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'Quejío': Un arma cargada de presente

Quejío, el montaje de Salvador Távora

David Montero

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La reposición de un espectáculo teatral 45 años después de su estreno es algo extraordinario. También lo fue, en su momento, el espectáculo que ahora se recupera: 'Quejío'. Se trata de la obra con la que inició su andadura la compañía andaluza más importante y reconocida internacionalmente en los últimos cincuenta años: La Cuadra de Sevilla.

En el momento de su estreno, el espectáculo se situó a la vanguardia de la escena europea, demostrando que la necesidad inaplazable de decir acaba encontrando el idioma en que comunicar, aunque ese idioma sea el grito. Por eso, esta reposición tiene sabor a gran acontecimiento teatral, pero también, ante ella, se tiene la tentación de colocarse como ante una pieza de museo. Pero no. El peso de la historia queda para los libros. El escenario es el lugar de la verdad presente y con esa intención ha revisitado Salvador Távora su primera obra: “Volver a cerrar los puños hoy en un espacio íntimo como el de nuestro teatro, en nuestro barrio, es volver a plantarles cara a la incertidumbre, a la sombra de la pobreza, a las desigualdades y sobre todo al olvido del compromiso cultural de Andalucía como Nación”.

Así que reseteo lo leído, lo esperado, lo imaginado y me siento a ver 'Quejío' como si fuera la primera vez, porque siempre es la primera vez. En el escenario, un bidón, maromas agarradas a él, candilejas de aceite,… Cuatros hombres y una mujer se colocan justo delante de los espectadores. Se hace el oscuro. En la penumbra, se adivina moverse a uno de ellos y en sus pasos resuenan las cadenas que le hemos visto ponerse antes del oscuro.

A la luz de esos candiles y de tres focos en el suelo que proyectan sombras fantasmales en el fondo, transcurrirá todo el espectáculo, del que su metáfora nuclear es la lucha de los hombres por escapar del bidón lleno de piedras al que las maromas les tienen agarrados por las muñecas. Así, con este recurso tan sencillo como demoledor, los cantes y bailes tantas veces contemplados, se convierten en combate a muerte por la libertad y la dignidad. La lucha parece perdida de antemano, ¿quién podría mover ese bidón? Sólo un superhéroe. Pero aquí, como en la vida, no existen los superhéroes. Existen hombres (y mujeres) que luchan y sudan y sufren y caen.

Uno de los momentos más estremecedores, no de la noche sino de toda mi experiencia como espectador, es aquel en el que el bailaor –que en ese momento ocupa el rol de patrón- golpea con un palo el bidón y los dos cantaores responden haciendo chocar la cuerda con el suelo. Los sonidos, el ritmo y el agotamiento real al que la acción lleva a los intérpretes son un tesoro de verdad escénica y denuncia social. Poco después, un cantaor-trabajador dice que no puede más y que tiene que emigrar. Y lo hace. Abandona el escenario y se marcha al patio de butacas. Ese símbolo, más hondo que naif, marca una cesura en el espectáculo a partir de la cual el crescendo no deja tregua hasta el final. Un final en el que tres hombres, los otros dos cantaores y el bailaor, coordinados por el ritmo que marca el guitarrista (figura omnipresente y fundamental) consiguen mover el bidón. No porque se hayan convertido en superhéroes sino porque sólo la organización colectiva tiene alguna posibilidad de subvertir el orden. Cuando los tres hombres llegan a la altura del público, se quitan las cuerdas de las muñecas y las ofrecen a los espectadores: el bidón sólo se ha movido unos metros, pero si lo movemos entre todos seguro que lo derribamos. Así, el clima de confrontación que preside el espectáculo se transforma en demanda inaplazable de fraternidad.

El público de 1972, a buen seguro, ponía a ese bidón la cara del régimen franquista, pero como el teatro es un arma cargada de presente, hoy le ponemos cara de troika o de íbex35 o de muro de Trump. Y los intérpretes, que eran jornaleros abocados a la miseria o la emigración, vuelven a ser andaluces obligados a emigrar, pero también pateras atadas con una maroma invisible a la pobreza de África que zozobran en el Mediterráneo y en sus cuerpos exhaustos pero no resignados laten las imágenes de esos refugiados que están avergonzando a Europa.

Para cargar ese arma que es el teatro de presente es imprescindible el compromiso de quienes encarnan hoy ese “quejío”. Los intérpretes dan una lección de honestidad y entrega. Los tres cantaores pelean cada tercio y anteponen la verdad de la acción y contenido a una ejecución correcta pero vacía de los cantes. El bailaor se vacía en un despliegue de recursos al servicio de la verdad escénica. La guitarra dicta y acaricia sus pasos. La mujer asiste como testigo impotente a un dolor que trata inútilmente de mitigar. La figura frágil y cargada de tiempo de Juan Romero (junto al guitarrista, el único que repite de la versión original, aunque cambiando de rol) , llena el escenario de poesía en cada una de sus intervenciones.

Un alfabeto nuevo

Quejío no sólo inventó (y sigue inventando) un lenguaje escénico absolutamente original a partir de los cantes y los bailes andaluces, sino un alfabeto nuevo. Este alfabeto permitió (y permite) decir, desde Andalucía, la denuncia de la miseria y la explotación que casi siempre aumentan cuando se desciende hacia el sur. Un alfabeto que cristalizó en 1972 en este espectáculo que está hoy, en el año 2017, tan vivo como entonces y sigue denunciando la explotación del hombre por el hombre, de la mujer por el hombre.

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