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Entre pijos anda el juego

Antonio Orejudo

Confundida tal vez por el título original de la obra —Tragicomedia de Calisto y Melibea—, mucha gente cree que La Celestina, la novela dialogada de Fernando de Rojas que se publicó en 1499, trata de los amores entre estos dos jóvenes. Pero no es así. En este libro el amor brilla por su ausencia. Aquí lo único que hay, aparte de dinero, es sexo.

De hecho, uno de los propósitos de la obra —no el único— es desenmascarar la mentira del llamado amor cortés, esa convención a la que frecuentemente acudía la poesía medieval y de la que todavía podemos encontrar muestras hoy en algunas canciones de David Bisbal y similares: chico quiere a chica, chica no quiere a chico, y chico sufre por ello aunque se somete a la chica como un servidor eterno y fiel.

El amor cortés —viene a decir Fernando de Rojas— es una mentira; el amor no tiene nada de espiritual ni de abnegado; el amor es un espejismo que se han inventado los poetas para hacer más aceptable la cruda realidad: que los amantes —estos y todos los demás— sólo quieren follar.

Es verdad que al principio de la novela Calisto parece un ñoño, pero en realidad no tiene nada de ñoño; en el salvaje mundo de La Celestina no hay sitio para las ñoñerías.

El mundo salvaje de La Celestina La Celestina

Si traigo La Celestina esta semana, en la que el tema principal es el dinero, es porque este libro refleja como ningún otro lo que supuso para las relaciones humanas el paso de la economía feudal a la economía capitalista.

En la economía feudal la propiedad era un indicio de honorabilidad y virtud porque la riqueza se obtenía venciendo batallas y repartiendo el botín de guerra.

Tener (tener tierras, tener casas, tener personas) indicaba que uno había sido lo suficientemente valeroso y esforzado como para vencer al enemigo en el campo de batalla y quedarse con sus cosas. Tener significaba que uno había sufrido peligro de muerte en el combate y que lo había superado gracias a sus virtudes. Virtudes bélicas, de acuerdo, pero virtudes al fin y al cabo.

En la Edad Media —esta es la idea que quiero subrayar— la virtud, la honra, la honorabilidad, como queramos llamarla, traía consigo riqueza. Por eso tener daba tanto prestigio: porque sólo tenían los valientes.

A partir del siglo XV todo esto cambia.

Terminan las últimas campañas militares contra los musulmanes —las Cruzadas— y desaparece por tanto este modo tradicional y depredador de obtener riqueza.

En su lugar el comercio, que se ha ido desarrollando durante todo el siglo anterior, se va configurando como la manera moderna y civilizada de obtener bienes.

Si hasta ese momento en la parte más elevada de la pirámide social sólo estaba la aristocracia —caballeros militares que se habían granjeado su patrimonio a golpe de espada—, a partir de ese momento estos nobles tienen que compartir la cúspide social con una nueva clase que también acumula riqueza pero con otro tipo de armas: las comerciales y las financieras.

La irrupción de estos nuevos ricos (frescos ricos, los llamaban entonces) desordena el mundo medieval.

La riqueza de estos nuevos comerciantes ya no es indicio de virtud, porque ya no hay guerras. Ahora la riqueza es virtuosa en sí misma. O dicho de otro modo: si en la Edad Media la virtud traía consigo riqueza, ahora es la riqueza la que trae consigo virtud.

Para borrar el origen espurio de su dinero y asimilarse a la nobleza, esta nueva clase social (a la que vamos a llamar burguesía, porque se desarrolla en los burgos, en las ciudades) imita los usos, las costumbres y los códigos aristocráticos.

Por ejemplo: si los caballeros se dedicaban en época de paz a la caza, al amor o incluso a la literatura, los nuevos burgueses también van a aficionarse a estos hobbies tan refinados. Se trata de hacer exhibición de su ocio, de mostrar ostensiblemente que no necesitan dedicarse al trabajo productivo.

Entre pijos anda el juego

Eso es exactamente lo que hace Calisto al comienzo de la novela, exhibir su ocio, imitar a un aristócrata. Calisto es el hijo de uno de estos burgueses recién llegados a las posiciones privilegiadas de la sociedad, un pijo que está cazando con su halcón cuando se encuentra por casualidad con Melibea, una veinteañera de su clase social —hija de constructor y armador de barcos—, de la que se enamora.

¿Se enamora?

Bueno, ya he dicho antes lo que Fernando de Rojas pensaba del amor en general y del amor de sus personajes en particular.

Más que enamorarse, lo que hace Calisto es desplegar ante Melibea el papel de regalo con que la aristocracia (y ahora también la burguesía) envolvía el deseo de fornicar: que si en esto veo, Melibea, la grandeza de Dios; que si la naturaleza te ha dado perfecta hermosura; que si a mí me ha hecho inmérito de alcanzar tanta merced; que si tengo secreto dolor; que si me siento a tu lado como si estuviera al lado de Dios; que si a partir de este momento tu ausencia me causará tormento... etcétera, etcétera, etcétera.

Todo parece muy puro, muy platónico, pero cuando su criado Sempronio, ya en casa, le propone hablar con una vieja barbuda que se dice Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay, y conocida porque pasan de cinco mil virgos los que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad, el espiritual Calisto no duda ni un segundo: ¿Podríala yo hablar?, le pregunta.

Y Sempronio, que está conchabado con ella y que ve una oportunidad única de sacarle los cuartos a su señor, le pone en contacto con la alcahueta.

Hay que ver cómo está el servicio

En la Edad Media los criados no eran así de aprovechados. En la economía feudal los criados eran naturales del señor, una expresión que todavía conservamos nosotros en algunos documentos oficiales. Y esa naturalidad se heredaba, era un vínculo casi de parentesco que obligaba recíprocamente a unos y otros. Entre ellos no había un contrato, sino un vínculo moral.

Hay un momento en la novela, en la que Pármeno, el otro criado de Calisto —el criado más medieval, por decirlo así—, se queja de que su amo dude de su fidelidad y le pregunta: ¿Cuándo me viste, señor, envidiar o por ningún interés ni resabio tu provecho estorcer?

Nunca. Un criado medieval nunca estorcería la suerte de su amo, porque la suerte de su amo era parte de su propia suerte. Y viceversa: la honra de una casa también se sustentaba sobre la de sus criados.

Hasta que el dinero sustituye al vínculo familiar. Entonces los criados dejan de ser naturales para convertirse en personal contratado; se hacen mercenarios y ya no sienten que su suerte esté ligada a la de su señor. Todo lo contrario: los nuevos criados capitalistas como Sempronio sienten que su provecho requiere en ocasiones el perjuicio de quien los paga.

De hecho, el otro criado, Pármeno, que empieza siendo un criado medieval receloso de Celestina, acaba aliándose con ella y con Sempronio para aprovecharse del lujurioso Calisto.

Dos entrevistas con Melibea le bastan a la alcahueta para que la pijita acepte el primer encuentro clandestino. Esa misma noche Calisto sube por una escala y se cuela en su dormitorio. El diálogo amoroso-sexual entre ellos, a medio camino entre lo cursi y lo macarra, no tiene desperdicio. En clase yo siempre empiezo a explicar este libro por ahí.

Mientras tanto, en casa de Celestina los dos criados celebran con la alcahueta y junto a sus enamoradas, las prostitutas Elicia y Areúsa, que el negocio haya llegado a buen puerto.

Sin embargo, Celestina se niega a repartir con ellos el beneficio obtenido, lo que provoca una discusión que termina con la muerte de la alcahueta, la detención de los criados y su ejecución pública.

Areúsa y Elicia contratan a un gorila llamado Centurio para que vengue en las personas de Calisto y Melibea la muerte de sus dos amantes.

Calisto, que ya no siente a sus sirvientes como parte de su familia, no parece muy afectado por las ejecuciones: se compra otros dos y la noche siguiente vuelve a colarse por la ventana de Melibea.

Y en esto que aparece Centurio. Los nuevos criados de Calisto, que vigilan el encuentro clandestino, pelean con él.

Alarmado, Calisto sale apresuradamente por la ventana, pero al hacerlo tropieza, se cae y se rompe la crisma en una de las muertes más ridículas de la literatura española.

Melibea, desesperada por la muerte de su amante, se suicida, y la novela concluye con el lamento de su padre, el constructor, el armador de barcos, que en medio del dolor no se olvida de todo el dinero que está en juego: ¿Para quién edifiqué torres, —se pregunta— para quién adquirí honras, para quién planté árboles? ¿Para quién fabriqué navíos?

Y con estas pérdidas termina La Celestina.

Definitivamente, el tema de la novela no es el amor, ni siquiera el sexo, aunque ambos estén presentes desde la primera línea. El tema de La Celestina es el dinero y la manera en la que este, cuando se generaliza como base de la vida económica, modifica las relaciones entre los hombres, las hace más inhumanas.

Fernando de Rojas vivió unas circunstancias muy parecidas a las nuestras: él también provenía como nosotros de un mundo que estaba desapareciendo y asistía perplejo al nacimiento de una nueva civilización que imponía nuevos valores, nuevos códigos y nuevas relaciones entre los seres humanos.

Su mirada a este mundo nuevo y a esa clase social que está ascendiendo no es neutral, como lo prueba la defenestración final de Calisto. Fernando de Rojas es un moralista, como pueda serlo hoy un Rafael Chirbes; un moralista que censura el engaño, el egoísmo y el interés particular en los que se basan las nuevas relaciones en el nuevo mundo del dinero.

***

Sobre La Celestina se ha escrito mucho y desde todas las perspectivas posibles, pero si alguien quiere profundizar en sus aspectos sociales le recomiendo un clásico, el delicioso estudio de José Antonio Maravall, El mundo social de La Celestina, una obra breve y muy gustosa de leer.

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