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Un viaje astral

Iñaki Ochoa de Olza

  • Publicamos el conjunto de columnas de opinión que Iñaki Ochoa de Olza escribió para Campobase. A través de ellas se puede conocer a Iñaki, que más allá de su condición de alpinista, nos muestra una filosofía de vida que merece la pena descubrir. Éste es 'El legado de Iñaki'

En el campo base de aquella montaña, en abril de hace unos años, hacía un frío bastante serio. Cinco amigos nos medíamos con una cara norte inmensa, una de las más minusvaloradas de entre las grandes. Teníamos la experiencia justa pero muchísima ilusión, que ciertamente es una situación mucho mejor que la opuesta. Fue una escalada seria e interesante, difícil para lo que se estila por allí. Siempre se recuerdan con nostalgia lo buenos tiempos, y aquellos ciertamente lo eran. Entonces, como ahora, intentábamos vivir para escalar, y nos conformábamos con poco más. Aquél día que iba a resultar tan particular habíamos descansado, en el prado llamado Pangpema donde estaban nuestras tiendas. Seguíamos al pie de la letra la vieja máxima expedicionaria de comer hasta tener sueño y dormir hasta tener hambre.

Aquella noche empecé a sentir como un lejano susurro, de esas cosas que no sabes si forman parte de los sueños o de la realidad. Alguien pronunciaba mi nombre. Al principio creí que quizás fuera un sueño, una de esas violentas pesadillas provocadas por la hipoxia. Después me di cuenta que alguien necesitaba, más bien imploraba, mi ayuda, puesto que la voz parecía lejana y angustiada. Vencí rápidamente la tentación de quedarme en el saco, y apresurándome salí a los ingratos 15 o 16 grados bajo cero del exterior. Mi sorpresa aumentó al percatarme de que el susurro procedía de la tienda más próxima a la mía, obviamente un amigo estaba en algún tipo de apuro.

Cuando llegué a su tienda, la escena era ciertamente surrealista. Mi amigo estaba en la entrada, en pelota picada. En sus ojos enrojecidos se leía una expresión de pánico, y también una cierta ausencia, y su cuerpo temblaba y sudaba en medio de aquél frío glaciar. Me asusté. Pronto empezamos a montar jaleo, en la pelea por entrar de vuelta a la tienda y al saco de dormir, y llegaron otros compañeros, impresionados igualmente por la escena. La siguiente media hora fue de pánico, pues mi amigo decía estar fuera de su cuerpo, en el techo de la tienda, y desde allí observaba su propio cuerpo y a quienes le rodeábamos. Claro, no teníamos en nuestro botiquín ninguna medicina para eso, así que le arropamos como pudimos e intentamos traerle de vuelta a su cuerpo terrenal. Después hubo suerte, y aunque nosotros no hicimos mucho, él poco a poco fue volviendo al mundo que conocemos como normal, y para el amanecer, unas horas después, todo había pasado.

Buscamos consejo en los dos médicos yankis que había por el base. Uno me dijo, el muy cachondo, que aquello tenía pinta de ser el síndrome del estrés post-traumático, que éramos un poco jóvenes y tal...Otro, Scott Mckee, dijo que aquello sólo podía ser causado por drogas. La respuesta a la causa la encontró mi propio amigo, un día que se encontraba particularmente bien, muy fuerte, andando por el glaciar. Después dejó de estar bien, y empezó poco a poco a alucinar. Ese día, al notar los mismos síntomas que la noche de autos, se percató de que había mezclado dos fármacos, para la tos y la garganta, y que estos eran los causantes directos del viaje. Me quitó un peso de encima, y desde entonces solemos llevar gaseosa al Himalaya, para los experimentos...

Columna publicada en el número 15 de Campobase (Mayo 2005).

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