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Entrevista a Fernando Vallespín: “Se nos ha caído toda la legitimidad de la clase política”

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Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. Además, ha sido profesor visitante en las universidades de Harvard, Heidelberg y Frankfurt. De 2004 a 2008 fue presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas, y en la actualidad es Director Académico del Instituto Universitario de la Investigación Ortega y Gasset.

Agradecemos su colaboración a Joan Anton Mellón, catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

La primera pregunta tiene que ver con el grupo de investigación sobre las consecuencias políticas de la crisis económica en el que eres investigador principal. ¿Tenéis ya unas primeras conclusiones?

Estamos todavía, en gran medida, tratando de definir el impacto de la crisis sobre algunos aspectos de la política. El primero y más evidente tiene que ver con lo que, en términos muy generales, podemos llamar la legitimidad de la democracia. En cierto modo lo que ha demostrado la crisis económica es la dependencia creciente de lo político respecto de la economía y, por tanto, digamos que hay como un choque de legitimidades.

La economía se monta sobre criterios exclusivamente de eficiencia y además con una dimensión internacional, o sea la economía es global, mientras que la política es local, particularista. Esta incardinada en diferentes Estados y se sostiene sobre principios que son distintos del de la eficiencia. Esto está generando una importante descompensación entre lo que exigen los contenidos normativos de la democracia y, por otra parte, lo que ocurre en la realidad. Si queremos gobernarnos democráticamente es porque queremos tener algo que decir sobre aquellas cuestiones que afectan a nuestra vida como colectivo. Ahora, por el contrario, nos encontramos con una creciente pérdida de control democrático sobre aspectos fundamentales que nos afectan directamente como son los económicos. El núcleo legitimador básico de la democracia se ha roto. Y esto se va trasladando, poco a poco, a otras dimensiones de los sistemas democráticos, como puede ser todo el esquema de representación política.

La representación política está instituida sobre la base de que quienes ostentan la representación representan a sujetos, a ciudadanos, no a estas fuerzas anónimas del mercado. Lo que ocurre, sin embargo, es que la acción política hoy parece que sirve única y exclusivamente para administrar o gestionar este otro sistema. Y esto tiene un efecto, que a mí me parece que es tremendamente grave, porque no sólo afecta a la credibilidad de la política, sino a la misma distinción entre política y administración, que ya está rota. Lo político se suponía que era creativo, que estaba apoyado en valores, en la fijación de objetivos, mientras que ahora nos encontramos con que lo político es puramente defensivo y se reduce a gestión, a la gestión de la escasez. Se nos ha caído toda la legitimidad de la clase política y, en gran medida, la desconfianza creciente hacia los políticos hay que imputarla a este origen.

Junto a esto hay otro elemento que la gente va percibiendo cada vez más, que aquellos a quienes votamos no deciden sobre nuestras vidas, mientras que los que sí deciden sobre ella no son votados por nadie. Esto conecta con otro punto que a mí me parece fundamental, la cuestión de la representación política. La representación se monta sobre la idea de que existen un conjunto de intereses generales o de determinados grupos, que son susceptibles de ser promocionados con mayor o menos eficacia. Hoy, sin embargo, hemos tomado conciencia de que muchos de esos intereses no pueden ser salvaguardados, sencillamente porque hay otros intereses que interfieren en la promoción de los nuestros.

Por decirlo de otra manera: cada vez es más evidente que el interés general no es un interés que se tenga en cuenta a la hora de tomar decisiones políticas, sino que frente a ellos se interponen otros intereses exógenos; en nuestro caso, por ejemplo, los intereses objetivos de la economía alemana. La economía alemana tiene una serie de objetivos que cumplir para los cuales instrumentaliza a los países del sur europeo: “Cómo compartimos moneda y estamos interesados en salvaguardar la fortaleza de esta moneda, tenéis que adoptar un conjunto de medidas que no son realmente en vuestro interés, pero habéis de hacerlo en todo caso”. Por esto me interesó mucho lo que decía Soros, que la condición para que se salve el euro es que Alemania salga de él, o bien que adopte la posición de hegemón benevolente para gestionar los intereses de todos, algo que hasta ahora no hace, ya que simplemente se limita a salvaguardar sus intereses propios.

Desde una perspectiva más micro, los problemas de la democracia tienen mucho más que ver con la falta de credibilidad de las instituciones políticas derivada, en gran medida, del hecho de que en el mundo en el que vivimos no existe ninguna institución que sea capaz de soportar el escrutinio permanente al que se le va sujetando. Antes tenían autoritas, en gran medida, porque no se sabía cómo se adoptaban las decisiones y qué es lo que pasaba dentro de las instituciones. Ahora sabemos lo que ocurre dentro de un ayuntamiento, por ejemplo, porque conocemos cómo se negocian los intereses, y esto crea una importante erosión de la legitimidad. Pero además hay una cosa, que no se si es suficientemente percibida por la población general, al menos de forma consciente. No hay ninguna película, ningún libro, ningún reportaje sobre los grandes poderes económicos donde no se desvele alguna de las formas de corrupción o de prácticas desviadas y autointeresadas en las que están inmersos. Hace poco Xavier Vidal Folch publicaba un artículo en El País donde se denunciaba que ni siquiera la banca suiza y alemana siguen las prácticas o las regulaciones que supuestamente existen, sino que se valen de ellas para distorsionarlas y ajustarlas continuamente a sus intereses.

Este tipo de prácticas y de percepciones nos ubican ante una situación de nihilismo político puro. No podemos creernos nada. De ahí este desapego creciente y, sobre todo, la importante crisis del sistema de representación política. Y digo que es grave, porque no hay una alternativa. No hay una alternativa ideológica ni existe una alternativa de reorganización de las instituciones. La alternativa pasa por poner patas arriba el sistema tal y como lo conocemos y hoy por hoy no hay ningún partido político que se arriesgue a ir con un programa de este tipo a unas elecciones. Puede hacerlo, claro, pero las perdería porque la gente, como los gobernantes, no ven más allá de una legislatura. Esto se lo podría permitir un sistema no democrático. Un sistema democrático es cortoplacista. China se lo puede permitir, puede programar a 50 años vista, nosotros no. Nosotros programamos a 2 años vista como máximo.

De hecho se dice que Monti ha sido un buen Presidente porque no se “debía” a los ciudadanos y por ello ha podido tomar una serie de decisiones que de alguna forma han conseguido una confianza de los mercados y de otros países (Alemania) en Italia.

Esto tiene que ver con este tema de la política frente a la tecnocracia: si la política se limita a gestionar, o si, por el contrario, debe tratar de realizar determinados objetivos específicos de forma autónoma, tratar de aspirar al interés general, etc. Lo que demuestra Monti es, por un lado, que el sistema político italiano se ha autodestruido, y que el problema no es de Monti, el problema es del resto del sistema político italiano que no ha tenido la capacidad de generar confianza. Y por otro lado, demuestra la teoría de la dependencia que existe ahora mismo en Europa entre el sur y el norte. Europa tiene la capacidad para imponernos una forma de gobierno, incluso gobernantes específicos y, sin embargo, nosotros no tenemos la capacidad de reaccionar frente a ello.

Cómo vinculas la deslegitimación de la democracia con tu nuevo libro y el hecho de que cualquiera puede, de alguna forma, opinar pero que ello hace que no se mantenga “la verdad”. Y que ello esté pasando cuando parece que más gente está participando de la conformación de la opinión.

El sistema democrático es el gobierno de la opinión, funciona a partir de lo que la gente opina. Si esto es así, la cuestión central es ver cómo se fundamenta la opinión, cómo se construye. La cuestión es si la opinión se fundamenta sobre una lectura común de la ciudadanía respecto a una realidad que se nos ofrece de una manera objetiva o si, por el contrario, la opinión se construye a partir de caprichos o de una descuidada y distorsionada percepción de lo real. Se tiende a adoptar una opinión como se puede comprar un jersey rojo o malva, porque encaja con nuestra visión de nosotros mismos o nuestros “gustos”. Y por otra parte, preguntarse sobre qué es lo no opinable en un sistema democrático. Porque un sistema democrático sólo tiene sentido si las cosas pueden ser de otra manera, si existe una mínima contingencia. Precisamente por el ejemplo que pongo en el libro. Un piloto no somete a decisión, votación, cómo haya que aterrizar; las decisiones científico-técnicas se excluyen de la deliberación democrática.

Lo que estamos observando ahora es que hay un contraste y una separación cada vez mayor entre un tipo de actitudes y otras. Por un lado se nos van imponiendo como necesarias todo un conjunto de decisiones que son, en principio, discutibles, como las que Monti impone en Italia, o las que este gobierno nos impone a nosotros. Y ello significa que cada vez es mayor el número de cuestiones respecto de las cuales no cabe opinar, porque son obligatorias y se sujetan a un criterio de “verdad”. Pero, por otra parte, está proliferando a la vez una opinión que no se sostiene literalmente sobre nada. Una opinión gratuita, donde la opinión sobre lo que sea la realidad ha acabado por suplir a la realidad en sí misma. Ésta pierde así todo componente de verdad y queda al albur de lo que cada uno disponga que es. Vivimos en un mundo cultural muy individualizado donde la opinión forma parte de este aparataje casi esteticista a través del cual el sujeto se ve a sí mismo y se presenta ante los demás. Y esto atenta contra la idea de deliberación en un sentido estricto, como el intento por acceder entre todos a una mayor reflexividad.

Luego está un fenómeno que también es muy propio de nuestro tiempo que es que el mundo, generalmente, no se refleja de forma no opinada. No se nos dan noticias, sino que las noticias aparecen ya presentadas para conducir a una opinión sobre lo que ocurre. Entonces claro, la gente que tiene acceso a determinados medios de comunicación y no a otros, acaba por tener una percepción/opinión del mundo que no coincide con la de los otros. Nos estamos encontrando por primera vez en nuestra historia con que ya no participamos de un mundo común. La gran ventaja de la ciudad-estado griega era que uno sabía quién era quién, uno tenía la misma experiencia de las cosas y se podían tener opiniones distintas pero no se negaban los hechos. Ahora el problema es que según donde nos informemos el mundo se nos presentará de una forma que condicionará nuestras opiniones y las opiniones de otros, con lo cual es muy difícil acceder a un mínimo de “mundo común” que nos permita, a partir de ahí, poder construir un espacio público participativo, deliberativo.

¿Cuál es tu opinión sobre la investigación en el ámbito de las ciencias sociales y su capacidad de impactar en la opinión pública? ¿Mejoraría toda esta deliberación si se tuviera más en cuenta esta investigación?

El problema es que la ciencia social forma parte del sistema científico mientras que el espacio público se alimenta a partir de opiniones, de opinadores, que no tienen una conexión con los científicos sociales. Es muy raro que los resultados de los grupos de investigación acaben accediendo al espacio público, salvo cuando ellos, los opinadores deciden, y tal y como ellos deciden.

Siempre pongo el ejemplo de Hobbes, pues fue el primero que se dio cuenta de esto. Podía decir algo así como “Yo he dado con una fundamentación científica de la política pero si yo quiero acceder al gran público tengo que envolverlo en retórica, en metáforas, etc. Tengo que utilizar otra estrategia”. Entonces, el problema que tenemos los científicos sociales que queremos que el resultado de nuestra investigación tenga un impacto sobre lo público es que tenemos que dejar de presentarlo como si fuera científico, “vulgarizarlo”, filtrar nuestro conocimiento de tal manera que después pueda ser accesible al común de los ciudadanos, y esto es lo que no solemos hacer. ¿Cuántos ciudadanos leen nuestras investigaciones? Las leemos entre nosotros y, además, no siempre, generalmente sólo sobre el tema específico que nos interesa y cada vez menos sobre otros temas que no sean de nuestra especialidad. Se investiga, pero no se estudia, y ésta es una distinción muy importante. Porque uno estudia cuando lee a Max Weber, por ejemplo, aunque esté investigando sobre inmigración, y eso es lo que le permite acceder y abrirse a enfoques e ideas nuevas. O lee a Robert Merton u otros, por seguir con clásicos de la sociología. ¿Quién lo hace en nuestros días?

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