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El dandi que claudicó con elegancia

Begoña Huertas

Quizás hubiera que desdramatizar la claudicación. A lo largo de la vida hay proyectos que se quedan por el camino y esto tarde o temprano habrá que asumirlo sin aspavientos. Rendirse a la realidad a veces puede ser un síntoma de madurez, o de cordura. En la novela El príncipe negro, de Iris Murdoch, dos personajes conversan:

—Cree que es alguien muy especial y empieza a comprender que no tiene mucho talento.

—Eso suena a condición humana.

Resignarse a no ser tan extraordinario como uno creía: la claudicación universal. Sin embargo, cuando no se trata de un proyecto personal sino del devenir de la humanidad, reconocer la impotencia es más difícil; al fin y al cabo, el ser humano ha tenido siglos por detrás y tiene siglos por delante para arreglar las cosas, cuesta creer que no sea capaz de hacerlo. Y cuesta renunciar a esa ilusión. Por esta razón, cuando leí Mendigos y orgullosos de Albert Cossery confieso que me incomodó muchísimo la manera en que niega de un plumazo toda esperanza de justicia social, riéndose incluso del intento infructuoso de algunos activistas en este sentido. Eso sí que era desdramatizar la claudicación, pero madre mía, ¡a qué precio! El escritor egipcio, que se vanagloriaba de escribir dos frases a la semana y despreciaba la riqueza de la misma manera que adoraba la elegancia (cómo no tenerle simpatía), da la vuelta a los valores tradicionales. En la novela (publicada en 2011 por la editorial Pepitas de calabaza), los personajes asumen la derrota con alegría. La suya es una claudicación orgullosa, sin vergüenza. Claro que, como digo, lo hacen poniendo patas arriba la escala de valores a la que estamos acostumbrados en el mundo occidental. El impacto es tremendo y el esfuerzo por asimilar y resituar todo en su punto justo resulta complicadísimo para el lector (de acuerdo, para mí, no puedo generalizar). Algunos ejemplos:

—Se hace referencia al “insignificante” asesinato de una puta.

—El amigo del protagonista —ese secundario entrañable que suele morir en las películas de acción norteamericanas— es un traficante de drogas y un estafador.

—La dignidad del trabajador honrado no existe, es una farsa.

—Se desprecia cualquier voluntad de mejorar el estado del ser humano.

—Todas las mujeres buscan y provocan sexualmente a los hombres por un impulso que proviene de su naturaleza (no buscan dinero ni interés ninguno: incluso las prostitutas en horas de descanso parecen no poder contener sus ansias de sexo).

—La capacidad para burlarse de todo se eleva a categoría moral.

El protagonista es un viejo intelectual fracasado que encuentra la paz en la extrema miseria y que, por supuesto, ha renunciado a la revolución, a toda posibilidad de cambio. En contraposición, por la novela deambula un joven activista que busca indignados para sumar a su causa revolucionaria. Este militante, que se topa con la capacidad de alegría intensa y el humor inagotable de los mendigos, se preguntará “¿Dónde estaba pues la desdicha? ¿Los estragos de la opresión?”. El joven, “sensible al dolor de las masas oprimidas del universo”, terminará por despreciarlos a todos: “La revolución no se haría con aquella pobre ralea”, “A aquella gente le importaba todo un bledo porque no tenían nada que perder”.

La revolución puede resultar imposible, de acuerdo, pero lo que produce desasosiego es la pérdida incluso de la mera intención de llevarla a cabo, la renuncia a luchar por la justicia. La claudicación que más cuesta asumir es pues la de los valores. El dandi egipcio que vivía en una modesta habitación del Hotel Lausiane de París da la vuelta a todo pensamiento políticamente correcto.

En la red puede verse Une vie dans la journée d´Albert Cossery (Le Grec, 2005), una película de Sophie Leys. También alguien reunió las imágenes del autor en un extracto mudo: Aquí.

Tanto en las palabras del novelista como en su actitud lo que menos se percibe es resignación, su claudicación es un rechazo contundente a la hipocresía. En un momento del documental, el escritor observa que

En mis primeras novelas mis personajes tienen ideas revolucionarias. Pero poco a poco la revolución deviene en burla. Yo siempre pensé que es grotesco tomar en serio a cualquier dirigente. No soy el único, puesto que hay cada vez más gente que no va a votar. ¿Por qué? Porque piensan lo mismo que yo. Tal como se practica a día de hoy, esto no es una democracia. Sólo beneficia a los hijos de puta. Se pueden manipular las masas. Usted sabe que se manipula a la gente.

¿Es claudicar reconocer el horror? Porque a eso también puede llamársele realismo. Cossery, que parecía un lord inglés, nació en una familia muy humilde de El Cairo. Para él, el solo hecho de estar vivo ya era una dignidad en sí. “Estar vivo era suficiente para su felicidad”, dice el narrador refiriéndose a uno de sus personajes. Esas manos envejecidas que continúan escribiendo, con la montaña de medicamentos al lado del cuaderno, son la pura imagen de que, a pesar de todo, en realidad Albert Cossery no claudicó nunca.

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