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Las ventajas de claudicar

Antonio Orejudo

Una de las claudicaciones más célebres de la historia de la literatura es la del famoso pregonero de Toledo Lázaro de Tormes, que para alcanzar su respetable —entre comillas— posición social no tuvo empacho en aceptar un acuerdo infame: que su mujer se acostara de vez en cuando con el cura de la parroquia de al lado.

Da un poco de cosa resumir el argumento de este libro que todos hemos leído mejor o peor en versión original sin subtítulos, en versión infantil abreviada o incluso en versión cinematográfica.

Pero, en fin, allá va.

Lo primero que hay que decir es que el Lazarillo de Tormes no es un novela. El libro ha pasado a la historia de la literatura como la primera novela picaresca, pero cuando se publicó por primera vez en 1554 ni había novelas ni había picaresca, un género que se creó mucho tiempo después.

El Lazarillo de Tormes es una carta, y sus primeros lectores debieron de entenderlo así. La división en capítulos —en tratados— e incluso el título con el que ha pasado a la historia de la literatura —La vida de Lazarillo Tormes, y de sus fortunas y adversidades— fueron modificaciones de los impresores ajenas al autor.

El libro simula ser la respuesta a una carta previa; una carta escrita por alguien a quien sólo conocemos por su tratamiento —Vuestra Merced—, y que le pide a Lázaro de Tormes, pregonero en la ciudad de Toledo, que escriba y relate el caso.

Así, sin más: el caso.

Lázaro de Tormes se pone manos a la obra. Y como le parece que para explicar adecuadamente el caso es necesario remontarse al principio, empieza contando quién fue su padre, quién fue su madre, cómo abandonó a su familia para servir a un ciego, cómo abandonó al ciego para servir a un clérigo, cómo dejó al clérigo para irse con un escudero, cómo sustituyó al escudero por un fraile mercedario, y a este por un buldero, cómo entró a trabajar con un pintor de panderos, cómo se hizo aguador y luego ayudante de alguacil hasta alcanzar lo que para él es la cumbre de toda buena fortuna: un puesto de pregonero y el matrimonio con una criada del cura de la parroquia de San Salvador, que según dicen las malas lenguas pasa más tiempo en casa del clérigo que en la de su legítimo marido.

Acabáramos: estas habladurías son el famoso caso. Esto es lo que Vuestra Merced quería que Lázaro le aclarara.

Y es desde ahí, desde esa situación de éxito vital y profesional —todo ello entre irónicas comillas—, desde donde Lázaro de Tormes escribe su respuesta, esta carta que ha pasado a la historia de la literatura como el Lazarillo de Tormes, la primera novela picaresca.

Pero como he dicho antes, los primeros lectores de este libro no pudieron leerlo ni como novela —un italianismo que no se había asentado todavía en castellano— ni mucho menos como picaresca, un género que tampoco existía.

Tendrían que pasar 50 años —50— para que los escritores digirieran el hallazgo de este libro y comprendieran que era una idea excelente dar voz a un muerto de hambre y dejarle que él mismo contara su vida.

El Lazarillo tuvo un éxito inmediato entre los lectores, pero hasta 1599 no se publicó otro libro de parecidas características, el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, que abrió la puerta a todos los demás: el Buscón, de Quevedo; la Pícara Justina, de López de Úbeda o el Estebanillo González, por citar sólo los más conocidos.

Pero en 1554 no había más libros como el Lazarillo de Tormes. Era la primera vez que alguien tan humilde como un pregonero tenía el desvergonzado atrevimiento de contar públicamente su vida, como si esta tuviera algún valor.

No, señores, no. La primera persona estaba destinada a vidas verdaderamente ejemplares, a vidas como la de San Agustín, nada menos que uno de los padres de la Iglesia católica, que en sus Confesiones había inaugurado el género autobiográfico.

¿Pero un pregonero de Toledo? ¿Qué interés podía tener para los lectores la miserable vida de un cornudo consentidor, hijo de prostituta y ladrón, que tras pasar hambre de amo en amo acaba pregonando vinos en Toledo, orgulloso además de su humillante situación? ¿Dónde estaba la ejemplaridad de esta vida, por el amor de Dios?

Digamos que el Lazarillo ofrecía una ejemplaridad inversa. Lázaro y todos los pícaros que vinieron después son la antítesis del caballero andante: son seres egoístas que se mueven no por la honra sino por el hambre.

Pero sobre todo lo que ofrecía el Lazarillo era algo que los lectores ya estaban pidiendo a gritos desde hacía años: querían vidas como las suyas, o como las que veían todos días por la calle, vidas de gente normal y corriente, con quebraderos de cabeza semejantes a los suyos.

El problema era que la vida cotidiana no se consideraba suficientemente digna, o interesante, o ejemplar, o heroica como para dejarla entrar en el sagrado templo de la literatura.

La vida cotidiana estaba bien para contársela a la familia por carta cuando uno se marchaba de viaje, pero no era una materia adecuada para rellenar con ella las páginas de un libro.

¿He dicho que la vida cotidiana estaba bien para contarla por carta?

Sí, eso he dicho.

Entonces bastaría con que alguien simulara estar escribiendo una carta verdadera —una carta de respuesta, por ejemplo, a un tal Vuestra Merced— para que la vida cotidiana y los problemas de todos los días entraran de manera natural en la literatura.

Y no sólo eso: bastaría con simular que se trataba de una carta y no de LITERATURA con mayúsculas, para que cualquier persona, por humilde o infame que fuera, pudiera contar su vida. Al fin y al cabo, las cartas estaban para eso: para que cualquier mindundi las emborronara con sus cosillas.

Por eso el Lazarillo de Tormes tiene forma de carta: porque no podía tener forma de novela, ni de confesión. Porque en 1554 un personaje tan humilde y tan poco heroico, un tipo capaz de semejante claudicación no tenía cauce de comunicación literaria. Su único recurso era acudir a la carta, el género más democrático que existía y cuyas posibilidades literarias ya habían empezado a explotarse.

A Francisco Rico —que es quien me ha enseñado a mí a leer este libro— le gusta pensar que el anonimato del Lazarillo es un truco, un recurso expresivo del verdadero y desconocido autor para que la carta de Lázaro al señor Vuestra Merced pareciera realmente escrita por un pregonero y no por un escritor más culto.

TAREA: La carta fue durante mucho tiempo un instrumento pragmático de comunicación: uno escribía cartas a su madre, a su amigo o a su amada cuando se marchaba de viaje. Punto. En un momento de la historia de la literatura a alguien se le ocurre que este instrumento de comunicación tiene posibilidades literarias y escribe una carta falsa, es decir una carta literaria. Para la próxima semana pensar qué instrumentos de comunicación actuales —instrumentos no literarios— podrían en el futuro ser reciclados para la literatura.

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