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Granca-naria

Cristóbal D. Peñate

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Al Cabildo le salió el tiro por la culata con la promoción de la isla. Hace años apostó con fuerza por apoyar económicamente al Gran Canaria para que el equipo de baloncesto llevara el nombre de la isla por todo el mundo, no solo por las canchas nacionales. Ciertamente el equipo ha respondido y ha paseado el nombre de la isla por toda Europa, donde ha logrado llegar hasta la final. Hasta el final del trayecto trazado.

Sin embargo, la afición grancanaria que le paga ha decidido, también desde hace unos años, llamar cariñosamente Granca al equipo, un diminutivo que se hace especialmente gracioso cuando además se junta con esa mascota, Granki, que tanto gusta al público infantil.

Ya José Miguel Bravo de Laguna, cuando presidía la corporación insular, aprovechaba cada vez que lo entrevistaban por cuestiones deportivas para pedir infructuosamente a sus paisanos que no denominaran Granca al Gran Canaria, que cuando se refirieran al equipo de baloncesto representativo lo nombraran con todas y cada una de las letras de la isla porque Granca suena bien pero no significa nada. Los turistas que nos visitan vienen a Gran Canaria, no a Granca ni a San Borondón.

Lo que tanto cuesta levantar con sangre, sudor y lágrimas (y sobre todo con dinero de todos los grancanarios, por muy pedestre que sea y tan poco romántico que suene) puede irse al suelo como un castillo de arena en Las Canteras por culpa de un pederasta asqueroso que logra que el nombre de la isla se escuche por todo el mundo por un caso tan triste y negativo como la desaparición de un niño de Vecindario.

Todo lo que nos ha costado colocar el nombre de Gran Canaria en las agencias de viaje de todos los continentes y en los turoperadores más prestigiosos para que luego el equipo de baloncesto sea más conocido por Herbalife, su patrocinador, o simplemente por Granca. O lo que es peor, que suene tanto nuestra isla en el mundo no por nuestros paisajes y nuestras playas, sino por el terrible caso de Yéremi Vargas y un tal Juan el Rubio que, como en las esquelas del realismo mágico, en realidad se llama Antonio.

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