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La pila de libros

Román

Román Delgado

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Sin duda había algo irreconocible en la habitación completamente sellada por el frío que no me dejaba pegar ojo. No eran los vecinos, pared con pared, cabecero contra cabecero. Los vecinos habían salido a toda prisa y con sus mejores galas. Todos tenían cara de no querer regresar a las pocas horas. Y así mismo fue. Los volví a oír, siempre ruidosos, a las siete de la mañana o así. Ellos, imaginaba yo, con cara de aún comerse el mundo, y este, el único del otro lado, ¡por siempre presente!, con mirada de comérselos. Pobres, que no tienen culpa de nada.

La habitación estaba sellada, he dicho: puertas perfectamente encajadas, ventanas pegadas a sus guías recias, persianas abajo del todo, al máximo posible, y ya no sé cuántas cosas más hice para no tener que volver a abrir los ojos. Miré sin ver en la oscuridad una y otra vez, encendí en innumerables ocasiones la luz y en mil instantes comprobé que la radio de verdad había muerto.

De manera tan agitada, fuera de control, me pasé muchas horas de la noche que quería abrazar con el mejor de mis sueños. Pero había algo, un leve ruido, una pequeña melodía de habladuría lejana, una diminuta intensidad vocal, que me impedía coger esa ola para llegar a la orilla del descanso veraz. Y lo peor, sí lo peor, es que esta vez la culpa no era de los vecinos, pared con pared, cabecero contra cabecero, con sus juegos, sus perros pequeños pero alborotadores, con sus máquinas y sus divertimentos de niños para niños y de niños para mayores.

Me estaba volviendo loco. Andaba disparatado. Por un lado, y lo dije antes, los vecinos no podían ser. “Coño, que no, que yo vi a la pareja salir…”. Además, pensé enseguida, esta vez se llevaron a los tres perros al lugar donde habían sido convocados; también a los peques. Seguro que no era una marchuqui para personas grandes y apuestas, sino más bien una boda, un tremendo bodorrio de familia cercana. Eso mismo tenía que ser. “Qué más me da, ¡joder!”.

No son los vecinos y, de cuatro pisos que hay en la planta que habito, dos están tan vacíos que no tienen refugio ni las musarañas. Luego estoy yo, y solo: sin gato, sin perro, sin mujer, sin nada que respire, animal, vegetal o humano, ni me acompañe al menos durante estas calamidades. “Tengo que averiguar de una puñetera vez lo que está pasando, y debo hacerlo ya, que mañana es sábado, sábado 7 de enero, y yo, al menos yo, me voy a coger la bandeja y a repetir la hazaña de superar mi marca diaria de barraquitos. ¡Será posible…! ¡Me cago en la madre que…!”.

Tenso como lo peor de lo peor, respiré hondo, me calmé un ratín y me di la vuelta en la cama pensando que esta sería la última antes de caer rendido. Pero no... Esta vez tampoco. Sin que sirviera de precedente, me propuse ser más astuto. Entonces evité torcer con violencia hacia el otro lado, ¿el del ruido?, y además no lo hice justo después de encender la luz, sino que me acerqué a la otra mesilla de noche, la del otro extremo del cama, a oscuras, dentro de una nube negra. Me arrastré sin que se notara, silencioso, entre la oscuridad sellada de la noche, sencillo, gordo, efectivo, despacito, muy despacito, y conforme me acercaba escuché que allí, en esa mesilla de noche, había diálogo, una mínima conversación, quizá una charla sin violencia, con lindas palabras, con nobleza, en busca de consenso, llana, a por un loable objetivo…

Seguí nadando, lento, poco a poco, en mi miniviaje entre colchas y tropiezos insonoros de almohada hundida. Ello me llevó unos segundos: cuatro, cinco, no más. Me arrimé todo lo que pude, siempre a oscuras, a ese trozo de madera con patas y, nada más apoyar todo mi cuerpo en él, pude escuchar que el libro que estaba apoyado sobre la madera decía al de encima que qué pasaba, que no aguantaba más, que por favor le dijera qué es lo que estaba ocurriendo que se hallaba muy apretado y que, de no arreglarse tal barbaridad de sobrepeso encima de su cubierta portada, iba a empezar a vomitar todas letras, a desarmar los párrafos y las palabras en sílabas, caracteres, puntos, comas … Luego el texto no habría por dónde cogerlo y así seguro que ya no satisfaría a nadie. “La tregua, ¿qué coño pasa? Por qué no me dices quién se ha colocado en la parte más alta, que me ahogo”.

En eso consistía aquella conversación enclenque que no dejaba dormir: Corrección se sintió más escachado de la cuenta, apretado, extenuado, asfixiado, por el peso de los libros que estaban justo encima, lo que atribuyó al efecto de los Reyes. Ahora eran más, al menos uno más, y muy gordo. Corrección solo podía hablar con La tregua, y La tregua se lo trasladó a El mal de Montano, y El mal de Montano se lo explicó a La Regenta, que ya era regordeta. Y esta novela, la que tenía más tablas, se lo comunicó a la nueva, que en sobrepeso aun le ganaba.

Con ese manejo de averiguaciones, de búsqueda de soluciones, los libros apilados estuvieron las mismas horas que en aquella cama no se pudo dormir, hasta que el atraque del hombre duermevela se completó en la inmensidad de la oscuridad, del silencio y de la soledad, y la sencilla y simple atención a aquel diálogo sorprendente, en voz baja y sin tensiones, se cerró con un libro gordo regordete que sale de la pila a la vez que se oye un suspiro acompañado de un largo “por fin, dios mío”.

Luego se produce la marcha del cuerpo cansado al otro lado de la mesilla de noche, al destino de los libros que posan con sus páginas abiertas, ahora espacio vacío y donde aterriza Los buenos amigos de Use Lahoz, pura belleza, gordura y sobrepeso de encanto.

En ese mismo momento de regreso, casi desvelado de por vida, empecé la lectura y, si no llega a ser por los vecinos que llegaron tarde del bodorrio pero no tan tarde como yo deseaba, seguro que me lo hubiera leído enterito sin importarme el empacho.

Lo cerré por la página 611, hice las cosas habituales para llegar digno al trabajo y comprobé que mis favoritos del otro lado de la cama, en la otra mesilla de noche, habían descansado como se merecen tan sabias letras. Tan solo sea por contentar a los que las crearon y a sus futuros lectores.

Resultó que fui feliz sin quererlo, y ahora no sé cómo volver a repetirlo, pues no quiero tener que esperar a los próximos Reyes. A ver cómo me las ingenio. Me faltan más de 300 páginas.

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