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Lecturas para la Agenda Pública: Sobre lo político

Víctor Alonso Rocafort

Doctor en ciencias políticas por la Universidad Complutense —

En la vorágine a la que nos vemos abocados en plena crisis, con la política oficial española en caída libre, se están difundiendo una serie de confusiones básicas que afectan a lo político. Mientras las encuestas constatan la honda desafección ciudadana frente a la clase política, diversas voces —entre las que destacaría el artículo de José María Lasalle en El País hace unas semanas— han alertado de que las protestas ciudadanas en torno al 15M-25S pueden ser el perfecto caldo de cultivo de la antipolítica. Esto ha ido preparando el camino a una escalada represiva que ha culminado el pasado 27-O con la apertura de un expediente, por parte de la Delegación del Gobierno en Madrid, a 300 personas… por manifestarse.

Me gustaría así rebatir, apoyado por algunos avances de la teoría democrática en las últimas décadas, estos argumentos. De hecho, lo que mantendré a continuación es justamente lo contrario: el 15M-25S supone una extraordinaria reivindicación democrática de lo político.

En realidad, la precaución contra los peligros de la libre participación política de los ciudadanos en las calles no es nueva. Esta tesis tuvo un indudable éxito a partir del libro de Joseph A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia (1942). El autor austriaco escribía sobre la irracionalidad política de las multitudes en una época en que los movimientos totalitarios arrastraban a la masa tras de sí, y lo quiso contrarrestar con lo que llamaría el “método democrático”.

La solución de Schumpeter, sin ser tampoco original, estaba formulada de manera directa y cruda. Apostaba por crear una “división del trabajo” en el terreno político, dejando su desempeño a profesionales, mientras la ciudadanía sólo votaría cada largos períodos de tiempo. La gente común podía ejercer perfectamente la medicina, la abogacía o la jardinería, ser buenos amigos, padres, madres o amantes, pero jamás comprenderían las intrincadas complejidades de la política, la economía política o las relaciones internacionales. Cuando querían participar en política, lo estropeaban todo. Literalmente, para Schumpeter en este terreno éramos “infantes” manipulables, “primitivos” sin entendimiento, y en definitiva, seres “de inferior prestación mental”.

La clase política schumpeteriana, mientras, debía dedicarse a un cometido principal: luchar por el poder mediante cualquier medio posible salvo las armas de punta y fuego. La política era una carrera, y era dura. Para ello los políticos se encuadrarían en partidos burocratizados, donde también pugnarían por el poder contra las diversas facciones que lo conformaban.

Es evidente que el modelo triunfó. O fue muy bien descrito por el austriaco.

El caso es que a partir de finales de los años sesenta, al calor de las protestas contra la Guerra de Vietnam, de la defensa de los derechos civiles y desde las reivindicaciones feministas, surgió en Estados Unidos una corriente teórico política que, influida por figuras como Hannah Arendt o Sheldon S. Wolin, apostó por otra manera de comprender la política. Estoy hablando de autoras y autores como Carole Pateman, Peter Bachrach o, ya más adelante, Benjamin Barber.

Para construir lo nuevo, antes se debía criticar lo dominante, es decir, el modelo político schumpeteriano que el pluralismo liberal norteamericano de posguerra había adoptado como punto de partida. Pateman y Bachrach fueron muy claros: participación en la política no es lo mismo que participación democrática en la política. El movimiento totalitario era jerárquico, fanático, con una estética y una organización básicamente militares. Se obligaba a una movilización perpetua de sus integrantes, y se daban diversos dogmas que impedían la entrada a cualquiera que simplemente dudara de ellos. Se glorificaba la violencia, se rendía culto al líder, se machacaba a los diferentes y excluidos. Estaba prohibido pensar, y por supuesto expresarse, en libertad.

Lo político para Arendt y Wolin, como luego fue también recogido por Pateman y compañía, era precisamente lo contrario. En primer lugar, lo político era sinónimo de democracia, es decir, de poder popular. Todo el mundo podía participar en las discusiones sobre lo común, en las decisiones abiertas y plurales sobre lo público. Si nos afecta a todos, ¿cómo no decidir entre todos? El poder sosegado de la palabra en la política se mostraba antitético a los ruidos y alaridos propios de la violencia. La pluralidad de opiniones entre la gente reunida en las asambleas decisorias, donde se cultiva la amistad política de un modo que Carl Schmitt jamás entendería, era la antítesis del grito unánime de los congresos de los movimientos totalitarios, del silencio cobarde de los sometidos por la jerarquía. El reparto equitativo del poder se oponía, de manera rotunda, a las grandes desigualdades y dominaciones; es más, suponía un primer paso para acabar con ellas.

Esta política no era una quimera. Ejemplos como la revolución espartaquista de 1918-19, la rebelión húngara contra el estalisnimo en 1956, o algunos de los episodios de organización estudiantil en la Norteamérica de los sesenta, se cuentan entre los ejemplos mencionados por estos autores. Eso sí, como Wolin reconocería lacónicamente, esta era una democracia “fugitiva”, casi evanescente, que tan pronto sucumbía asesinada en un canal berlinés por la triunfante socialdemocracia alemana, como era arrasada por los tanques soviéticos, o rociada con gases y balas por el entonces gobernador Ronald Reagan en Berkeley. Wolin comprendía que se trataba de una política revolucionaria por su audacia, y por el peligro que suponía tanto para las elites profesionales de la vieja política como para las elites dominantes del capitalismo. De ahí la cruenta persecución sufrida.

Esta política, democrática y fugitiva, es la que ha dominado el 15M y el 25S. Decía Barber a comienzos de los años ochenta que había dos políticas en su país: la procedente de Washington, con la mayoría de sus congresistas y senadores electos negociando entre lobbies alejados de lo público, encuadrados en partidos sectarios, jerárquicos, con deudas bancarias e intereses muy concretos; y otra que cada día se desarrolla en las calles de nuestros barrios, entre la gente que se preocupa por el estado de sus hospitales, que se organiza para defender la enseñanza pública, que resiste contra la contaminación industrial y lo nuclear, contra la corrupción de sus representantes locales, que monta cooperativas de consumo, o que defiende a los inmigrantes de las redadas de la policía. Por supuesto que se pueden encontrar representantes honestos en la primera, o auténticos malvados en la segunda. Pero no estamos hablando de eso, sino de las concepciones de la política que subyacen.

Sin surgir de grupos políticos maduros—sino principalmente de una juventud inexperta en la materia, que quería sencillamente que las palabras sagradas de sus mayores (libertad, democracia, igualdad) fueran reales—, qué duda cabe que es a partir de esta segunda política de Barber desde donde estos últimos meses se ha tratado de avanzar en las plazas de toda España, así como en otros países donde cundió el ejemplo.

Esta es la política también que Hanna Pitkin, considerada hoy día la gran teórica contemporánea de la representación política, indicaba que se debía seguir desarrollando para avanzar en democracia. Para ello, creía Pitkin, era necesario recordar todo lo aprendido sobre participación política democrática. Esto no significaría acabar con la propia representación política. A partir de la experiencia que estamos sufriendo, parece necesario llevar a primer plano el debate sobre qué significa una representación democrática y qué es en cambio simple representación de intereses espurios. Son aspectos sobre los que pensar, discutir y escribir. Sobre los que construir algo real.

La indignación contra la clase económica dominante nos sirve de espuela a la ciudadanía para salir de nuevo a reivindicar lo político como sinónimo de democracia. El propio Wolin, allá por 1960, nos indicaba que el signo de los tiempos lo iba a marcar la sublimación de lo político por la economía. Y ahí seguimos, si cabe de manera más agudizada. Esta sublimación ha sido posible merced a la pleitesía, cuando no connivencia, que ha mostrado el grueso de la política oficial hacia los grandes intereses del 1%.

Es finalmente denunciando esta gran política, sus grandes fallas, como se construye de manera amplia una política que se quiere democrática y cercana. Esta es la política que va surgiendo de la libre discusión y de las reuniones de más de 20 personas, la que se organiza desde el respeto, la que se manifiesta contra el sinsentido del ataque a lo público, la que resiste la violencia policial, la que le encanta disentir y cuestionarse, la que reclama dialogar sobre lo justo y lo injusto, decidir sobre lo conveniente e inconveniente para la ciudad; es la que se atreve a formular colectivamente nuevos proyectos de ciudad y de país para llevarlos a cabo. Es una política tan antigua, o más, que Aristóteles, quien ya defendía todo esto hace milenios. Porque no somos hormigas ni abejas, con sus obreras, sus zánganos y sus reinas, decía el de Estagira. Porque somos algo más. Somos dignos animales de polis.

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