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La concienciación cala en el tráfico y en la seguridad laboral pero no en la violencia de género

Olga Granado

Las estadísticas ponen en evidencia que las políticas en materia de seguridad vial han sido de las que mejores resultados han dado en nuestro país. Entre 2003 y 2013 se han reducido más del triple las víctimas mortales en accidentes de tráfico en vías interurbanas (los datos relativos a las urbanas el pasado año todavía no están cerrados): pasando de 4.480 a 1.128, y con un parque de vehículos que no ha dejado de crecer. Si comparamos también la última década con las políticas de lucha contra la siniestrabilidad laboral encontramos igualmente resultados buenos: las víctimas mortales por accidente de trabajo han caído más del 100% (incluso aplicándole el índice de fallecidos por número de afiliados hay una mejora notable): de 1.020 en 432. Sin embargo, no ocurre con otro fenómeno desgraciadamente habitual en la prensa: la lucha contra la violencia de género. Entre 2003 y 2013 han muerto 712 mujeres, sin que se observe una tendencia a la baja año a año. ¿Por qué? Hemos hablado con algunos expertos para entender qué ha sido clave y qué falta para afrontar estos fenómenos que cada año dejan decenas de víctimas mortales.

Mercedes Castro Nuño, doctora en Economía por la Universidad de Sevilla, apunta que “la siniestralidad vial en un problema de salud pública con una naturaleza compleja, que exige la implementación de una estrategia global que tome en consideración todos los factores involucrados”. Opina que la clave de ese éxito reside en una mezcla de variables. “Estamos hablando de un periodo en el que, hasta la crisis, se ha producido un progreso económico. En la mayoría de los países industrializados, el crecimiento conlleva, en un primer momento, un aumento del número de vehículos y de la movilidad, y por tanto, una mayor exposición al riesgo. Sin embargo, a partir de cierto nivel de prosperidad, esa tendencia se invierte (aunque continúe creciendo el número de vehículos en circulación), como consecuencia de la mejora de las infraestructuras, la renovación del parque de vehículos y los avances en la asistencia sanitaria”, relata.

En nuestro país, estas circunstancias, “se han visto potenciadas por el innegable impacto de las intervenciones realizadas desde la década anterior, destinadas a modificar la conducta de los usuarios en convergencia con la política europea de seguridad vial”. Cita la obligatoriedad de elementos de seguridad pasiva, la reducción de las tasas de alcoholemia permitidas, el cambio de cultura vial instaurado por el carné de conducir por puntos y el endurecimiento de los mensajes transmitidos en las campañas, entre otros.

Sobre estas últimas, recuerda que “la literatura especializada evidencia que una campaña es eficaz en la medida en que cumple los objetivos para los cuales fue diseñada”. De la misma manera que “todo apunta a que, se logra una mayor reducción del número de muertes y lesiones por accidentes de tráfico, cuando el nivel de dureza utilizado en los mensajes se incrementa después de un periodo de varios años de publicidad más blanda”. Es decir, tras un “barbecho de publicidad agresiva”, evitando que la audiencia se inmunice ante el uso excesivo de una línea dura.

En cambio, reconoce que “a pesar del importante esfuerzo de difusión que se ha realizado en España en los últimos años en comunicación en materia de violencia de género, mediante una considerable inversión económica, parece que no se ha alcanzado el potencial mediático proyectado inicialmente y las políticas desarrolladas no han resultado eficaces”. Matiza que “estamos hablando de problemas de índole y causalidad muy diversa”. Pueden haberse utilizado técnicas y formatos similares (participación de personajes conocidos, mensajes realistas y con dureza visual…), “si bien se han alcanzado niveles de sensibilización social desiguales”. En su opinión “la experiencia recogida con este tipo de campañas en otros ámbitos, como el de la seguridad vial, parece manifestarse con mayor intensidad en el campo de la violencia de género”, en relación con la hipótesis de que, a partir de cierto nivel, la publicidad ya no penetra en la población objetivo y no resulta efectiva, dando lugar a lo que los expertos llaman efecto boomerang. “Es decir, que las campañas pueden llegar a tener efectos contrarios a los deseados, reforzando incluso las actitudes de aquellos individuos con mayor propensión a la violencia de género, como consecuencia de una insensibilidad, una inmunización y un efecto imitación”, precisa.

En este sentido, subraya que hoy en día, prácticamente toda la población está de acuerdo en desaprobar la conducción bajo los efectos del alcohol. Por el contrario, “desafortunadamente, todavía existen segmentos de población con cierta tolerancia a la violencia de género”. La lucha contra los accidentes de tráfico se afronta como una responsabilidad compartida “mientras que no se termina de interiorizar el mensaje transmitido en las campañas contra la violencia de género”. Todo ello, refleja “una sorprendente convergencia de la sociedad española con el entorno europeo en materia de seguridad vial, frente a una madurez insuficiente en violencia de género”, prosigue.

Cree que se encuentran “diferencias en la gestión de ambos problemas de salud pública: la lucha contra los accidentes de tráfico es una cuestión de ámbito nacional y europeo, mientras que las políticas contra la violencia de género, a pesar de los esfuerzos realizados a nivel central, se encuentran básicamente transferidas a las comunidades autónomas, siendo necesario un esfuerzo de coordinación de medios y actuaciones”. Por ello, opina que “probablemente la erradicación de este problema exige poner aún más énfasis en la prevención a través de la educación, la igualdad de oportunidades y la eliminación de ciertas estructuras dominantes que aún perviven”.

Objetivos diferentes

En general, cree que “tal vez la clave esté en que las políticas de seguridad vial se han enfocado intentando concienciar al infractor de que las consecuencias de su actuación le convierten en víctima potencial, mientras que en las desarrolladas en el campo de la violencia de género, aún falta cierta contundencia en la visibilidad de las consecuencias legales y sociales para con los maltratadores”.

En esto coincide con María Isabel González Cano, catedrática de Derecho Procesal de la Universidad de Sevilla, quien matiza que mientras que en el tráfico y el mundo laboral se incide en la “autoprotección y la seguridad”, sí puede haber coincidencia entre la víctima y el infractor, mientras que en la violencia de género “las campañas se dirigen mayoritariamente a las víctimas, no hacia los agresores”. Tras recalcar que no piensa que sean fenómenos “equiparables”, intenta encontrar alguna explicación sobre los resultados desiguales.

“En el caso de la siniestrabilidad laboral y el tráfico, hablamos de infracciones administrativas y en ocasiones de posibilidad de delito, pero en la violencia de género, sobre todo si hay víctima mortal, hablamos de una cuestión claramente delictiva”, puntualiza. Entiende también que el punto débil puede estar en el proceso penal “en lo que conocemos como retirada de la denuncia, que no es tal, porque no se quitan, sino que la mujer desiste de seguir adelante y declarar ante un juez lo que ha dicho ante la policía”. Pero ello -continúa- no exime de la labor que tiene que hacer el fiscal y el juez para llegar hasta el fondo. “No existe retirada de denuncia, sino la negativa a declarar, y ahí está el problema porque se pierde la principal carga probatoria, que es el testimonio de la víctima”, subraya. Finalmente, se pregunta si después de 10 años de la Ley Integral contra la Violencia de Género, la primera del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, en cuyo equipo participó como asesora, “no es hora de hacer un balance de cómo se ha aplicado y para qué ha servido”.

Por su parte, Cristina Blasco, profesora de Derecho del Trabajo, subraya en relación a la siniestrabilidad laboral que “hay que tener en cuenta el valor de las normas existentes en nuestro país en materia de prevención”. Existe una Ley de 1995, un “importante conjunto de normas de desarrollo” y un “ingente número” de otras técnicas por las que se establecen medidas concretas dirigidas precisamente a evitar los accidentes en los centros de trabajo. Existe también una infraestructura organizativa importante y compleja, así como una serie de órganos (servicios y delegados de prevención, por ejemplo) “que ejercen distintos tipos de funciones encaminadas a evitar los riesgos laborales”. También se establece un amplio cuadro de infracciones por las que se sanciona cualquier incumplimiento de las normas. “E incluso, se tipifica en el Código Penal un par de delitos cuando se dan los incumplimientos más graves de las normas. Tiene una clara finalidad preventiva. Quiero decir que es posible que estas medidas hayan conseguido realmente esa finalidad disuasoria”, recalca.

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