción errónea

De las premisas anteriores, podría deducirse que éste es un país revolucionario. La deducción sería falsa, porque sospecho que las revoluciones tienen más que ver con el ejercicio de la racionalidad que con el de la víscera. Porque el rencor de clase hay que servirlo frío. Sin calentones. Para que no se quede en agua de borrajas, horchata, gaseosa La revoltosa. Siento, por otra parte, que ya nadie tiene ganas de hacer la revolución. Yo tampoco. Por lo menos, en serio. Esa claudicación ocurrió hace ya mucho y es la verdadera y gran claudicación. El gran Lebowski de las claudicaciones. La claudicación total.

Tatatachán

Se claudica cuando el pensamiento es fuerte, cuando se vuelve a creer en la existencia de la verdad por encima del lenguaje, en el valor de la filosofía. Pero cuando el pensamiento es light como la mayonesa o los pitillos, y la sociedad líquida, todas las claudicaciones nos salen con boquita de piñón. Son interrupciones temporales de la convivencia. Eufemismos. Grisallas. Coititos interruptus. “¡Achís!, ¡Salud!” Automatismos de cortesía. Claudicamos un ratito y ni siquiera sentimos el peso moral —con mayúsculas flamígeras— de la claudicación: esa mala conciencia que siempre acaba siendo buena y de prestigio porque nos convierte en seres humanos sensibles. Tatatachán. Ese es, tal vez, el quid de la cuestión.

Coda literaria

En cuanto a la literatura, me parece que sentimos fascinación —y según Don de Lillo fascinación y fascismo provienen de la misma palabra latina que alude a un amuleto con forma de falo— por esos personajes consecuentes que acaban cayendo en alguna forma del fanatismo. Los que no claudican nunca. Nos gusta la perra que coge Madame Bovary con el amor —Madame Bovary piensa mal— y que su único modo de claudicar sea el suicidio; nos atrae el carácter heroico y obcecado, las iluminaciones visionarias, de la institutriz de Otra vuelta de tuerca; incluso nos suscita alguna simpatía el capitán Ahab y su eterna lucha con la ballena blanca. Nos resultan simpáticos esos baturros de los chistes que se empeñan en que el queso es queso y no jabón mientras echan pompitas y espumarajos por la boca. Nos gustan los personajes con una idea fija. Los que van y vienen nos producen más molestias porque hemos claudicado de la idea de que la literatura pueda ser mínimamente molesta —como mucho puede lavarnos el alma como el mejor detergente— y, al mismo tiempo, lectores bondage, claudicamos, nos dejamos hacer por auténticos Casanovas que nos sorben el sexo con la afinación de sus palabras. Toma ya.

No le cuenten nunca nada a nadie: claudiquen.

¿Quieren ustedes auténticas claudicaciones?, ¿la claudicación total de la literatura?, ¿la claudicación como una forma más de fanatismo que se sale de la página y se cuela en la vida de un escritor? Piensen en la claudicación de Holden Caulfield y en la misantropía de Salinger. La claudicación de Holden Caulfield ha inspirado a algunos magnicidas cultos en Estados Unidos: coger un arma con mira telescópica es una forma de claudicación absoluta o tal vez todo lo contrario, con lo que volvemos a la peligrosa labilidad moral de las palabras. Mientras, un viejo, con cara de orate, tapa el objetivo de la cámara y diciendo “No me hagan fotos” llega a ser uno de los escritores más célebres del mundo. La claudicación —renuncia, borrado, silencio, desaparición— puede ser una estrategia de subrayado de la visibilidad: piensen en Pasavento… Tras su periplo neoyorquino, Holden cae en la depresión. Holden es un joven, con un mechón de canas, que detesta el cine porque es mentira y no quiere perder la inocencia de la niñez. El sexo es un monstruo con dientes afilados. El sexo es el principio del fin. Para Holden, crecer se parece mucho a corromperse no porque ese desgaste esté inscrito en el ADN de nuestra naturaleza humana, sino porque vive en una sociedad, autosatisfecha y cínica, después de una guerra —la segunda guerra mundial— que se ha saldado con un número, siempre indecente, de muertos. Y la Historia se repite una y otra vez porque todo cambia para que todo siga igual. Holden tiene ganas de bailar y busca una conversación, aunque sea con un taxista con quien desarrolla todo un tratado de etología sobre el lugar al que se marchan los patos y los peces cuando se congela el lago de Central Park. El saldo de la escapada de Holden es desolador, pero tiene un lado instructivo: háganse eremitas, estilitas, francotiradores, háganse famosos claudicando, tengan éxito. “No le cuenten nunca nada a nadie”: claudiquen. Dejen de leer y, por supuesto, de escribir. Sin embargo, Holden Caulfield no ha dejado de hablar desde 1951 y Salinger, of course, tendrá los riñones cubiertos de oro.

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