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Alejandro en su laberinto

Juan García Luján / Juan García Luján

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Comenzó ahí el largo camino de Trini y Helio, siempre había una nueva puerta que tocar. Terapeutas, pedagogos, siquiatras, servicios sociales de diferentes instituciones. Lo mejor era unirse a otra gente con el mismo problema, así formaron hace diez años la asociación ACTRADE (Asociación Canaria de Personas con Trastornos Generalizados del Desarrollo). Desde ese colectivo pidieron lo mínimo: que se apoye desde las instituciones a las familias con hijos autistas. Solo en Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura hay 300 casos. Atrade formó parte de la plataforma El Pino es nuestro, por el uso sociosanitario del viejo hospital del Pino.

Los socios de Atrade participaron en las democráticas reuniones donde se preguntaba a los colectivos: ¿para qué usarían ustedes este viejo hospital? Ellos propusieron que al menos una planta se dedicara a centro de día para atender casos de autismo, para terapias y actividades educativas. Pero no les hicieron caso. El único premio por su lucha fue la invitación al acto donde rompieron una botella de champán contra la puerta de El Pino, que se convirtió en una especie de geriátrico y en un centro de salud provisional que ya lleva 5 años de provisionalidad.

Cuando cumplió los diez años Alejandro entró en un laberinto. Comenzó en Secundaria, en las llamadas aulas Enclave. Un profesor y un ayudante con seis niños con síndromes diferentes. Puede haber en la misma clase un chiquillo con síndrome down, otro con autismo y otro con un problema diferente. Alejandro no respondió de forma positiva. Quizá hubo otros factores en esa mente misteriosa de Alejandro, en ese mundo propio de los autistas, en esos cerebros a los que les cuesta entender a los otros. Comenzaron los episodios de agresividad en la escuela y en casa. A veces también en la calle. Más de una vez el padre tuvo que parar el coche porque Alejandro y llamar al 112 a pedir ayuda.

En España no se estudia la especialidad de psiquiatría infantojuvenil. Los pocos profesionales que hay han estudiado fuera. En las islas no hay ningún centro para atender a niños autistas. La lucha de Atrade sirvió para que el antiguo hospital militar tenga unas dependencias donde Alejandro puede sólo una vez por semana. Eso es todo. Lo demás es buscarse la vida. O buscarse la muerte. Porque los padres y los hermanos de Alejandro llevan cinco años viviendo en un infierno. Cada vez se producen con más frecuencia los episodios de agresividad. Cuando menos te lo esperas oyes ruidos en el salón. Vas rápido y ves a Alejandro tirando libros al suelo, dando patadas a la mesa, cogiendo un cristal para autolesionarse. Lo intentan controlar entre todos. Pero no siempre es posible. Un cuerpo de un adolescente de quince años que se mueve sin límites es difícil de controlar. Entonces llaman al 112 y finalmente aparecen los sanitarios con su inyección de tranquilizante. Siempre es tarde, unas veces porque ya han logrado calmarlo, otras porque ya el chiquillo se ha autolesionado.

El último episodio se produjo este lunes. Tuvieron que llevarlo a Urgencias del Hospital Negrín porque Alejandro se arrancaba las sondas por donde le ponían los tranquilizantes. En Urgencias vivió otro episodio violento y decidieron, por primera vez, mandarlo a la unidad de siquiatría para controlarlo. Pero no es una unidad preparada para atender a niños, se ven cosas que serían peor para Alejandro. Por eso lo mandarán a casa en unas horas. ¿Y qué hacemos ahora con mi hijo? La pregunta me la hacía ayer en los micrófonos de El Correíllo el padre de Alejandro. Es la pregunta que lleva 5 años haciendo a los servicios sociales del ayuntamiento, del cabildo y del gobierno canario. Antes, cuando no había crisis, no había centros ni recursos humanos ni técnicos. Ahora no hay centros, ni recursos humanos, ni técnicos, ni presupuesto. Eso le dicen desde las instituciones que programan millonarias óperas, que proyectan millonarios trenes, que despliegan millonarias policías canarias.

¿Y la ley de Dependencia? Anoche mismo el presidente Paulino Rivero decía que “Canarias tenía ya un sistema de dependencia propio, que no lo miran en esos informes estatales”. Totalmente propio: después de dos años esperando el 23 de agosto del año pasado un informe de la consejería de Bienestar Social reconocía que Alejandro tiene el segundo máximo grado de dependencia. Hasta ayer mismo, un año después, no le ha llegado un euro ni un trabajador social de apoyo a su familia.

Hace una semana Helio Ayala, el padre de Alejandro, escribía un conmovedor artículo titulado “Me declaro en desamparo”, lo mandó a otros periódicos que no lo han publicado. Alejandro ha tenido suerte porque tiene unos padres y unos hermanos preparados, que han sabido estar ahí, que han podido responderle. Pero que a nadie extrañe si pasado mañana descubrimos en alguna cueva perdida de esta isla o de otra a un adolescente atado a una cadena o en una jaula, porque hay familias sin formación, sin preparación, sin posibilidades de estar pendientes 24 horas de casos así. Cuando aparezca algún caso diremos que sus padres son unos monstruos, unos secuestradores, unos bestias. Pero a lo mejor sólo son unos ignorantes que no sabían reaccionar y no tuvieron a nadie que les apoyara.

Desde la Dirección del Menor y la Familia recomiendan a los padres de Alejandro que lo manden a un centro privado en la Península, pero no les garantizan todo el apoyo económico necesario. La inmensa mayoría de los casos de autismo no tienen este problema de agresividad, en Gran Canaria hay apenas 5 ó 6 casos. Para que el gobierno se comprometa tendrían que dejar a Alejandro en la calle, pasando hambre, entonces vendrían desde el gobierno a salvarlo de unos padres malos, de unos monstruos. ¡Qué paradojas! La Dirección General de Protección al Menor y la Familia no protege ni al menor ni a su familia. No hay que generalizar, este gobierno a veces sí protege a la familia: ahí tenemos al cuñado de Soria con su sueldo de 100.000 euros, o a la hermana del interventor de Hacienda cobrando un salario público por trabajar para el partido. ¡Qué asco!

Juan García Luján

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