Leandro y Domingo

Prefiero hablar de cosas serias. Por ejemplo, de la fábula fotográfica que acaba de colgar Leandro Betancor Fajardo, en Mapfre. Uno no entiende mucho de estos asuntos, pero sí es verdad que la luminosidad y el sol de las playas isleñas hacen de los bañistas sombras huidizas de almas que andan por ahí sin que se sepa para qué. “Habitan esta playa siempre, están ahí pero no los vemos”, dice Betancor. Salí de la exposición con la sensación de que su cámara comenzó a captar la catedral de luz que Manuel Padorno se construyó, él solito, en Las Canteras. Por la que se fue un día haciéndose invisible; como los animales de que la pobló.

Ya les digo que entiendo poco pero sí que observo que la ciudad de Las Palmas, y por extensión el mar de las islas, comienza a ser mirado, más que visto, con otros ojos que alcanzan incluso lo que no parece haber.

En cuanto al mar y el sol es claro el parentesco de las imágenes y las visiones padornianas. Y clara también la relación del trabajo de Betancor con algo en apariencia tan distante como el libro de Domingo Rodríguez Marrero, El color del tiempo, que también es novedad última.

Tienen en común Betancor y Rodríguez que ellos, desde sus respectivas sensibilidades, desde la captación de lo que hay ahí si te fijas o desde la memoria del barrio de La Isleta, se adueñan de espacios por los que transitamos todos y nos proporcionan claves para su interpretación a menudo sorprendentes. Siempre he pensado que el descubrimiento o el recordatorio de esos espacios (desconocidos u olvidados) tienen algo de mágico en las raíces culturales de un pueblo necesitado de una mitología que lo explique.

Igual no es así y me paso de tanto sesgarme, por emplear de nuevo verbejo de tanta risa. Pudiera ocurrir que ni Betancor ni Rodríguez sean conscientes de hacia dónde apuntan sus trabajos. Pero reclamo mi derecho a interpretar lo visto, lo mirado y lo leído como me dé la gana; para eso uno ve, mira y lee.