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Entrevista a Ángel Pascual-Ramsay: “Sí, el euro se puede romper si no actuamos para evitarlo.”

Agenda Pública

Ángel Pascual-Ramsay (1973) es, junto con Andrés Ortega, autor de '¿Qué nos ha pasado? El fallo de un país'. Titulado de ICADE, Cambridge y Harvard, ha trabajado en los sectores público y privado. Entre 2008 y 2011 fue asesor de tendencias económicas y geopolíticas globales del Departamento de Análisis y Estudios del Gabinete de la Presidencia del Gobierno. En la actualidad es Director of Global Risks del ESADEgeo-Center for Global Economy and Geopolitics.

El 14N los ciudadanos volvieron a manifestarse en huelga por un cambio en las políticas del gobierno. ¿Hasta qué punto es posible cambiar el rumbo de éstas políticas y resituarlas en el marco de lo que pide la ciudadanía?

Es imprescindible, pero no está claro que sea posible. Ese es el dilema, y lo que hace la actual situación en Europa tan complicada. Merkel y los líderes del norte de Europa necesitan exigir a los países del sur políticas de ajuste que muestren sacrificio para poder mantener el apoyo de sus opiniones públicas al euro; para que se vea que la ayuda financiera no nos está saliendo gratis. Pero esas políticas de ajuste son exactamente lo que la historia económica muestra que no hay que hacer en situaciones de recesión por endeudamiento como la que vive nuestro país; son una receta segura para agravar la crisis. La única solución pasa por un gran pacto a través del cual España y el resto de países de la periferia cedan más soberanía en política económica y presupuestaria a la UE, como garantía de que realmente van a acometer las reformas necesarias, y a cambio lograr un programa de reducción del déficit más gradual, una garantía de financiación a través del BCE y una transición hacia una verdadera unión fiscal y económica. En cierta manera esto ya está sucediendo pero va demasiado lento, y existe el riesgo de que el descontento social acabe por minar el proyecto europeo antes de que de tiempo a reconstruirlo.

En un artículo reciente afirmabas que España debe asumir la responsabilidad de modernizarse. ¿Cuáles serían las 5 reformas prioritarias en este momento?

Efectivamente. España debe salvarse a sí misma, y el primer paso es dejar de buscar culpables externos y chivos expiatorios. Que otros pudiesen estar ayudando más no quita que la principal responsabilidad de lo que nos ha ocurrido es nuestra, y que por tanto la única forma de salir es reformando nuestra propia casa. La nuestra es una economía poco competitiva, con una excesiva concentración en sectores de baja productividad y con una clase empresarial poco dinámica e innovadora. Padece de una escasa cultura de la competencia y un insano corporativismo, facilitados por una excesiva y perniciosa connivencia entre lo público y lo privado, que conforman lo que en otras ocasiones he llamado un ‘mercantilismo plutocrático’, que se mantiene gracias a la alineación de intereses de las élites políticas, económicas y de todo tipo que tienen secuestrado un sistema que funciona en su beneficio. Pero esto se ha acabado; la enorme transformación económica que crea la eclosión de las economías emergentes implica reformarse o languidecer. España necesita, efectivamente, un ´big bang´ reformista que libere la energía creativa del país, que actualmente se encuentra bloqueada por el corporativismo. Pero más que dar una lista de reformas ‘deseables’ me parece más importante y prometedor identificar un ‘principio regidor’, que guíe el tipo de reformas que necesitamos.

Creo que ese principio debe ser el de una radicalización democrática que ancle en las instituciones que rigen la vida económica y social del país los intereses de la mayoría, y no los de una minoría como hasta ahora. Una primera ‘gran reforma’ que creo podría resultar de este proyecto sería la democratización de la innovación, la difusión de las herramientas que permiten innovar a un mayor número de ciudadanos y empresas en nuestro país. Hasta ahora, las prácticas e instrumentos que permiten innovar han estado al alcance de pocos en España: las grandes empresas y las élites mejor educadas. En España demasiados pocos tienen acceso a las prácticas y los recursos que han generado un Google o un Apple. Al restringir el acceso a las palancas que generan innovación y crecimiento, esta desigualdad de acceso limita enormemente el crecimiento económico. Para generar una verdadera transformación productiva es necesario ampliar el acceso a los instrumentos que permiten la innovación a una base mucho más amplia: a la mayoría de PYMES que forman la base del tejido productivo y de la generación de empleo; a la mayoría de trabajadores que no han tenido acceso a los nichos de excelencia donde se aprende y pone en práctica la innovación; y a los estudiantes que no tienen acceso a los centros donde se enseñan y comparten los instrumentos y prácticas de colaboración competitiva que equipan para innovar. La clave es desarrollar nuevos mecanismos públicos (leyes, políticas, servicios, programas, mecanismos…) y privados que creen fáciles vías de acceso a los instrumentos que permiten la innovación y que den acceso a ésta a una base mucho más amplia de personas y empresas. Sería prioritario poner todos los mecanismos del Estado al servicio de este proyecto de ampliación de las oportunidades, de hacer accesible a la mayoría las herramientas que permiten innovar.

Extender a una base más amplia el acceso a los instrumentos que permiten la innovación es también la forma más efectiva de asegurar una distribución más justa de la riqueza que creamos en sociedad. Dicho de otra manera, hay que transformar el sistema productivo para que sea éste el que genere riqueza de manera más amplia, sin fiarlo todo a una redistribución, que las dinámicas políticas hacen cada vez más difícil (en parte porque, a diferencia de otros países como los nórdicos, las clases medias aquí luego no están dispuestas a pagar los impuestos necesarios para redistribuir y costear servicios públicos que no consumen.). Hay que profundizar en la democratización de la economía de mercado. Democratizarla, y no sólo regularla. El mecanismo para lograrlo pasa por una profundización de la democracia en las instituciones sociales, políticas y económicas. Por anclar los intereses de la mayoría en las instituciones que rigen la vida económica y social del país. Es decir, la otra cara de la moneda de una economía más democrática es una mayor democratización de nuestras instituciones democráticas; una democracia de alta intensidad.

Si me preguntas por algunas reformas ‘concretas’ a las que podría llevar este proyecto de radicalización democrática en nuestro país podrían, creo que las cuatro más importantes serían: i) la liberalización de los mercados de bienes y servicios para reducir el poder de las grandes concentraciones empresariales y la connivencia ilícita entre lo público y lo privado, e impedir la la actual extracción de rentas por parte del gran empresariado en detrimento de consumidores, Pymes y emprendedores; ii) una reforma del Estado, incluyendo la Administración Pública, el modelo autonómico y la justicia, para solucionar el hecho de que nos enfrentamos a los retos del siglo XXI con unas instituciones, una Administración y un funcionariato del siglo XX, si no del siglo XIX, iii) transitar hacia un modelo social/laboral que proteja personas y no puestos de trabajo, aunando flexibilidad y eficiencia económica con seguridad vital, quizás con un sistema de rentas mínimas, con el Estado, y no un contrato laboral, como garante de los derechos sociales; y iv) una verdadera reforma fiscal que grave las manifestaciones de riqueza del siglo XXI (capital, consumo, uso del medio ambiente) y realmente capture las rentas altas, articulando un régimen anti-fraude más severo para hacer aflorar ese más de 20% de economía informal, para que tribute y contribuya a la construcción del país, y, acompañado de una redistribución por el lado del gasto público, lance la señal de un sistema más justo. Y abandonar el mantra conservador de que bajos tipos fiscales son esenciales para atraer inversión. Si España logra generar un entorno de alta innovación, será atractivo para el capital y los proyectos de inversión, aunque tenga un tipo de tributación alto. Alemania y los países nórdicos son claros ejemplos de que los impuestos no son un elemento determinante si existen otros factores que hacen la inversión atractiva.

¿Es imprescindible volver a los tiempos de los pactos de Estado para desarrollar esta modernización del país? Parece que también en esto los partidos están alejados de las demandas de la ciudadanía.

No estoy del todo de acuerdo. No suscribo la veneración de la cultura del pacto. Los grandes cambios muchas veces hay que hacerlos con valentía rupturista. Cuando una sociedad necesita una profunda transformación, que en efecto requiere acabar con intereses creados, la ruptura y la confrontación democrática puede ser la única vía; políticamente, la confrontación es a veces inevitable para el cambio. Roosevelt fue un ‘enemigo’ declarado de la derecha norteamericana pero no se amilanó a la hora de implantar su New Deal. Lo mismo con Clement Atlee y Beveridge, que crearon el primer estado del bienestar moderno en Gran Bretaña enfrentándose a capa y espada a los conservadores. Lo que hay que lograr es un apoyo social mayoritario para el proyecto que le de legitimidad y viabilidad política. No ‘moverse al centro’ sino ‘mover el centro’. Algo que no debería ser tan difícil porque lo está reclamando la mayoría social y electoral del país, que ha concluido, con razón, que es perdedora del sistema socioeconómico actual y que reclama una alternativa real. Dicho eso, también confieso que me preocupa los efectos que esta confrontación política podría tener en un país profundamente fracturado en términos políticos, ideológicos e identitarios como España. No estoy seguro de que nuestra cultura y procesos democráticos estén lo suficientemente asentados como para canalizar de forma cívica y constructiva una potencial confrontación política.

¿Hasta qué punto tenemos libertad de movimiento para llevar a cabo estas reformas? Parece que la única dirección posible es la que marca Alemania y el BCE.

Efectivamente, pero es comprensible. Alemania, con razón, no quiere correr el riesgo de que su compromiso con el euro acabe por quebrarle a ella también. Antes de comprometerse a una mayor unión fiscal, que en efecto la haría garante de las deudas de sus socios, quiere asegurarse de que los países de la periferia han acometido el redimensionamiento de su gasto social y las reformas estructurales necesarias para no ser una zona crónicamente deficitaria que Alemania deba sostener ad-infinitum. Es razonable. El problema, insisto, es que lo que Alemania racionalmente exige lleva a España al desastre, porque lo que nuestro país necesita con urgencia es crecimiento y empleo, y la historia muestra que en recesiones como la actual la austeridad es la peor medicina y las reformas estructurales no generan crecimiento a corto plazo.

Antonio Estella publicaba esta semana en Agenda Pública que el problema de la UE es que no sabe concretar la desconexión entre quien paga y quien decide. Al final, ¿todo se reduce a un problema de diseño institucional?

No, no creo que ese sea un diagnóstico acertado. Creo que en el análisis político (como en la vida) hay que diferenciar entre lo ideal y lo real o posible. El no hacerlo, además de conducir a la frustración, puede ser peligroso, pues crea una expectativas irrealizables que acaban por minar la confianza en un proyecto que en otros aspectos puede ser viable. Quejarse de una desconexión entre el que paga y el que decide ignora la realidad del funcionamiento de la UE que, nos guste o no, no es aún un Estado federal, y donde los intereses nacionales, aunque no son los únicos, priman. El que más aporta más poder tiene. Quizás no sea políticamente correcto decirlo, pero es obvio. No entenderlo es de una inocencia preocupante. No digo que esto sea justo o injusto; simplemente que es así. La realidad es como es, no como nos gustaría que fuera o debería ser. Y la política se mueve en el ámbito de la realidad y de lo posible, no de lo ideal.

Además, aunque efectivamente el diseño institucional de la UE es imperfecto y no existen mecanismos de ajuste e instituciones que ayuden a gestionar los desequilibrios entre regiones económicamente heterogéneas, un diseño que posibilitara estas transferencias fiscales en el seno de la UE no subsanarían el problema de fundamental de España, que es la falta de dinamismo de nuestra estructura económica. La prueba más obvia es que tras dos décadas de fondos de cohesión y estructurales, España no ha construido un modelo productivo dinámico que produzca crecimiento y empleo de calidad. Tampoco creo que se pueda responsabilizar de nuestro predicamento al BCE. La reticencia del BCE a actuar de prestamista de última instancia y la dificultad de España para acceder a los mercados de deuda a un coste razonables es un problema acuciante, pero no el de fondo, que es nuestra falta de potencial de crecimiento. La prima de riesgo es síntoma, no causa del problema. Si el BCE comprara masivamente nuestra deuda o actuara como prestamista de última instancia, el paciente España seguiría enfermo. Y una mayor rebaja de tipos de interés apenas tendría impacto, pues en una recesión de endeudamiento la prioridad es reducir deudas, no obtener crédito barato para inversión o consumo. En el Reino Unido el Banco de Inglaterra hace lo que se pide al BCE pero el país sigue en dificultades.

La crisis del modelo económico ha dejado al descubierto la debilidad del pacto político. ¿Está en entredicho el futuro del euro?

Sí, el euro se puede romper si no actuamos para evitarlo. Pero, de nuevo, la solución no es, pese a lo que muchos quieren pensar, ni fácil ni obvia. Los ciudadanos alemanes no van a apoyar, con razón, una unión monetaria que consista una transferencia de riqueza permanente, sine die, a los países del sur de Europa. Existe un miedo atávico allí a ‘perder los ahorros’, que les viene de sus procesos hiperinflacionarios en los años 30 y 40. Y pueden estar empezando a pensar que, aunque quieran, mantener una Unión con unos países crónicamente deficitarios como los del sur por su incapacidad para crecer puede poner en peligro su propia solvencia. Y no lo van a aceptar. Creo honestamente que Alemania está intentando salvar el euro, pero a cambio quieren apretarle las tuercas a los países del sur para que esto no vuelva a pasar. Pero, como ya he dicho antes, el dilema es que esos ajustes agravan la crisis económica y social en los países en dificultades, y pueden no ser sostenibles por el lado social. Los analistas económicos que están diseñando los planes en Berlín y Bruselas no parecen ser del todo conscientes de que todo ajuste tiene un lado económico/político, pero tiene otro lado social. Y es posible que las ciudadanías del sur no aguanten año tras año de ajuste, especialmente tras treinta años de políticas neoliberales que han llevado a un incremento de la desigualdad, un estancamiento de las rentas de las clases trabajadoras y medias y una resolución de la crisis financiera que es percibida como muy injusta. A los ciudadanos griegos se les está prometiendo una década de dolor para, al final del esfuerzo, estar aún enormemente endeudados (120% del PIB en 2020). ¿No sería ilógico que, sin luz al final del túnel, decidieran no adentrarse en él? E igual actitud pueden tomar los países que vengan detrás: Portugal, Irlanda, Italia,… ¿España? Si los gobiernos de los países periféricos se ven atrapados al final entre tener que satisfacer a sus acreedores externos o sus votantes, antes o después acabarán por responder a sus votantes. Eso significaría dejar pagar la deuda, lo que podría conllevar una quiebra desordenada, lo que podría llevar a tener que imponer controles de capital para evitar que el país se descapitalizase, lo que significaría de facto la salida del euro. Dicho de otro modo, a veces un escenario parece imposible, pero se vuelve perfectamente factible si se ve como el resultado de la concatenación de una serie de acontecimientos, cada uno de ellos perfectamente posible. Una quiebra desordenada de Grecia es posible porque, como se está viendo, los griegos no van a aguantar los ajustes durante años, que es lo que les tocaría. Eso les podría llevar, insisto, a abandonar el euro, primero por la fuga de capitales y segundo para poder devaluar y crecer, pues el problema con Grecia no es tanto la deuda sino las perspectivas de un crecimiento anémico. Si Grecia sale del euro, es posible que el efecto contagio fuerce la salida de otros detrás, por ejemplo Portugal. Y si han salido uno o dos países, es razonable pensar que los inversores ya no vean el euro como una moneda segura y empiecen a considerar por descontado que se rompe, lo cual podría convertirse en una profecía que se cumpla a sí misma.

Ante este escenario, buena parte de la comunidad política está ‘en negación’. La principal razón que se da por la que el euro no se puede romper es porque, se dice, es ‘inconcebible’ porque los costes serían ‘enormes’. Pero que la ruptura del euro tuviera un elevadísimo coste económico y político no es razón por la que no pueda pasar. La historia está llena de casos en los que las graves consecuencias no han sido impedimento para que algo ocurriera. La otra razón que a menudo se esgrime para dudar de la supervivencia del euro es que su final sería tan costoso para Alemania como para hacerlo inasumible. Pero quizás no sea así. Sus bancos se llevarían un golpe por la quita/quiebra de la deuda del sur, pero el Estado alemán tiene la solvencia para poder sostenerlos. Y la revalorización de su nueva moneda encarecería sus exportaciones, pero Alemania fue capaz de exportar con un marco fuerte y lo volverían a hacer. Además, sus mercados de mayor crecimiento son China, Rusia, Brasil, Turquía…, no Grecia o Portugal. Ven cada vez más Europa, por lo menos el sur, como un lastre; un pozo económico sin fondo, y cuyos mercados de exportación no justifican, a futuro el coste de mantenerlos.

En resumen, la ruptura del euro es posible. Y lo peor es que hay una solución clara sobre cómo evitarlo. Unión fiscal, eurobonos, Tesoro único… son todo soluciones que requieren el apoyo de los ciudadanos del norte de Europa y éste simplemente no está ahí. Decir ‘más Europa’ significa Eurobonos para los países del sur, mientras que para los del norte ‘más Europa’ significa más disciplina fiscal para los del Sur. Los intereses simplemente no están alineados. La única solución, y en la que España debe liderar, es como he dicho antes, ofrecer un ‘gran pacto’ en el que los países del sur se comprometen de verdad a poner su casa en orden y exigir a cambio a los del norte una integración fiscal en serio entre un núcleo duro del euro.

Creo que advertir del riesgo de ruptura del euro no es contribuir al alarmismo sino lo contario; un ejercicio de responsabilidad para advertir de la posibilidad real del desastre y tomar medidas decisivas para evitarlo, porque, digásmoslo, la ruptura del euro sería un desastre para Europa, y más aún para España.

Un año después de abandonar la Moncloa, parece que la caída libre del PSOE no tiene final. ¿Cómo volver a conectar las clases medias con las propuestas socialdemócratas?

La crisis ha sumido a la sociedad española no sólo en un parón económico sino también en una crisis de confianza en las capacidades del país. Las clases medias y trabajadoras observan con impotencia un mundo cada vez más inseguro en lo social y en lo económico; una sociedad dónde se ha generado en las últimas dos décadas mucha riqueza pero de la que la mayoría no ha sido partícipe. A pesar de la extensión de derechos y libertades formales, los ciudadanos sienten que sus vidas, su presente y su futuro, están cada vez más controlados por fuerzas y poderes que ni entienden ni pueden controlar. La ciudadanía busca en sus representantes públicos, y especialmente en las fueras progresistas que tradicionalmente han canalizado esta ambición transformadora, respuesta a estas incertidumbres, nuevos modelos que permitan combinar el dinamismo y la capacidad de generación de riqueza de la economía de mercado con la seguridad, calidad de vida y justicia social que definen a las sociedades europeas de nuestro tiempo. Hay pues un ansia real de nuevas ideas, de nuevos modelos sociales.

Sin embargo, ni el PSOE ni el resto de partidos socialdemócratas en Europa están sabiendo dar respuesta a este ansia de cambio. Durante las últimas dos décadas las fuerzas conservadoras han construido un discurso alrededor de la ineficiencia de los servicios públicos y del desprestigio de lo público en general, y, allá donde pueden, van deshaciendo los logros del Estado del Bienestar e imponiendo su modelo. Un modelo que venden como flexibilidad pero que no es más que la universalización de la inseguridad – social y económica – para la mayoría; una mayoría que se considera clase media pero que en realidad se ha convertido en la nueva clase trabajadora del siglo XXI, con inseguridad laboral y salarios que apenas crecen en términos reales.

Ante este reto, los progresistas nos hemos visto reducidos a un egalitarianismo meramente teórico enclaustrado en un conservadurismo institucional que ha abandonado la ambición de generar cambios en las estructuras e instituciones sociales. Esta autodestructiva tendencia a la humanización de lo inevitable se ha convertido en la principal barrera a la ambición transformadora que hoy necesita el mundo y que la izquierda puede y debe representar. A los ojos de los electores, aparecemos con un programa que es el de nuestros adversarios conservadores con un mero ‘descuento humanizador’. Nos hemos ido retirando de nuestras aspiraciones de transformación social hasta la última trinchera, reducidos a defender como única ambición la protección de un sistema de transferencias sociales de los que más tienen a los menos privilegiados, intentando, cada vez con más sacrificios, combinar la flexibilidad económica del modelo americano con la protección social del modelo europeo. Pero la crisis ha puesto fecha de caducidad a este intento. La próxima década va a ser testigo de una renovada presión sobre el Estado y sus capacidades, de origen tanto ideológico como financiero ante las presiones que ya vivimos para la reducción del gasto público. El modelo de intentar combinar la flexibilidad con la seguridad está agotado. Hacen falta ideas más transformadoras. Un cambio de discurso y de modelo, innovador y pragmático, es necesario y es posible.

La izquierda está en posición de darlo si recupera su ideario original y su objetivo principal, que nunca fue sólo reducir la inseguridad o la desigualdad sino la emancipación: dar a cada hombre y mujer la capacidad para vivir una vida con sentido libremente elegida. Esta ambición tuvo en su día que ser aparcada para conquistar necesidades más apremiantes - la igualdad política en el s. XIX y un mínimo nivel de protección social en el s. XX a través del Estado del Bienestar. Sin embargo hoy para los progresistas preservar esos logros pasa por retomar a nuestra ambición original: el empoderamiento de los ciudadanos, su emancipación. Esa debería ser la seña de identidad del progresismo siglo XXI. Su objetivo no debe limitarse pues a la reducción de la desigualdad a través de la redistribución; debe ser la mejora de las capacidades de los ciudadanos y la ampliación de las oportunidades, la democratización de la innovación. Este ha de ser el marchamo del progresismo español del s. XXI.

Pero si el PSOE y la socialdemocracia no dan una respuesta a este ansia transformador, creo que pueden correr el riesgo de desaparición, tal y como le sucedió a los partidos liberales a finales del siglo XIX, que no supieron conectar con la transformación social que se estaba gestando en su entorno y fueron reemplazados por los movimientos socialistas y socialdemócratas como portadores de la bandera del cambio.

En el libro que publicas junto con Andrés Ortega, ‘¿Qué nos ha pasado? El fallo de un país’, defendéis que una de las claves del futuro de la socialdemocracia debe ser “dar poder a los ciudadanos”. ¿Cómo se puede materializar este empoderamiento si la toma de decisiones se sitúa fuera de nuestras fronteras?

He hablado antes sobre la necesidad de una radicalización democrática de las instituciones que rigen nuestra vida económica y social y de la necesidad de superar la dictadura de la falta de alternativas. La clave no es la filiación geográfica, sino la capacidad de generar un movimiento social y político transnacional que vuelva a anclar los intereses de la mayoría de las clases trabajadoras y medias, de la mayoría social y electoral que ahora es perdedora de este sistema, en las instituciones y las estructuras políticas y económicas. Dicho eso es cierto que en la UE tenemos un problema de legitimidad democrática, puesto que se están vaciando las democracias nacionales sin ser sustituidas por una verdadera arquitectura institucional democrática en la UE.

¿Cómo podría plantear la izquierda las reformas de las que hablábamos al principio? Hay decisiones que pueden chocar con alguno de sus aliados tradicionales como los sindicatos, o directamente ser impopulares.

La izquierda debe tener vocación emancipadora y transformadora y en ese proyecto no debe dudar en enfrentarse a colectivos e instituciones que, no importa su origen, puedan hoy ser parte del problema y no de la solución, al defender los intereses corporativistas de una minoría. No digo que los sindicatos lo sean necesariamente. Pero que en el caso de que lo fuesen, serían contrincante y no aliados de este proyecto transformador. La línea divisoria hoy es entre perdedores del sistema (la mayoría) y ganadores (las élites económicas sobre todo, pero también algunas de las políticas, sindicales, culturales, etc.).

Un buen ejemplo de transformaciones que pueden chocar con intereses creados es la modernización del Estado del Bienestar. Hay que reinventar la provisión de los servicios del bienestar para el siglo XXI, para hacerla universal, viable, más eficiente, y para liberar al Estado y sus recursos de la provisión de servicios que pueden ya ofrecer otros agentes (no necesariamente privados, pensemos en el tercer sector) para proveer aquellos servicios que ni la sociedad civil ni el sector privado puede ofrecer. Más que intentar mantener el actual sistema, y retroceder cada vez más en la trinchera, la izquierda debería aspirar a transformaciones profundas que, manteniendo y ampliando los objetivos (la garantía del Estado de la provisión universal y de calidad de los servicios sociales básicos), superen las actuales dificultades; ni diezmarlo ni preservar a toda costa aspectos que quizás ya no sean razonables. Por ejemplo, debe abrirse a nuevos procesos de gestión profesionalizados en los servicios públicos, y a una cultura de la evaluación del trabajo de los funcionarios públicos que permita inculcar una verdadera cultura de servicio al usuario/ciudadano. Tampoco debe tener miedo a la colaboración del sector privado donde sea eficiente hacerlo y no ponga en peligro la naturaleza pública del sistema. Y debe rechazarla sin complejos cuando enajene el derecho a prestaciones universales y gratuitas de calidad y corra el riesgo de crear clases de ciudadanos: los que se pueden permitir servicios privados y los que no, algo que acaba deslegitimando los servicios públicos a los ojos de los que no los utilizan, y a la larga minando el apoyo y la viabilidad a esa gran conquista que es el Estado del Bienestar.

Por último, ¿cuál crees que debería ser el papel de la izquierda en una hipotética reforma del sistema autonómico?

Garantizar una articulación del Estado que refleje España como lo que es: un país diverso, pero construyendo una arquitectura institucional que subsane las deficiencias que son ya imposibles de obviar. Para ello es esencial más y mejor coordinación entre el Gobierno central y las administraciones locales y autonómicas. Existen ya algunos mecanismos para ello, pero la falta de cultura de pacto y de lealtad institucional ha impedido que hasta ahora funcionasen como deberían. Hay que crear otros, pero lo que no debe permitirse es que se utilice la coartada de la racionalización económica para desmontar el Estado descentralizado que España es y necesita por su realidad histórica y sociológica. Hay que recordar que no es el Estado de las Autonomías lo que ha generado el déficit de las CC AA, sino su mala gestión. La descentralización es perfectamente compatible con un mercado eficiente y dinámico, como prueba el hecho de que la más potente economía europea, Alemania, es un país muy descentralizado, pero que ha ido revisando su modelo. El modelo de Estado debe por tanto respetar la autonomía en la gestión de las CC AA y el Gobierno central debe permitir que en cada una de ellas se desarrollen soluciones diversas a los retos económicos y políticos, identificar las de más éxito y difundirlas en el resto del país. La diversidad es fuente de riqueza, también en esto. Pero debe gestionarse con mayor eficiencia, coordinando las políticas y las instituciones para asegurar que se cumplen los objetivos mínimos de servicio a los ciudadanos y la unidad de mercado.

Quizás el aspecto más complicado de todo este proyecto es la necesidad de construir una identidad nacional con la que las diferentes regiones de España se sientan identificadas; una idea de país, un proyecto cívico compartido que vertebre y una al país en un marco europeo repensado. Sin ello, será imposible construir un entramado institucional sostenible.

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