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Matar al padre

Jordi Costa

En su artículo “Lessons of Darkness”, publicado en la revista Sight&Sound en agosto de 2012, con motivo de la restauración por parte del British Film Institute de las nueva películas mudas conservadas de Alfred Hitchcock, el cineasta Guillermo del Toro, que había dedicado un ensayo de juventud al Maestro del Suspense, rastreaba filiaciones hitchcockianas en el cine contemporáneo. Una tarea (casi) inabarcable: sí, Hitchcock está en el Spielberg de El diablo sobre ruedas (1971) y Tiburón (1975), en el Roman Polanski de La semilla del diablo (1967) y Frenético (1988), en el Michelangelo Antonioni de Blow-Up (Deseo de una mañana de verano) (1967) y, por extensión, en todos sus derivados, del Brian De Palma de Impacto (1981) o Femme Fatale (2002) —de hecho, casi toda su filmografía es una relectura postmoderna del legado hitchcockiano— al, quién lo iba a decir, José Luis Guerín de Tren de sombras (1997) o al Scott Derrickson de Sinister (2012) y, por supuesto, en todo el giallo. Del Toro sigue tirando del hilo hasta llegar al cine coreano —Bong Joon-ho es, en efecto, un hijo oriental del autor de Psicosis (1960), pero también lo es Park Chan-Wook—, al español —claramente, el Almodóvar de La mala educación (2004), Los abrazos rotos (2009) y Hable con ella (2002), pero también el de Matador (1986), Átame (1990) y La ley del deseo (1987)— y al austríaco —Haneke como un Hitchcock reconvertido en azote moral de una Europa al borde del colapso—. Si uno se empeñase en ampliar la lista propuesta por Guillermo del Toro, la tarea sería extenuante: los explosivos clímax en enclaves tan icónicos como el rótulo de la Schweppes de la plaza Callao o el Valle de los Caídos acreditan a Álex de la Iglesia como otro confeso hijo de Hitchcock y pondría la mano en el fuego a que ni Nacho Vigalondo, ni Carlos Vermut discutirían el magisterio del orondo señor.

Con todo, el estreno de Hitchcock, la película de Sacha Gervasi protagonizada por Anthony Hopkins que llega esta misma semana a las salas, podría interpretarse como el más aparatoso intento hasta la fecha de… matar al padre. No es el primero: la biografía gossip de Donald Spoto se lleva la palma. También vale la pena recordar que a Hitchcock no le fue precisamente fácil conquistar la respetabilidad crítica: en su introducción a El cine según Hitchcock, François Truffaut ya deja claro que su libro es un acto de amor… en el contexto de una época marcada por los arqueos de ceja de la crítica (y la intelectualidad) americana ante el entusiasmo que mostraban los chicos de Cahiers frente a quien, para ellos, no era más que un cineasta de género. Hitchcock parece hoy un dogma de fe, pero, a pesar de que la encuesta que organiza Sight&Sound cada diez años ha logrado que Vértigo (1958) le arrebate el primer puesto a Ciudadano Kane (1941), su estatus no deja de ser frágil: basta comprobar la displicencia con que se siguen recibiendo los hallazgos de buena parte de sus herederos.

Hitchcock no es un biopic: se centra únicamente en la génesis de Psicosis, la película con la que el cineasta puso en riesgo su posición en Hollywood. La película trata de eso: de la épica de levantar un proyecto con todo en contra, desde la Paramount que, una vez estrenada la película, fue la primera en colocarse la medalla tras desvincularse de la producción, hasta la propia mano derecha de Hitchcock, su esposa Alma Reville, que, encarnada por Helen Mirren, se convierte en el corazón y el alma de una película que, quizá a su pesar, acaba convirtiendo a Hitchcock en ese muñeco articulado, raro, tiránico, solitario, obeso y obseso que parece más o menos fijado en el imaginario colectivo. El director Sacha Gervasi, que había firmado un extraordinario documental sobre una banda heavy tan entrañable y perdedora que parecía falsa como Spinal Tap —aunque no lo era—, Anvil. El sueño de una banda de rock (2008), y que prepara una película sobre el actor enano Hervé Villechaize con el prometedor título, guiño a Louis Malle incluido, de My Dinner with Hervé, ha preferido que Hitchcock sea el muñeco antes que la persona: el icono antes que el problema. No hay que eximir a Hitchcock de toda la culpa: él fue, de hecho, el primero que decidió ser recordado como silueta y logotipo, esas líneas elegantes en las que se encajaba su propia sombra al principio de cada emisión del programa Alfred Hitchcock presenta…. Anthony Hopkins, con varias toneladas de maquillaje encima, parece haberse ajustado a los propósitos de Gervasi con suma perfección. Uno se pregunta si no hubiese sido más rentable contratar a Joaquín Reyes, que hubiese canalizado a la perfección la dimensión de Celebrities chanante que tiene todo el proyecto: en la escena en la que Hitchcock empieza a danzar en el vestíbulo de un cine a los sones de Bernard Herrmann mientras los espectadores del estreno asisten a la escena de la ducha de Psicosis, uno echa de menos que Anthony Hopkins grite un sonoro “¡¡¡¡Alfred Hitchcooooooooooooooock!!!!” con acento albaceteño.

Lo más interesante de Hitchcock es la manera en que Gervasi intenta aplicar manierismos hitchockianos a las situaciones cotidianas que vivían el cineasta y su esposa: el suspense alrededor de la supuesta infidelidad de Alma Reville, encarnado en esas tomas de la nuca de Helen Mirren que remiten tanto a Vertigo como a la ambigüedad de la misma zona anatómica de Cary Grant en Sospecha (1941) y Encadenados (1946); ese anillo matrimonial colocado sobre las fotos de actrices rubias que evoca esa mirada fetichista sobre el mundo de los objetos que carga lo inanimado de resonancias, convirtiéndolo en cristalizaciones de la culpa de los personajes en tantas películas del Maestro del Suspense. Lo peor de Hitchcock está en la pintoresca decisión narrativa de convertir a Ed Gein, el asesino real que sirvió de inspiración para el Norman Bates creado por el escritor Robert Bloch, en voz dialogante (y terapéutica) para el cineasta y, sobre todo, en esa conversación de despedida que mantienen en el camerino Hitchcock y Vera Miles (Jessica Biel), donde se verbalizan todos los subtextos de la película en un épico ejercicio de insolvencia narrativa.

Hay un aspecto que la película no olvida: Hitchcock fue un maestro de la puesta en escena, pero, también, un creador pionero a la hora de intuir y ejercitar el poder seductor de la publicidad en beneficio propio. La película explica cómo Psicosis se salvó, in extremis, gracias a la poderosa estrategia publicitaria que improvisó el cineasta a contrarreloj. Imitarle en ese aspecto fue, no obstante, lo que condenó a un cineasta estimable, pero menos brillante como William Castle, a no ser tomado jamás en serio —salvo por apólogos tan entregados y sinceros como John Waters—. Esa dimensión del Hitchcock marca es la que hace, también, que, a estas alturas, a pesar de que no habría que albergar ni la más mínima duda sobre la altura y dimensión de su genio, sea más rentable dedicar una película a Hitchcock, el gordinflas reprimido que babeaba con las rubias, a Hitchcock, el enigma dentro de otro enigma. Sacha Gervasi no ha matado al padre: lo que pasa es que, desde siempre, ha estado ahí la idea de que este era un padre ridículo. Pero no lo era. Ni mucho menos.

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