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Cien años de una visión: los cabildos como lucha contra la desigualdad

Juan Jiménez González

Puerto del Rosario —

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Recientemente se ha conmemorado el centenario del fallecimiento del conocido como padre de los cabildos insulares, el majorero Manuel Velázquez Cabrera, que atisbó en esas instituciones un instrumento para socavar la desigualdad que corroía a las Islas Canarias a principios del siglo XX, que, aunque con una situación socioeconómica muy distinta a la actual, su régimen relacional no distaba sustancialmente con el que hoy rige y, en cierto modo, lastra el óptimo desarrollo integral de nuestra Comunidad Autónoma.

Independientemente de que se coincida o no ideológicamente con Manuel Velázquez Cabrera, hay un aspecto en su trayectoria y acción política que me parece, por su vigencia actual, muy reseñable en este político majorero. Al margen de su lucha por situar la representatividad de las islas no capitalinas y de su determinación en la creación de los cabildos insulares en 1912, Velázquez Cabrera intuyó certeramente el problema que, más de un siglo después, aún atenaza la armonización administrativa y política de las Islas: el pleito insular.

A pesar de que en algunos momentos de los últimos años se vislumbró cierto alejamiento de ese mal para la proporcionada vertebración socioeconómica de las siete islas, hoy ha vuelto de manera virulenta el fantasma de la clara desigualdad entre ellas para acrecentar su silueta en forma de figurines isleños que creen que su trozo de tierra merece estar por encima del resto. Siendo así, resulta obvio que en algunas islas se vienen reproduciendo ininterrumpidamente, desde hace mucho más de un siglo, las tentaciones de preponderancia sobre las demás, para perpetuar los desequilibrios territoriales donde debería regir la simetría en la justa recepción de bienes y servicios con los que satisfacer las desiguales necesidades de sus respectivas poblaciones.

Parece, pues, que aquella clara percepción de Manuel Velázquez Cabrera sobre la depredación de determinadas élites insulares sobre otras sigue actualmente muy viva, aunque ya no podamos hablar claramente de potentados sectores sociales en cada uno de esos siete territorios, sino de la servidumbre política para con localizados y reconocibles intereses económicos privados en algunas islas con indisimulada vocación de expansión hacia el resto.

No obstante, aunque en algunas islas se refuerce obstinadamente la visión de cada unos de esos territorios como una inexpugnable atalaya cuasi continental respecto al resto, con una absurda férrea defensa de las diferencias en contraste con la eximia alabanza de la indiscutible idiosincrasia común, en el imaginario popular canario sigue manteniéndose la mayoritaria opinión sobre la necesaria autonomía insular asociada a los cabildos como las instituciones más singulares y valoradas de entre las que en esta tierra administran lo público.

Por ello, más allá de determinadas fórmulas político-administrativas -léase triple paridad, entre otras- que puedan ensayar un acercamiento a un equilibrio que soslaye diferencias poblacionales y económicas entre las Islas, el único horizonte de justa mesura que puede conjurar esos velos está representado por el principio que inspiró el primer aliento político de Velázquez Cabrera: la igualdad real entre las Islas.

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