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¿Primarias en el PSOE? Sí, pero no sólo

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Juan Rodríguez Teruel

Los recientes acontecimientos han vuelto a reabrir el debate interno en el principal partido de la oposición sobre su orientación estratégica y, particularmente, sobre los mecanismos internos para decidirla. Esto ha devuelto a la mesa pública la consideración sobre la conveniencia de concretar el calendario para unas elecciones ‘primarias’ que elijan el próximo candidato del PSOE a la presidencia del gobierno.

Desde la salida de Felipe González, la renovación del liderazgo del PSOE ha puesto a prueba la capacidad del partido para realizar una sucesión controlada, integradora y, al mismo tiempo, abierta y aceptada por sus bases sociales. Las primarias de 1998 significaron un especie de vacuna anti-primarias para las elites del partido, una prevención más propiciada por la mala gestión que el partido hizo de aquel resultado que por la propia experiencia en sí. La victoria de Zapatero en el congreso de julio de 2000 pareció demostrar la eficacia de la elección representativa frente a la elección directa de todos los miembros. Ciertamente, resultó un proceso competitivo y renovador. Tanto como la elección de Rubalcaba en el reciente congreso de febrero de 2012.

Y, sin embargo, se extiende la sensación de que este sistema hoy es menos satisfactorio y aceptado por la ciudadanía progresista. No ha ayudado nada cómo los socialistas han ido cerrando en falso la designación del primer candidato en las últimas convocatorias (elecciones generales de 2011 y autonómicas de 2012 en Galicia y Cataluña). Más bien estas experiencias han alimentado las dudas sobre la viabilidad de verdaderas primarias en manos de elites que no creen en él. ¿Son las primarias la solución a los problemas del PSOE?

Al plantear primarias en los partidos suele suceder igual que cuando proponemos una reforma electoral: pensamos en la próxima elección concreta y en los candidatos que se verán beneficiados o perjudicados por ello. Según nos convenga o no la predicción de ese cálculo, así nos posicionaremos en el debate. Y con ello perdemos de vista el verdadero papel y la contribución que pueda aportar el instrumento. Por ello,la discusión sobre las primarias debe realizarse, si es posible, más allá de su valor instrumental inmediato para resolver la batalla particular entre dos candidatos o dos facciones del partido. En el fondo de ese debate, se está planteando hasta qué punto los partidos deben cambiar y en qué dirección debe orientarse el cambio.

Con las primarias nos encontramos anteuno de los varios posibles mecanismos que los partidos europeos han utilizado en las últimas décadas para elegir las principales figuras de los partidos. Quizá los ejemplos que puedan resultar más conocidos son los precedentes más cercanos: la elección deSégolène Royal en noviembre de 2006, la del italiano Walter Veltroni en junio de 2007 o la deFrançois Hollande en octubre de 2011. La experiencia francesa parece haber despertado muchas conciencias entre la izquierda española, aunque esto en realidad lleva a un equívoco: las primarias no son una mera importación americana realizada por franceses o italianos, ni resultan algo novedoso, desconocido u original. En realidad, este mecanismo lleva años difundiéndose entre partidos de todo color ideológico y de toda la geografía europea. Las primarias es el futuro que nos viene y que en otros países acumula ya un número de experiencias suficientemente relevante para que podamos extraer lecciones, plantear argumentos y derribar mitos.

Cabe hacer una segunda precisión, en este caso sobre el objeto. ¿Primarias para elegir qué? En un primer momento, el método de elección directa se utilizó para seleccionar candidatos. Pocos han reparado en el hecho de que todo proceso electoral (general, autonómico o municipal) suele comenzar mucho antes del día oficial de la elección. Nuestros representantes empiezan a ser elegidos el día en que son seleccionados por los partidos. Desde esta perspectiva, tiene todo el sentido democrático dejar la decisión en el mayor número de ‘selectores’ posible: los afiliados, los simpatizantes o, los electores en general.

Sin embargo, en la última décadael método de elección directa se ha ampliado a los principales cargos orgánicos de los partidos. No sin resistencias por parte de los aparatos. Con razón: en nuestros partidos europeos, el control real del poder recae sobre los cargos orgánicos. En caso de ensayo, los partidos prefieren comenzar aplicando el método a zonas menos críticas: los candidatos. Al fin y al cabo, un candidato alternativo, ajeno al círculo dirigente del partido, deberá negociar con éste el uso de los recursos para su campaña. Las genuinas ‘oficinas de los candidatos’ sí que son todavía un hecho intrínsecamente americano, nada europeo.

El verdadero sentido del debate entorno a las primarias estriba en su finalidad. Primarias, ¿para qué? ¿En qué mejoran las primarias la elección realizada por delegados en un congreso? ¿Ganar visibilidad para los candidatos y líderes desde el primer momento? ¿Reforzar los partidos reforzando al conjunto de sus afiliados y simpatizantes? ¿Ampliar la transparencia y la eficacia en la selección de los dirigentes y cargos públicos? ¿Hacer más permeable la relación entre partidos y sociedad? ¿Reforzar incluso la idea de Europa?

La proliferación del uso de las primarias abiertas, cerradas, parciales, combinadas y demás versiones suele apuntar una realidad emergente en Europa: la necesidad de los partidos por abrirse más a la sociedad y detener la pérdida de militantes, dándoles mayor voz en las principales decisiones de la organización. Con ese objetivo, a menudo la adopción del mecanismo de elección directa de líderes y candidatos tiene sentido en el marco de cambios internos para favorecer el rendimiento de cuentas, la transparencia, la competición y la participación política. Estos cambios no sólo afectan, por tanto, a la elección de cargos sino también al diseño y aprobación de los programas de los partidos, su cumplimiento en caso de acceder al gobierno, el control de los representantes del partido en las instituciones, la transparencia de la financiación o incluso al papel de los partidos en las relaciones entre Estado y sociedad. En consecuencia, el debate no debería simplificarse entorno a la disyuntiva sobre primarias sí o no. En el fondo, no sólo estamos hablando de qué partidos queremos sino de a qué democracia aspiramos.

La experiencia nos dice aquí que existe una línea divisoria que distingue aquellos partidos que recurren a las primarias como último recurso, improvisadamente y casi forzados por unas malas expectativas que las propias primarias no pueden conjurar, de aquellos otros que apuestan genuinamente por la elección directa de cargos y candidatos en el marco de progresivas reformas en las reglas de juego internas. En estos últimos casos, las primarias son el signo de un verdadero cambio en los partidos. Otra cosa bien distinta es la recompensa por estos cambios: el éxito electoral viene cuando viene, que no es a menudo. Y los efectos internos no tienen por qué conllevar tampoco una transformación abrupta del círculo dirigente de los partidos. A veces incluso sucede lo contrario.

En este contexto de proliferación de las primarias, llama la atención las enormes resistencias al cambio que manifiestan la mayoría de partidos españoles, con contadas y a veces discutibles excepciones. Los relativamente pocos casos de elecciones primarias que se han dado (principalmente en el nivel autonómico y local) suelen ser producto de la incapacidad de la organización por impedirlas. Muchos son los partidos que las convocan, pero muchos menos los que suelen acabar celebrándolas competitivamente. Una vez más, el efecto de la Transición: las reglas del juego político en España protegen a las cúpulas de los partidos y desincentivan a experimentar formas más abiertas de funcionamiento y competición. Tampoco las actitudes de los propios electores contribuyen a ello, premiando a menudo la disciplina de sus representantes frente a la manifestación de la pluralidad interna en los partidos.

Si el marco institucional y la cultura política de los españoles no incentivan a los partidos a asumir riesgos, tampoco deberíamos esperar que los cambios en la elección de líderes y candidatos vengan ocasionados por una presión creciente y decisiva de sus propios afiliados. Como han demostradoalgunos trabajos recientes, el impulso de la democracia interna suelen reivindicarlo los sectores menos implicados en la vida de la organización, los más críticos con los líderes y los que llevan menos tiempo en el partido. Es decir, precisamente aquellos que menos influencia pueden ejercer sobre las reglas internas. Al contrario, a medida que los miembros dedican más tiempo a la vida de estas organizaciones, a medida que aumenta su experiencia y disminuye el potencial de voz crítica (por pragmatismo, por resignación), su talante se vuelve más adaptativo y menos exigente. Aquellos que no asumen la lealtad interna a los partidos, suelen preferir el abandono o la desmovilización antes que la reclamación organizada por cambiar el partido desde dentro.

En la línea de la preocupación por las reformas institucionales que mejoren nuestra democracia, planteamos abiertamente el debate sobre si debemos resignarnos a que los partidos sigan resistiéndose a reformar sus normas internas de funcionamiento. La ley de partidos de 2002 sirvió para ilegalizar a Batasuna, pero no tenemos claro que sirva para auspiciar una mejora en el funcionamiento de los partidos como actores clave de nuestra democracia. Ni siquiera es capaz de propiciar que los casos de corrupción en los partidos se penalicen con la misma contundencia que, por ejemplo, el impago de una hipoteca por parte de una familia modesta. Dado que los partidos hoy pueden ser considerados entidades de utilidad pública, deberíamos empezar a considerar si pueden seguir disfrutando de la abundante financiación pública que obtienen con nuestros impuestos sin que los ciudadanos podamos exigir, a cambio, mayor transparencia y permeabilidad en su funcionamiento. Ahí radica, a nuestro entender, el verdadero trasfondo del debate sobre primarias.

Con todo, la debacle electoral del PSOE debería ser un estímulo decisivo para que los socialistas pierdan el miedo a mayores reformas internas. Al igual que ha sucedido en otros partidos europeos, la actual situación de crisis le brinda una oportunidad sin precedentes para abrir una nueva etapa en la vida política española. Las primarias no son de izquierdas, pero hoy la izquierda española está en disposición de hacer de las primarias una de sus banderas para la renovación política. Las primarias no significan necesariamente renovación de las elites, pero a través de las primarias puede resultar más plausible la circulación interna de los dirigentes y la incorporación de nuevos miembros. Y sobre todo, las primarias no aseguran la victoria electoral en ningún caso. Pero difícilmente un partido abandonado por sus bases sociales hoy volverá a recuperar la confianza de los ciudadanos si rechaza dar a sus afiliados y simpatizantes mayor voz en los asuntos del partido. Y eso significa, sí a las primarias. Pero no sólo.

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