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La doctrina Bartlet

Javier Gómez de Agüero

En un momento del debate electoral entre el candidato republicano, Robert Ritchie y el presidente de los Estados Unidos, Josiah Bartlet, este le dice: “Hay veces que somos cincuenta Estados y otras en que somos un país con necesidades nacionales”. Aunque la frase pertenece realmente a Aaron Sorkin, creador y guionista de El Ala oeste de la Casa Blanca, refleja una realidad que deben tener presente todos los países compuestos: hay necesidades propias de cada entidad territorial y necesidades comunes.

Determinar esas necesidades y saber cómo van a atenderse es clave para organizar la actuación pública. Pero este no es un proceso sencillo. El principal obstáculo para pensar (o re-pensar) la actividad del Estado es que éste no puede pararse a reflexionar. Los servicios y prestaciones tal y como se están ofreciendo no pueden paralizarse de un día para otro.

Por tanto esta reflexión debe hacerse en paralelo, y ahora que la crisis está mostrando nuestras carencias, es el mejor momento para hacerla.

El primer paso es determinar dónde debe actuar el Estado. Es decir, debería valorarse dónde se quiere que el Estado actúe: educación, sanidad, pensiones o protección frente al desempleo son ejemplos de ámbitos en los que parece haber consenso en que el Estado debe intervenir.

Junto con esa decisión de intervención habría que decidir su alcance. ¿Debe limitarse el Estado a regular, por ejemplo, la forma en que se genera, distribuye y comercializa la energía eléctrica? ¿Debería producir, distribuir y comercializar él mismo la energía eléctrica?

Este paso es importante porque puede ayudarnos a dar el siguiente: acordar cómo va a prestar el Estado los servicios públicos. ¿Lo hará directamente o lo hará a través del sector privado? Y es relevante no hay que confundir servicio público y prestación directa. La recogida de basuras, por ejemplo, es un servicio público que no se presta directamente – con empleados del ayuntamiento, para entendernos – sino a través de empresas privadas, por un sistema de concesión.

Las combinaciones son múltiples y varían de país en país. En el siguiente gráfico se representa el gasto del Estado en bienes y servicios externalizados, en porcentaje del PIB.

Fuente: OCDE

Los bienes y servicios usados por el Estado son aquellos que contrata directamente para llevar a cabo las competencias que tiene encomendadas (por ejemplo los gastos en material y consultoría informática para poder procesar las prestaciones por desempleo). Los bienes y servicios financiados por el Estado son aquellos que responden a esa idea de prestación indirecta (aquí estaría incluida, por ejemplo, la prestación sanitaria mediante reembolso que hacen algunos países).

La decisión sobre la forma de prestar los servicios públicos va a determinar quiénes y cuántos serán los empleados públicos. Si un país decide que va a prestar sus servicios directamente, es lógico que tenga más empleados públicos (funcionarios o laborales) que otro que ha decidido que sea el mercado quien preste los servicios públicos.

Por esta razón, si un servicio lo presta directamente el Estado y se recortan empleados públicos de forma indiscriminada, lo normal es que dicho servicio se resienta.

Una vez que está claro qué va hacer el Estado y cómo lo va a hacer, habría que plantearse cómo lo va a financiar (o si debe renunciar a alguno de los servicios públicos que había previsto porque no puede costearlo). El Estado debe establecer un sistema fiscal suficiente para cubrir los costes de los servicios que va a prestar, y hacerlo de forma sostenible. Este detalle es fundamental. No puede plantearse la financiación de unos servicios de prestación regular sobre la base de unos ingresos que no lo son. Por tanto habrá que contar con un conjunto de figuras tributarias suficiente en su capacidad recaudatoria y regular (dentro de lógicas variaciones) en su cuantía.

Al tiempo que se determina el soporte financiero de los servicios y prestaciones públicas, hay que decidir qué nivel del Estado va a prestar los servicios. Si lo va a hacer el nivel local, el subestatal (en nuestro caso las Comunidades Autónomas) o el estatal.

Esta decisión, en la que además de criterios técnicos pesan condicionantes políticos, debe influir en las dos anteriores: los recursos humanos y el sistema fiscal.

Influye en los recursos humanos porque no será necesario el mismo tipo de personal para el nivel administrativo que preste directamente un servicio, que para aquel que diseñe sus grandes líneas estratégicas. E influye en el sistema fiscal, como estamos viendo ahora en España, porque puede resultar conveniente que el nivel administrativo que presta un servicio sea el que gestione la obtención de los recursos económicos que nutren dicho servicio.

A la hora de llevar a cabo este planteamiento de la acción del Estado hay que tener en cuenta tres apuntes metodológicos. En primer lugar esta reflexión es un proceso dinámico; es decir, las necesidades van cambiando (por ejemplo, cuando se hizo la Constitución de 1978 Internet y la importancia de los derechos a la privacidad ni se imaginaban) y los métodos para atenderlas también, por lo tanto las alternativas que se adopten deben prever su propia actualización. Además esta reflexión debe llevarse a cabo empleando técnicas analíticas que valoren las alternativas empíricamente: comparando datos, elaborando análisis coste/beneficio, buscando las mejores prácticas, etc. Por último hay que tener presente que este recorrido no es una secuencia lineal. Hay pasos que se dan unos a la vez que los otros, y pasos que exigen retocar decisiones previas; es decir, no es un camino cerrado.

Y una cosa más. Un Estado, su Gobierno/s y su(s) administración(es) deben ser lo que sus ciudadanos quieran. Por tanto, su definición y su reforma necesitan de su participación en todo momento: antes, durante y después.

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