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Ojalá todo sea cierto

Un improvisado altar de juguetes y flores recuerda a Asunta donde fue hallada

Ángela Cañal

Ojalá sea verdad todo lo que leemos sobre los monstruosos padres de la niña de Santiago. Ojalá ella sea tan arpía, desequilibrada, propensa al delirio, adicta a los fármacos y codiciosa como el sábado nos la pintaba el nauseabundo reportaje de Informe Semanal. Ojalá sea él tan dependiente, vago, débil y a la vez manipulador como -sin ahorrar adjetivos- nos lo describía la televisión pública. Esa misma televisión que, con cínico respeto, nos mostraba la fotografía de Asunta con su rostro pixelado. Ojalá sea así, aunque el desenlace de esta historia no compense nunca la vulneración de tantos derechos: a la información, a la intimidad, a la presunción de inocencia.

Ojalá todo sea cierto, porque hoy recuerdo las historias de terror que se contaban sobre Dolores Vázquez, asesina de Rocío Wanninkhof durante 519 interminables días y noches. Los acusadores zoom sobre su rostro en las imágenes del funeral de la joven, los detalles morbosos sobre su relación con la madre, el vivo retrato del mal. Recuerdo aquella portada con el titular ‘La mirada del asesino, que resultó también ser un perfecto inocente. Recuerdo al juez Manuel Rico Lara, que quizá ha muerto sin recuperar la paz que le arrebataron durante la cacería del asqueroso caso Arny.

Y me acuerdo especialmente, quizá porque mucha gente se habrá olvidado, de Consolación, la niña de 21 meses ahogada en la piscina de su chalé en Utrera, hace más de diez años. Los primeros análisis forenses detectaron síntomas de agresión sexual y el espanto se desató. Soledad, la madre, fue detenida y duramente interrogada. Un diario local publicó después una crónica en la que señalaba a otros dos posibles sospechosos: o había sido el vecino alemán de 15 años -ojo, menor de edad- o Rafael, el jardinero de la familia. Ambos quedaban perfectamente identificados. El periodista debía saber, pero tal vez ni lo pensó, que estaba cometiendo una brutal injusticia al menos con una de esas dos personas. Que estaba poniendo la diana sobre dos rostros sabiendo, a ciencia cierta, que uno de los dos era absolutamente inocente. Al final, fue peor que eso: ninguno de los dos había hecho nada. Los forenses se habían equivocado. Nadie había tocado a la niña, que murió en uno de tantos trágicos accidentes de verano.

El periodismo de sucesos ha caminado siempre por el filo de la navaja. Navegando entre la información y el morbo. Entre la historia humana y la carnaza. Algunos medios, algunos periodistas -pocos-, han sabido mantenerse firmes en la tormenta de desinformación, especulaciones e intereses. Han sabido combinar la noticia con el respeto, el pudor, la prudencia. Otros han decidido que a más escrúpulos, menos audiencia. A esta falta de miramientos se une ahora la absoluta ausencia de medios. No hay ganas, ni tiempo, de buscar la verdad. Vale un tuit, una foto en facebook, una frase entresacada de un blog, un rumor oído de alguien que lo oyó de alguien que probablemente se lo inventó. De esta forma, hay crímenes que dejan, a su paso por las portadas y los telediarios, un inesperado reguero de víctimas: Dolores, Diego, Manuel, Soledad, Rafael. Otra víctima, como en las guerras, es la verdad. Tampoco nosotros, el público, solemos tener ganas, ni tiempo, de exigirla.

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