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Elogio de la baja velocidad

Manuel Llanes (Director Artístico de Espacios Escénicos gestionados por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía)

David Montero

El día ha amanecido tibio en Madrid y así atardece. La cita era a las siete de la tarde ancá el señor embajador. Desde un ratillo antes, se arremolinan teatreras en la puerta, saludándose con afecto o timidez según el caso. Hay palabras y risas, bromas y miradas, simpatías y timideces. Una pareja de guardia civiles mira todo con cara impasible, como leones en el Congreso. Alguien, quizá yo, cantiñea para sus adentros un fandango de Camarón y le cambia la letra (donde decía vida, dice seguridad): “la seguridad es una ilusión/ que nadie vive sin ella;/ y no tiene solución/ porque es como una estrella/ que jamás nadie alcanzó”. Mientras, las teatreras han ido entrando en la residencia y el cielo se ha puesto naranja y malva.

Se atraviesan unas puertas de cristales. A la derecha está el guardarropas y, al frente, el salón donde se hará la entrega. Llegamos. Caras conocidas y desconocidas. El contraste entre las ropas desenfadas de los asistentes y los tapices de las paredes refuerza la sensación de extrañeza que (afortunadamente) siempre da la gente de las artes escénicas en los lugares oficiales. El embajador sube al pequeño escenario, nos da la bienvenida y comienza a hablar. Durante su discurso, ameno y cercano, mi atención va de él al homenajeado: Manuel Llanes. Hay un temblor invisible en su cuerpo, la hermosa fragilidad de la alegría.

Mis recuerdos como espectador del Teatro Central viajan en paralelo al recorrido que hace el embajador por su biografía: Bob Wilson como Hamlet colgando los trajes de los muertos que provocó, la lámpara balanceándose hasta llegar al suelo mostrando y ocultando los cuerpos convulsos de los intérpretes en el final de una pieza de Vandekeybus, la risa y el escalofrío con Peeping Tom, la belleza desolada de La Zaranda, las 24 horas de Mount Olympus,… Esto no es inventario sino botón de muestra de espectáculos que vi en ese teatro y que me fueron cicatrices. En todos estaba este temblor, la fragilidad de la alegría. Por eso, esta distinción es para mí también temblor y alegría, y gratitud por todo lo que he vivido en ese patio de butacas (y de vez en cuando en el escenario). El embajador poner la medalla en la solapa de la chaqueta de Llanes. Ya es oficial. La sonrisa del flamante chevalier se mezcla con los aplausos de las asistentes.

Picasso y un elogio del error

Llegan el champán y los canapés. Las invitadas (muchos hombres, menos mujeres, ningún travesti) se mueven entre el salón donde ha sido la ceremonia y otro más amplio en el que hay dos tapices originales de Picasso basados en el collage Femmes à leur toilette. Enmarcada por uno de ellos, la Secretaria General de Cultura de la Junta de Andalucía charla animadamente con algunos de sus acompañantes. En ella, máxima representante de nuestro Gobierno autonómico en el acto, se aprecia otro temblor, el de la satisfacción. Y es justo que lo haya. El Teatro Central y su programación han sido una apuesta sostenida durante dos decenios que distinciones como ésta confirman y relanzan. Los resultados fueron llegando casi imperceptiblemente y en los últimos años la cosa se ha disparado. El propio espacio o su director han recibido distinciones importantes en los últimos años: el Max (2014), el Ramón Llul (2017) y ahora esta importante distinción del Gobierno francés.

Yo, que soy tan poco de este tipo de actos, me siento un poco fuera de lugar. Pero me alegro de estar aquí. Y eso que este viaje empezó con un error: creí haberme comprado un billete de AVE, pero me había sacado un TALGO Sevilla-Alcázar de San Juan-Madrid. No tardaría dos horas y media en llegar a la capital, sino siete; en vez de en alta, viajaría en baja velocidad. Me tomé el error como una oportunidad, un desvío, una invitación a que pasaran otras cosas, a contemplar la vida desde la perplejidad por el accidente; porque estar vivos es ya en sí un accidente. Finalmente, tardé más de ocho horas en llegar a Madrid (alguien se bajó de la fiesta de estar viva dejándose atropellar por un tren, y estuvimos parados en un punto indeterminado entre Alcázar de San Juan y Madrid más de una hora esperando que el juez levantara el cadáver). Así que escribí mucho, leí poemas de Noelia Morgana que me sembraron esperanzas (“estos son mis hombres, a los que quiero, no sé cómo serán los tuyos, pero éstos corren juntos a hembras y gritan pidiendo las lágrimas que les faltaron a cambio de la voz que a nosotras nos robaron”), pensé, miré los campos de Andalucía y Castilla a través de la ventanilla, imaginé que iba en un transiberiano-transibérico, perdí el tiempo (porque lo tenía) y puse en orden los cajones de mi corazón. La mitad de las cosas no habría tenido tiempo de hacerlas en el AVE.

Un espejo roto

Pienso esto mirando a la Secretaria General delante del Picasso. Y me gustaría decirle que la alta velocidad no siempre es la mejor forma de llegar a los sitios en política, especialmente en cultura. La paciencia es casi siempre mejor consejera (y secretaria general) que la prisa. Lo que ha pasado con el Teatro Central puede pasar con más cosas. Sólo hay que pensar un poco más allá de este año, incluso más allá de esta legislatura y cuidar los procesos, porque los buenos procesos de hoy serán los buenos resultados de mañana. Ahora mismo, en la artes escénicas andaluzas, están ocurriendo cosas hermosas; pero casi todas ocurren lejos de la Administración. Y eso hace que vivamos de milagro (y de milagros). La cultura es un asunto tan frágil como la alegría. Nadie muere de no ir al teatro o a una exposición o a conciertos, pero las sociedades que no cuidan su cultura se van enfermando. Las artes escénicas son temblor o no son nada, porque son encuentro (en lo) colectivo (asamblea, ritual, fiesta, extrañamiento, sensualidad, política), espejo (roto) en que la sociedad se mira para transformarse a sí misma. Las artes que ahora llaman vivas (quiero creer que no porque sean “en vivo” sino porque están llenas de vida) están ahí para provocar el temblor y luego señalar las grietas que surgen y habitarlas. Me gustaría decirle que hay muchos temas no resueltos: un centro público de producción de artes escénicas más amplio e inclusivo que al antiguo CAT, la revisión de las políticas de fomento de las empresas como si eso fuera la panacea (y no lo ha sido: aquí hay pocas empresas y muchos individuos, cuidemos a ambas), la profesionalización de la gestión cultural, el espacio para otros lenguajes, la formación y reciclaje de nuestras profesionales, la política de residencias artísticas, el apoyo a la autoría,... Pero no le digo nada.

Vuelvo al Picasso. Vuelvo al temblor y la alegría. En el centro del tapiz, una mujer roja y naranja se deja peinar por otra blanca, marrón y malva; en frente, un espejo que refleja algo que es ella y no lo es (negro, morado, azul, ocre). Cerca del otro Picasso, Manuel Llanes sonríe a alguien que no conozco. Hay un algo en su rostro que parece decir que esto (lo de estos veinticinco años) no ha hecho más que empezar. Sus ojos, justo ahora, son entre marrón y amarillo, como los de un chaval. ¿Y el cielo? Qué colores tendrá esta noche el cielo de Madrid.

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