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Janet Malcolm, el rayo cegador del ensayo norteamericano

La temida, adorada y definitivamente leída Janet Malcolm

Marta Peirano

No coma enfrente de Janet Malcolm, advierte Soledad Gallego-Díaz. Delante de la ensayista más temida de la intelectualidad neoyorquina, cualquier cosa que hagas, digas o pienses será utilizado en tu contra. No es cruel, solo exacta, como El espejo de Sylvia Plath. Si el genio de Joan Didion es la consecuencia trágica de las historias que nos contamos a nosotros mismos para poder vivir, el de Malcolm es el error en Matrix, las grietas, el desliz freudiano. El momento en el que alguien dice una cosa pero, consciente o inconscientemente, piensa o hace otra diferente. A menudo la opuesta.

La colección de ensayos sobre escritores y artistas Cuarenta y un intentos fallidos (Debate, 2015) ofrece un ejemplo tras otro de ese sexto sentido, pero también de su impecable escritura. Las comparaciones con Didion, la otra gran dama del ensayo norteamericano, son inevitables y especialmente odiosas, sobre todo para la de California. Las dos mujeres inspiran en sus lectores el deseo monomaníaco de leer todo lo que han escrito y de escribir como ellas. Pero sus estilos no pueden ser más antitéticos. Como explica Alice Gregory en El genio severo de Janet Malcolm, imitar a Didion te hace parecer cursi, mientras que parodiar el estilo de Malcolm solo te obliga a escribir mejores frases.

Un ejemplo de estos deslices, en este caso hilarante, lo ofrece el fotógrafo Thomas Struth cuando ejemplifica la sinestesia cultural de su maestro Bernd Becher. “Hay que entender las fotografías de París de Atget como la visualización de Marcel Proust”, dice Struth que decía Becher. Y Malcolm, siendo Janet Malcolm, le dice: no lo pillo. ¿Qué tiene que ver Atget con Proust? Intentando defender la tesis, el pobre Struth se enreda cada vez más.

Struth: Es un período de tiempo similar. Lo que quería decir Bernd era que, cuando lees a Proust, ese es el telón de fondo. Ese era el escenario".
Malcolm: ¿Leyó a Proust mientras estudiaba con los Becher?
Struth: No, no lo leí.
Malcolm: ¿Y ha leído a Proust después?
Struth: No.
Malcolm: Entonces, ¿qué sentido tiene que relacione usted a Atget con Proust?
Struth (riendo): A lo mejor es un mal ejemplo.

Hay risas y cambio de tema pero, antes de acabar el día, Struth le confiesa avergonzado que le remuerde su metedura de pata. Malcolm le entiende y empatiza. “El fotógrafo reconoce el equivalente periodístico al 'instante decisivo' en el que un fotógrafo sabe que tiene la foto”. Pero la empatía no suaviza ni un ápice la ejecución. “Hice algún comentario tranquilizador -termina impávida- pero yo sabía, y él sabía, que mi foto iba ya camino de la cámara oscura del oportunismo periodístico”.

Este momento dice tanto de Malcolm como del propio Struth, y nos retrotrae a la frase que abre y contiene su libro más famoso, El periodista y el asesino: “Todo periodista que no es demasiado estúpido o está demasiado pagado de sí mismo para enterarse de las cosas sabe que lo que hace es moralmente injustificable”. Malcolm es una escritora fundamentalmente moralista, que juzga con la contundencia del Antiguo Testamento, incluyendo sus propios métodos, motivos e intenciones. Janet Malcolm es empática pero compasiva, ni consigo misma ni con los demás. Su análisis está higiénicamente desprovisto de sentimientos.

La vida de los otros

Malcolm está a sus anchas leyendo cartas, diarios e interminables transcripciones de juicios sumarísimos, cuyas nimiedades registra con la exactitud de una supercomputadora, pero interpreta como un psicoanalista vienés.

En su ensayo sobre Bloomsbury (Una casa propia), vemos que Quentin Bell -sobrino y biógrafo de Virginia Woolf, heredero del legado Bloomsbury- cita una carta en la que Henry James describe el futuro matrimonio de sus padres, Vanessa y Clive Bell. Malcolm observa que la cita no está entera. Clive omite el párrafo inmediatamente anterior donde James describe a su padre como un hombre “espantoso, encorvado y melenudo” y compara su unión con “un caniche de ojos rojos podría ser íntimo amigo de un gran y apacible mastín”.

De nuevo, Malcom empatiza con la omisión -¡Clive no quería cometer parricidio!- pero señala el lugar del crimen con tiza y cinta policial porque “nos ha concedido un atisbo poco habitual del taller donde se manufacturan los detalles biográficos”.

Más adelante, vuelve a Bloomsbury con un texto sobre Julia Margaret Cameron, pionera de la fotografía, a la que su propia sobrina Virginia satirizó con extrema crueldad.

La biografía es, por supuesto, el más mentiroso de los géneros, un espacio que le atrae como la luz a la polilla. Entre sus mejores obras están el retrato de la extraña pareja Getrude Stein y Alice B. Toklas (Dos vidas. Getrude y Alice, Lumen 2009), una relación tan simbiótica que es Stein quien escribe la autobiografía de Toklas, donde se intenta explicar cómo dos viejas norteamericanas lesbianas sobreviven en el París ocupado de la IIGM.

En La mujer silenciosa, Malcolm se adentra en el legado de la pareja más notable de la poesía anglosajona: la malograda poeta norteamericana Sylvia Plath y su adúltero marido, el poeta británico Ted Hughes. Malcolm advierte de antemano algo insólito: que en esta guerra está de parte de los Hughes. Después retrata a una familia enferma, tan intoxicada por el fantasma de la primera esposa como la mansión de Manderley por el de Rebecca.

La Mrs. Danvers de esta historia es la hermana de Ted, Owlyn Hugues, que aborrecía a su cuñada Sylvia y que mantiene con ella un pulso a través de su legado, que siempre le gana Plath. Aquí está otro de sus temas recurrentes: el albacea como víctima y destructor del tesoro que protege. En Fotos buenas, Malcolm habla del control “draconiano” que Doon Arbus ha mantenido sobre el legado de su madre, cuyo episodio más notable fue el famoso número de octubre del 93 de la revista October, donde se publicó un ensayo crítico sobre la obra de Diane Arbus, con un recuadro vacío donde tenía que estar su obra.

En los archivos de Freud, su segundo libro sobre el psicoanálisis, habla del accidentado y finalmente fallido traspaso de poderes del guardián de los archivos Kurt Eissler al carismático y extravagante analista Jeffrey Masson. Esto eran los años 80, mucho antes de su entrada al dominio público en 2010.

Las debilidades peligrosas

Biógrafos que mienten para proteger o castigar a sus antepasados, juicios que establecen las incapacidad del sistema judicial de ser justo con sus ciudadanos o la legitimidad de usar mentiras y halagos para conseguir un trozo de verdad. Los personajes y obsesiones de Malcolm son tan interesantes y su proceso analítico tan absorbente que, a veces, es fácil olvidar lo maravillosamente bien que escribe y lo entretenida que es.

Aficionada a las citas largas y a las referencias literarias, sus alianzas están siempre con los caracteres fuertes, aun a costa de su crueldad o egoísmo. Como cuando habla de William Shawn, el mítico editor del New Yorker, después del devastador retrato que hace de él su hijo. O el efecto de Joseph Mitchell sobre sus alumnos, “que es lo que mi generación de escritores de no ficción se ha considerado siempre”. O cuando desvela su cariño por el nunca jamás de Cecily von Ziegesar, la saga para adolescentes Gossip Girl (no confundir con la serie, que “solo se parece al original en los nombres y en el perfil de los personajes) con una cita de Nabokov.

Cuando Lolita y Humbert pasan junto a un horrible accidente, que ha dejado un zapato yaciendo en el arcén, al lado de un coche salpicado de sangre, la nínfula comenta: «Ese era exactamente el tipo de mocasín que estaba intentando describirle a aquel imbécil de la tienda». Ese es exactamente el tipo de humor negro en el que destaca Cecily von Ziegesar (...)

Sobre la imposibilidad de escribir su propia biografía, Janet Malcolm confiesa que es incapaz de ver su niñez con el insano interés con el que contempla la de otros. En ese sentido, la pieza que abre la colección de ensayos y que da título al libro es lo más parecido que tenemos a ver su proceso sin depurar. Cuarenta y un intentos fallidos son, literalmente, cuarenta y un intentos fallidos de abordar el perfil de David Salle, un pintor al que visita de manera intermitente durante demasiado tiempo, y que acaba siendo una talla poliédrica sin terminar, un atisbo poco habitual del taller donde se manufacturan sus balazos.

Hablando de balazos, extrañamente ausente de la colección (aunque presente en el original) queda A girl of de Zeitgeist, un perfil de la editora de Artforum Ingrid Sischy que le da un buen repaso a la escena de críticos de arte que se hicieron fuertes antes de que llegara ella y que contiene una escena impagable con el artista Richard Serra. Es su único defecto. Desde aquí pedimos a Debate que lo incluya en la inevitable segunda edición.

Actualización. Una versión anterior de este artículo decía que Thomas Struth es pintor. Es un error: Struth pintó pero hace mucho que ya no lo hace. Como apuntan en los comentarios y también indica el ensayo citado, el artista alemán es famoso por sus fotografías de gran formato de paisajes arquitectónicos y museos.

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