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La turismofobia, la turismofilia y los límites de lo político

Javier Ojeda Rodríguez

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La manifestación convocada para el próximo 20 de abril ya alcanzó, antes de celebrarse, su primera y más importante victoria: el miedo cambió de bando. 

Durante estas últimas semanas hemos asistido a episodios grotescos, al tiempo que cómicos, e incluso patéticos. Este archipiélago lo aguanta todo. Hemos visto a dirigentes patronales lamentar la turismofobia para, una semana más tarde, desdecirse escurriendo el bulto en la televisión autonómica; al Gobierno de Canarias despreciar la protesta día sí y vestirse de los ropajes de la impugnación contra la precariedad laboral del turismo día también; y a magacines televisivos británicos preguntarse, indignados (ellos, los más honestos), si debería el Reino Unido “boicotear Tenerife”, su isla de vacaciones. Pero, ¿cómo interpretar este circo, este baile de máscaras diario de declaraciones contradictorias y eventos ininteligibles?

Canarias es un teatro. Toda política lo es, claro, puesto que toda política consiste en una escenificación del conflicto, pero la gramática de su guión no es la épica, tampoco lo es la tragedia, ni mucho menos es el esperpento. Y, a pesar de su proximidad a la política española, el archipiélago no es muy proclive a los excesos de dramatización. No, la política canaria es, ante todo, el ejercicio consciente de la confusión, un teatro de la picaresca de doble fondo. Sus personajes son quimeras que dicen y aparentan ser lo que no son. Al mismo tiempo, el guión es muy propenso a la ambigüedad: los esfuerzos – económicos, políticos y mediáticos – se dirigen a recubrir todo de una nebulosa que no permita ni al propio espectador distinguir qué es y qué no es cada personaje. Si nadie entiende nada, entonces será que no hay nada que entender.