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Prohibido prohibir

Antonio Orejudo

Cervantes sí que se pasó por el forro las prohibiciones. Él sí que fue un desobediente, y no los jovencitos burgueses del 68.

A las pruebas me remito: mientras que muchos de ellos han acabado de mayores como los españoles Juan Luis Cebrián o Felipe González —consejeros en empresas multinacionales—, Cervantes murió como mueren los que desobedecen de verdad: pobretón e ignorado por el mainstream, ninguneado por la corriente cultural dominante, que fue incapaz de apreciar su rebeldía.

La novela picaresca fue una de las grandes aportaciones de España a la literatura universal. Antes del Guzmán de Alfarache y por supuesto antes del Lazarillo de Tormes no había en Europa ni un solo libro parecido a esos dos.

Pero, claro, el nuevo género tenía —como tienen todos los géneros— una serie de reglas más o menos estrictas.

Así como en la novela policíaca tiene que haber siempre alguien que cometa un crimen y alguien que lo investigue, en la novela picaresca tenía que haber un pícaro y muchos amos.

Y no solo eso: también era obligatorio que el protagonista perteneciera a los bajos fondos y que no tuviera posibilidad de elección, es decir, que desde el principio de la novela el pícaro estuviera abocado a ser pícaro. Además el pícaro debía rezumar amargura y no podía dialogar con nadie.

A ver: no es que el pícaro no pudiera hablar con otros personajes; claro que hablaba. El pícaro hablaba con otros personajes, pero no dialogaba con ellos; es decir, no los escuchaba realmente. Y por lo tanto, su punto de vista, su ideología, su manera de ver las cosas no se modificaba jamás al contacto con otras maneras de pensar. Él partía de su verdad al principio de la novela y acababa con la misma verdad al final de la misma.

¿Y cuál era su verdad?

Pues que el mundo era malo y que estaba mal hecho. Esa era la idea preconcebida de la que partía al principio de la novela y la conclusión a la que llegaba al final.

En este sentido, la novela picaresca era un poco... autoritaria. Sí, autoritaria porque imponía un único punto de vista, una única manera de ver el mundo.

Por eso las novelas picarescas —y esta era otra obligación— tenían que estar escritas en primera persona. Solo podía oírse la voz del pícaro. Nadie podía contradecirlo, porque entonces el invento se venía abajo.

Y como el pícaro tenía además que demostrar que el mundo era malo, solo podía presentar una cara de la realidad: la vertiente más sucia, más hostil y más violenta de la vida.

Y por si todas estas fueran pocas obligaciones, aún había otra más: la novela picaresca debía ser realista.

¿Realista? ¿Qué es eso de realista, si el realismo se inventó en el siglo XIX?

Quizás sería mejor decir verosímil: las novelas picarescas tenían que contar cosas que parecieran verdad, incluir personajes que el lector hubiera visto o sucesos que hubiera experimentado y que pudiera reconocer fácilmente.

Hasta aquí la ley.

Pues bien, el desobediente de Cervantes se saltó todas estas obligaciones en el Coloquio de los perros, una curiosa y rebelde novela picaresca incluida en su volumen Novelas ejemplares publicado en 1613.

Lo primero que Cervantes se pasó por el forro fue esa idea de que para ser realista —o mejor dicho, para ser verosímil— era necesario que el lector reconociera los personajes y las situaciones que se contaban, que los hubiera visto alguna vez.

No creo que muchos de vosotros hayáis visto hablar a dos perros. Hablar como las personas, digo. Yo no, desde luego. Y en los tiempos de Cervantes no creo que hablaran tampoco. Los perros no hablan, dice nuestra experiencia.

Bien. Pues Cervantes coge dos perros, los pone a hablar y encima consigue que te lo creas, porque la verosimilitud no depende de lo cercanos o de lo lejanos que estén de la realidad los episodios de tu novela.

La verosimilitud de un suceso, por disparatado que sea, depende de cómo se presente.

Y Cervantes presenta este coloquio entre dos perros como una alucinación de Campuzano, el protagonista de El casamiento engañoso, la novela ejemplar que va justo antes del Coloquio de los perros.

Campuzano es un enfermo de sífilis que una noche de fiebre oye hablar a los dos perros que cuidan el hospital donde está internado —los oye hablar o cree oírlos—, y transcribe la conversación en un papel.

Presentada así, como el posible delirio de un sifilítico, me cuesta menos trabajo creerme esta charla canina.

La segunda ley que se salta Cervantes es la prohibición de que el pícaro dialogue, la prohibición de que se oiga otra opinión, otro punto de vista que no sea el del pícaro que cuenta su vida.

Desde el mismo título de su novelita, Cervantes deja clara su posición contraria a las autoritarias narraciones en primera persona: aquí no hay un tipo que te cuenta su vida sin que nadie lo replique o le lleve la contraria. No, aquí hay un coloquio.

El Coloquio de los perros es una conversación: uno de los dos perros-personajes cuenta su vida picaresca y otro la escucha.

Pero este otro no está callado. Este otro lo interrumpe, le pregunta, lo corrige, lo regaña, y cuestiona su opinión, algo que estaba completamente prohibido en el género inaugurado por el Lazarillo y el Guzmán de Alfarache.

Tanto lo interrumpe, tanto lo dirige, tanto lo interpela que al final resulta que el perro que debería limitarse a escuchar —una especie de lector— es tan responsable de la narración, de su tono y de los vericuetos por los que transcurre como lo es el perro pícaro que cuenta su vida.

El perro que cuenta su vida se llama Berganza, y el que interrumpe a cada paso demandando datos que Berganza ha escamoteado o pidiéndole aclaraciones que quizás no hubiese dado si hubiera podido contar sus andanzas como un pícaro tradicional, ese se llama Cipión.

El currículum de Berganza comienza en el matadero de Sevilla, donde reina la corrupción y cuyos empleados se dedican a robar la mercancía. Continúa por esos campos de Dios como pastor al cuidado de un rebaño de ovejas. Rebaño al que no diezman los lobos, sino los propios pastores.

Desengañado del género humano, Berganza vuelve a Sevilla, donde entra primero al servicio de un mercader y después al servicio de un alguacil corrupto, antes de irse con un saltimbanqui que lo lleva hasta Montilla, en la provincia de Córdoba.

Allí una vieja llamada Cañizares lo reconoce y le asegura que no es un perro, sino un hombre que fue junto a su hermano metamorfoseado por una célebre bruja de la época, la Camacha.

Los dos hermanos volverán a su forma verdadera —profetizó la hechicera— cuando vean derribar los soberbios levantados y alzar a los humildes abatidos, algo tan difícil de conseguir que ni siquiera los jóvenes del 68 lo lograron.

Unos gitanos, un morisco y un dramaturgo son los tres últimos amos de Berganza, que finalmente acaba como guardián en el Hospital de un tal Mahúdes. Allí tiene lugar su coloquio con Cipión, que termina cuando empieza a amanecer.

Cervantes no desafió a la autoridad política, sino a la autoridad literaria, lo que tiene mucho más riesgo, aunque parezca lo contrario.

Desobedecer a De Gaulle o a Franco y correr delante de los grises podía granjearte como mucho un disgusto en casa, unas hostias en comisaría y, si papá no conocía a nadie, unos añitos de cárcel.

Pero nada más. A la larga, esa temporada en Carabanchel acabaría resultado rentable, y permitió a más de uno presumir de su heroico paso por el Tribunal de Orden Público y de un impoluto expediente de limpieza de sangre antifranquista.

En cambio, desobedecer a la autoridad literaria puede resultar fatal para un escritor. No hacer lo que hace todo el mundo o no publicar lo que los lectores esperan que publiques puede condenarte al ostracismo o —lo que es mucho peor— convertirte para siempre en un escritor de culto.

Es posible que con el tiempo los críticos y los lectores acaben reconociendo que la rebeldía de un determinado escritor desobediente no fue inútil y que sirvió para que otros escritores transitaran por caminos literarios que hasta entonces no habían sido explorados, y bla, bla, bla.

Vale, sí, es posible; pero ¿de qué te vale ese reconocimiento si ya estás muerto? Ya me diréis de qué le sirve ahora a Cervantes que su apellido se haya convertido en la marca de la enseñanza del español para extranjeros.

Seguro que él hubiera preferido que los lectores le hubiesen dado mientras vivió la mitad del reconocimiento que entregaron a su vecino Lope de Vega, el Rey de la Obediencia a Lo Establecido.

TAREA: elaborar una lista de diez escritores vivos que sean obedientes y otra, que saldrá seguramente más corta, de escritores desobedientes. Especificar las prohibiciones que unos respetan y otros no.

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