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Quien parte y reparte

Trinidad Noguera

Invocando el pretexto de la crisis –como hace para muchas otras cosas– en sólo dos ejercicios el Gobierno de Mariano Rajoy ha reducido la asignación presupuestaria a los partidos políticos en más del 40%. Más allá de protestas puntuales de la oposición y de algún artículo en prensa, la medida no ha hecho mucho ruido. No lo ha hecho, en parte porque los sucesivos mordiscos a esta partida han quedado disimulados entre los recortes en sanidad o educación, y en parte porque pagar menos a los partidos goza de cierta popularidad. En un momento de crisis política, cuando los escándalos de corrupción se suceden día tras día, el aprecio ciudadano por los partidos –que nunca fue muy grande– está bajo mínimos. Para mucha gente, decirles “no con el dinero de mis impuestos” es una solución tentadora. Tan tentadora como peligrosa, especialmente para quienes se consideran de izquierdas, porque desequilibra la balanza… y lo hace hacia la derecha.

En España, como en la mayoría de países europeos, la financiación a los partidos es mixta: además de la dotación pública, existen aportaciones privadas. Dentro de estas últimas, el montante cuantitativamente más significativo corresponde a las donaciones procedentes de particulares o de empresas. Cabe intuir que donan más quienes más tienen, y que la afinidad de quienes más tienen está más próxima a las formaciones políticas conservadoras que a las progresistas.

Los datos del Tribunal de Cuentas confirman esa intuición. Entre 1993 y 2011, los partidos conservadores españoles (PP, CiU y PNV) recibieron más de 100 millones de euros en donaciones, frente a los aproximadamente 22 que sumaron PSOE, PSC e IU. Si el PSOE ingresó unos 18 millones, el PP acumuló alrededor de 40; más del doble. La comparación de esta última cifra con la de IU, que no llegó al medio millón, resulta aún más chocante. Teniendo en cuenta el dato de CiU, que pese a concentrar su actividad en una sola Comunidad Autónoma sumó más de 46 millones de euros (frente a los tres del PSC), podemos apreciar hasta qué punto está escorada la financiación privada de los partidos políticos. Contrariamente a lo que reza un coreado estribillo, los grandes donantes parecen saber bien que no todos los partidos son iguales, así que optan abrumadoramente por dedicar su dinero a financiar a la derecha.

De este modo, los partidos conservadores dependen mucho menos de la financiación pública que las opciones progresistas, y un eventual recorte de ésta no sólo les afecta considerablemente menos, sino que se traduce en una clara ventaja comparativa a su favor. El principal objetivo de la financiación pública es paliar este desequilibrio, proporcionando a todas las formaciones políticas medios materiales suficientes para desempeñar las funciones que tienen reconocidas. Sin ella, los intereses de los menos pudientes, que la izquierda está llamada a representar, quedan en situación de desventaja. Como se señalaba hace algunos días desde un artículo publicado en Agenda Pública, nos guste o no, la democracia cuesta dinero. Si no garantizamos desde lo público unas condiciones económicas mínimamente equitativas en la competición entre partidos, favoreceremos a quienes parten con mayor ventaja; en este caso, con mayor capital privado. Dicho de otro modo, si no queremos financiar a los partidos políticos con nuestros impuestos, allanaremos el camino a la plutocracia.

Hay una razón adicional para apoyar la financiación pública de los partidos: resulta más fácil controlarla. A juzgar por la experiencia de la España democrática, la fiscalización de las donaciones privadas ha sido cualquier cosa menos sencilla y transparente. En las aguas de las lagunas regulatorias han nadado cómodamente casos de corrupción y financiación ilegal ya demostrados o aún presuntos. Sin embargo, los ciudadanos españoles estamos asistiendo casi sin inmutarnos a la siguiente paradoja: en el mismo momento en que nos indignamos por las revelaciones del escándalo Bárcenas-Gürtel –tanto monta, monta tanto–, cuyos vínculos con donaciones de empresas a un determinado partido político son cada vez más evidentes, la financiación que ese mismo partido político recorta no es la privada, sino la pública.

No nos engañemos. Cuando una empresa dona a un partido, suele esperar algo a cambio. Cuanto mayor es la donación, mayor es la captura que los intereses empresariales pueden ejercer sobre la acción política de ese partido. Y también es mayor el botín a repartir entre quienes se asoman a la vida pública persiguiendo beneficios que de públicos no tienen nada. En el último Debate del Estado de la Nación, Alfredo Pérez Rubalcaba propuso una batería de medidas contra la corrupción, entre las cuales figuraba la prohibición de las donaciones a los partidos por parte de las empresas, que de manera expresa o tácita ya existe en otros países europeos. Puede ser un buen paso, aunque debe venir acompañado de una regulación adecuada de las donaciones procedentes de particulares y de mecanismos de transparencia que permitan comparar la información sobre ingresos y gastos de los partidos políticos y sus cargos sobre una base homogénea. Y también del refuerzo –y probablemente de la reforma– del principal órgano fiscalizador, el Tribunal de Cuentas.

Poner trabas a la corrupción es un objetivo más que razonable. También lo es salvaguardar el pluralismo democrático. Para lograr el primer objetivo, puede ser útil vetar ciertas formas de financiación privada a los partidos; para lograr el segundo, tenemos que asegurarnos de que, aun con ese veto, todas las opciones políticas representativas tengan acceso a una financiación suficiente. A mi entender, conciliar ambos fines requiere garantizar una financiación pública equitativa que impida distorsiones, evitando un desequilibrio del cuál salen siempre peor paradas las formaciones de izquierdas, y por lo tanto los ciudadanos que se identifican con ellas.

El Gobierno de Mariano Rajoy va exactamente en la dirección contraria. Coherente con el modelo que viene aplicando a la sanidad, la educación o la justicia, está haciendo cuanto está en su mano por lograr que la democracia llegue solamente a quien pueda pagársela. Y de todos es sabido que quien parte y reparte, se asegura la mejor parte.

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