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Siguen ahí y yo, con su permiso, me escapo a Oz

Portada de la edición de "Historias mágicas del país de Oz" de El Paseo

Lucrecia Hevia

A ratos desearía escaparme al país de Oz. Sí, el que conocen. El del mago farsante, los campos de amapolas, los zapatos de plata y los viajes con amigos interesantes. Ese que ha recuperado con tanta inteligencia la editorial andaluza El Paseo, para recordarnos su valor universal. Ese lugar al que, con permiso de Ray Bradbury, llegamos “diez minutos antes del sueño, nos vendamos las heridas, ponemos los pies a remojo y soñamos que somos mejores”.

Me quedo con Oz cuando la realidad tozudamente me lleva a otros lugares donde rabia, desacuerdo, violencia, mentira y tensión son los protagonistas. Porque no hay respiro. Se ve en los muertos de Berlín, como explica Antón Losada, amarrados como excusa oportuna para justificar la falacia de la seguridad a costa de todo.

Cuando perdió la ultraderecha en Austria, una parte de Europa respiró por un momento. Sí. Cuando lo que supuestamente era imposible que pasara por las previsiones y las proyecciones, cuando era impensable que ganase el Brexit o que Trump se convirtiera en el emperador del mundo, sólo hubiera faltado que la ultraderecha empezara a gobernar en los países europeos. Hasta ahí podíamos llegar.

Y sin embargo, no hay descanso. Porque, no se engañen, la ultraderecha, el fanatismo y sus valores no se han ido con la bofetada de las urnas austriacas. Sigue ahí. Les esperan otras muchas urnas. Las más próximas, las francesas. Y siguen ahí, trabajándose la afinidad en la desgracia, en su eficaz búsqueda de culpables a las penas diarias de la familias. No se han marchado y debería preocupar porque esa frase tantas veces manida de que “la historia no puede volver a repetirse” no frena su avance, ni su forma de convencer por el estómago.

Creíamos que después de la II Guerra Mundial todo el mundo tendría claro que las soluciones de los fanatismos no eran, exactamente, beneficiosas para la humanidad. Que nos hacían un poco menos civilizados cada vez que permitimos un paso suyo. Creíamos que las consecuencias estaban claras. Pero siempre olvidamos el poder del olvido en sí mismo. Olvidamos que la lucha diaria de las personas por su vida no siempre deja tiempo para distinguir. Que el instinto protector y conservador de la especie nos hace renunciar a la estimulante tarea de echarle imaginación positiva a la solución de los problemas.

No se han ido. Son los que se han alegrado de la victoria de Donald Trump porque comulgan con sus postulados más xenófobos. Son los que miran hacia dentro, los de los muros, pero observan a todos por encima del hombro. Son los que cierran las fronteras en el este con argumentos cuestionables. O los que insisten en usar la guerra de civilizaciones cuando se trata, nada menos, que de una conversación a gritos entre fanáticos.

Siguen aquí. Llevan décadas agazapados esperando el mejor momento de volver a alimentar movimientos que han dejado como herencia algunos de los mayores capítulos de vergüenza de la humanidad. No se han ido y no podemos esperar que cuando lleguen, ante la duda, las grandes corporaciones pongan por delante el valor humano de las ideas y no la conveniencia de alinearse con el poder, lo ostente quien lo ostente.

Pero tranquilos, que las fuerzas políticas con soluciones democráticas están por la labor de entenderse. Hacen de tripas corazón para relanzar una ofensiva ética de calado y sin paliativos. Recuerdan la historia para que no vuelva a repetirse… O no.

Por eso hoy me van a permitir escaparme al país de Oz. Y no me voy a Oz para no mirar o dar la espalda a la realidad. Si no, de nuevo, con permiso de Bradbury, me voy hasta allí, porque es el lugar donde “dormitamos con la poesía en los labios y decidimos que a la humanidad, por muy maliciosa, mezquina y tonta que sea (o seamos), habrá que darle otra oportunidad al amanecer”.

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