Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.

Se llamaba Shinichi

Iñaki Ochoa de Olza

Recuerdo con nitidez las temporadas pasadas trabajando de temporero en expediciones comerciales. Se que volveré a hacerlo algún día, pero no tengo mucha prisa. Es la vida del obrero del Himalaya. Tengo grandes amigos que fueron clientes una vez, o porteadores de altura sherpas, pero mis memorias dejan algo más que desear cuando pienso en mis variados (y despóticos) jefes. El peor de todos ellos fue un auténtico gusano humano para quién tuve la inmensa desdicha de trabajar en el año 2002 en la cara norte del Everest. Todavía me debe 13.000 dólares USA, que sé bien que no cobraré en esta reencarnación. El personaje en cuestión es un alcohólico nada anónimo, pagado de si mismo y de violentas resacas, capaz de hacer sentirse desgraciado a cualquiera que se le asocie; clientes, guías o sherpas.

El tipo, eso sí, era capaz de trabajar sin descanso, con todo su matutino malestar. Dando voces a diestro y siniestro, y jurando en arameo, se movía y hacía moverse a su gente. Todos de uniforme, cada cosa ordenada en línea, en su sitio, limpio. Y ojo con la cerveza, que no se pierda ni medio litro. Éramos, una de las primeras expediciones en llegar, y enseguida comenzamos la tarea de subir y bajar, aclimatar y fijar cuerdas. En la norte del Everest no hay que ponerse los crampones, ni las botas, hasta los 6.600 metros. Después de un pequeño llaneo, se alcanza la rimaya de la pared del collado norte, donde comienzan las cuerdas fijas, y se acaba la aventura.

Aquel año fue muy seco, y el primer día nos fijamos en una mancha naranja que sobresalía apenas 30 metros a la derecha de la ruta. Me apresuré hacía allí, mientras uno de los serpas, Phurba Tashi, me agarraba del brazo, impidiéndomelo. “Es un muerto”, me dijo, y pude ver en sus ojos el miedo y la superstición. Yo ya lo sabía, pero aún así me acerque en silencio. Era obvio lo que había pasado, puesto que lo que quedaba de aquella persona estaba acurrucada en posición fetal. Habría sido una avalancha, de hace bastantes años, puesto que las ropas y el material eran viejos. La cara estaba, más vale, enterrada en el hielo, y un bastón de esquí retorcido rodeaba el cuerpo de una forma siniestra. Se lo conté a mi jefe, y al día siguiente nos pusimos en marcha, cargados con el piolet más afilado que encontramos, y también con un pico de obra.

La labor fue de las más ingratas que recuerdo. Picamos y picamos durante 7 horas, y mi jefe, 15 años mayor que yo, cavó con una furia cuyo origen desconozco. Los sherpas miraban a una distancia prudencial, no por pereza, sino por miedo. Conforme avanzamos, el trabajo pasó a ser prácticamente intolerable. El hielo era durísimo, y el olor nauseabundo hacía que nos retirásemos cada pocos minutos, enfermos y agotados. Cuando conseguimos extraer el cuerpo de las entrañas de la montaña, lo retiramos de miradas y cámaras indiscretas, y avisamos del hallazgo.

Un mes después representantes de la familia vinieron desde Japón a llevárselo y honrarle con unas exequias decentes. Había muerto el 17 de septiembre de 1985 en una avalancha. Era un fotógrafo que se llamó Sinichi Ishi. Yo le recuerdo con respeto, y pienso en lo extraños que son a veces los caminos de la vida.

Columna publicada en el número 14 de Campobase (Abril 2005).

Etiquetas
stats