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Insularidad e insularismo

José A. Alemán / José A. Alemán

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Los indicios son muchos. Nada diré de la normativa electoral pues la negativa a cambiarla es de por sí significativa del empeño de no perder el machito. Una negativa que va en la línea de la engañifa de la nueva ley de participación ciudadana: un simple mecanismo de información con Internet como cauce importante de relación directa de la ciudadanía con el Gobierno. Una relación limitada a los llamados “jurados ciudadanos” a los que el Gobierno consultará cuando lo estime conveniente, sin ningún compromiso de su parte. Éste es el contenido de la ley, según veo en los periódicos; que añadieron, por cierto, la noticia de la unanimidad de sus señorías en la misma sesión parlamentaria para pedir a Madrid que rebaje la talla del longorón a pescar. Sin consultar a los longorones, por supuesto.

Por eso hay quienes consideramos la necesidad de replantear la redacción de un nuevo Estatuto que destierre cualquier tentación provincialista y dé el protagonismo principal a los Cabildos. Bien sabemos que los intereses políticos, económicos y empresariales dominantes y la ausencia absoluta de debate político impedirán que prospere la idea. Nadie va a mojarse porque no interesa a los mandarines que, como esperábamos, han descalificado la idea mediante el ninguneo, la tergiversación y la caricaturización; como si se propusiera la lisa y llana vuelta a los cabildos de 1912 (o a los del Antiguo Régimen, que también se ha dicho) y no de evitar el centralismo de corte provinciano; cosa que tampoco ven bien los grandes partidos que prefieren extender por las islas sus redes clientelares y testaférricas (¿vendrá el palabro de “cabezas de hierro”?), que es lo políticamente correcto.

No merece la pena entrar en discusiones para las que tampoco dispongo de espacio. Pero sí recordaré que la insularidad es la característica básica de Canarias. Un hecho objetivo a no confundir, como suele hacerse de manera perversa, con el insularismo, que es más un sentimiento casi nunca solidario y casi siempre agresivo, nacido de la frustración de la insularidad legítima o del deseo de prevalecer una sobre las demás. “Lo que no tenga mi isla tampoco lo tendrán las demás”, fue la declaración de principios de cierto jerarca ático encumbrado que me excusa de más explicaciones.

También conviene subrayar la paradoja de que en un sistema que se dice autonómico se desprecie justo la única tradición autonómica canaria, la que constituyen, ya ven, los cabildos. No interesa que obstaculicen la acción y los negocios de quienes controlan el poder centralizado sobre el archipiélago.

Es seguro que dentro de cien años, todos calvos; no lo es menos que llevamos camino de prolongar otro siglo los dos que llevamos dale que te pego al asunto. Pero dicho queda.

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