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Hola Doctor, ¿qué tal estás?

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La llave cerró con autoridad la puerta del despacho. Estabas contento. Entrabas en un fin de semana que ansiabas para el merecido descanso de unos días ajetreados.

Muy lejos aquella idea que ese sería tu último día oficial en el cuarto que fue tu cuna durante cuarenta años. La familia prepara un festín para celebrar tus sesenta y cinco años y rebosas la alegría de saber que hasta aquí has llegado.

Pero te puede más la ansiedad por volver al trabajo, a tus pacientes, a las labores inconclusas y meditas si no será mejor prorrogar tu vida laboral pública un par de años más o quizás cinco y volver a casa a descansar con los setenta cumplidos.

Mas hete aquí que no está en tu mano decidir si continuarás en tu labor. Dependes de una firma administrativa que no va a valorar tus méritos en cuarenta años de ejercicio sino que esbozando una sonrisa maliciosa y torciendo el gesto “alguien” firma la carta que anuncia tu jubilación forzosa. La ley es la ley te dirán. Pues no faltaba más.

Oye, colega, es muy duro recibir una carta fría y despiadada en la que te espetan como una sardina victoriana. Doctor/a, váyase a casa, su tiempo profesional en la vida pública ha concluido. ¿Te lo temías, verdad? Barruntabas que no te prorrogarían dos años más aún a pesar de tener firmado el contrato de continuidad.

Aún así has sacado pecho y te fajas con la administración. Acudes a la Justicia y logras que suspenda cuatelarmente tu “despido”. Puedes volver. Quizás no termines de entender que no te quieren y punto. Ya buscaran la manera de que envejezcas antes. ¡Aún así, feliz prórroga, colega!

Una vida profesional dedicada a la sanidad pública se apaga de repente, tal que soplar la llama de una vela. ¿Acaso pensabas que te dedicarían una calle, una sala del hospital?

Los que hemos cumplido la edad de jubilación vivimos en aquestos años de estudiantes y primeros de la profesión una actividad en la que el ejercicio de la Medicina y Cirugía era como siempre debe ser, un sacerdocio, una voluntad constante e inequívoca de servicio a los demás. El tiempo no importaba ni había horarios en el hospital.

Estábamos veinticuatro horas en disposición permanente, atentos a una llamada para acudir a un quirófano o para atender a un paciente que empeoraba. No quiero ni esbozar aquellos años duros porque hay emociones que me van a convertir en un pañuelo con patas.

Mucho cambiaron las cosas con la transición política. Estábamos en el punto de mira de la escopeta nacional; los médicos, muchos de nosotros fuimos tildados de ladrones de bata blanca. A estos hay que meterlos en vereda, dijeron la envidia y los celos. Ellos no son dioses, bramaban antes de que tuvieran que tumbarse en decúbito supino en la camilla.

Y así fue. Tarjetas para fichar, control de horarios, sometidos a una administración impía que aplaudía números, la cantidad, y olvidaban la calidad, la esencia del trabajo serio y responsable. Nuestros peores enemigos, nosotros mismos. Peor aún, aquellos colegas, por decir un sinónimo fácil, que trepaban como lagartijas al calor de las siglas de la conveniencia pronto se sentarían en la esquina de tu mesa para ordenar, mandar y dictar qué, cuando, cuantos y cómo tenías que ejercer tu profesión.

Quizás te has olvidado de los cortes de la bata, de las heridas en la espalda, de los días de permiso denegados, de los quirófanos alicatados, de las radiaciones inmerecidas.

Ha sido un soplo, la vida ha pasado como una caricia y toca el tiempo del descanso, obligado para la vida pública. Es el tiempo de la madurez, cada vez quedan menos caramelos de la Vida y estos hay que saborearlos mucho y bien.

Nuestra profesión tiene principio y fin, pero éste no es el que quiere la administración; será el que quieras tú porque médico eres hasta el fin de tus días. La Medicina imprime carácter.

A mi personalmente no me satisface trabajar dónde no me quieren. No es cuestión de aducir que estás en lo mejor de tu vida intelectual y que, además, cuentas con una experiencia amplia.

Los tiempos se marcan con el péndulo del reloj. Nadie nos puede impedir seguir trabajando, sintiéndonos útiles para el sufriente. Tantos años de profesión y humildemente hay que entonar que solo se cura a veces, que hay que aliviar muchas, y consolar siempre.

Saca a flote el coraje de tus primeros años.

Sé lo duro que es sentir ese vacío; se te ocurren mil cosas que hacer con tal de llenar tu tiempo, aquellas ocho horas de hospital o de ambulatorio que ya no vuelven. Tómate un descanso, ese que tanto has deseado en tu trayectoria pasada.

No nos debe extrañar que pronto veamos hospitales y ambulatorios para la beneficencia.

Estamos en lo mejor de nuestras vidas, y antes de que la hoz nos corte la cabeza, aprovechemos intelecto y pasión por la Medicina en el servicio a los que nos precisan haciendo valer el juramento hipocrático.

Verás que lo que sucede, conviene. Hay otras vías, otros caminos, otra manera de servir, con el corazón y con la inteligencia. No hay pacientes públicos ni privados, hay pacientes. Y mucho me duele que algunos sigan llamándolos “usuarios”.

Dí a tus pacientes dónde te pueden encontrar y ellos acudirán a ti porque médicos somos a todas las horas del día. Vamos, colega, ensancha el pecho, levanta la mirada, descansa un tiempo y comienza a hilar tus proyectos de presente y futuro.

¿Crees que realmente nos echarán de menos? Un tiempo, solo un tiempo.

Tu mejor regalo de jubilación es el beso de aquel paciente y la gratitud encendida de aquel otro que alcanzó tu mano y la estrechó con fuerza: “gracias, doctor”.

Seguimos siendo médicos, y cirujanos, por más que intenten lo contrario. Hay vida más allá de la sanidad pública.

Hoy tengo un ramo de rosas para ti, compañera del alma, que has hecho posible llegar hasta aquí.

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