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Nihil invitis fas quemquam fidere divis

Israel Campos

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En los relatos que nos han llegado de los antiguos griegos y romanos, abundan personajes que habían sido agraciados por los dioses por algún tipo de don sobrenatural, que les convertía en figuras especiales en medio de la comunidad. Estos héroes protagonizaban mitos y leyendas en las que ponían al servicio de los demás sus capacidades y sus habilidades particulares. Pero es mucho más frecuente que encontremos en los poemas y obras de teatro clásicos, referencias a otros personajes a quienes el don recibido o sus habilidades, lejos de convertirse en un beneficio les convirtió en desgraciados, marginados o malditos de los dioses. Prometeo se enfrentó a los dioses para otorgar a la humanidad el fuego y ya sabemos que a Zeus no le hizo mucha gracia. El mismo Hércules vagó por la tierra para purgar el haber matado a sus hijos con su fuerza. Pero existe una figura femenina que se convierte en el paradigma de la desgracia que puede estar aparejada a la recepción de un determinado don.

En la Iliada, Homero describe a Casandra, la hija de Príamo el rey de Troya. Su historia, lejos del exotismo de sus hermanos, Paris el que enamoró y raptó a la hermosa Helena, causante de la guerra o Héctor el guerrero que se enfrenta y muere a manos del famoso Aquiles, está marcada por la tragedia. Como mujer osó hacer algo que ningún hombre (y mucho menos un dios) podía tolerar con facilidad: rechazar el amor que Apolo le profesaba. Como castigo ante ese desplante, el dios en lugar de matarla le preparó una venganza más cruel: le confirió el don de la profecía, pero al mismo tiempo la condenó a que nadie creyese nunca sus advertencias. Fue Casandra quien advirtió a sus conciudadanos para que desconfiaran de los griegos, que habían dejado un regalo tan sugerente como un enorme caballo de madera a las puertas de Troya. Todos sabemos cuál fue el final de la historia y para la propia Casandra su destino estuvo unido a la violación por los vencedores y convertirse en esclava de Agamenón, el comandante de la expedición aquea.

El don de la adivinación puede tener sus ventajas, pero también, si pensamos en Casandra, muchos inconvenientes. Podemos encontrarnos con que, sin necesidad de haber recibido el don de los dioses, seamos capaces a partir del análisis, del conocimiento de los hechos o, básicamente, con una mentalidad abierta sobre los acontecimientos, “adivinar” que determinado tipo de decisiones o actuaciones desembocarán en un desastre o en un conflicto de mayores dimensiones. En estos últimos meses, hemos asistido a los últimos momentos de nuestra particular Guerra de Troya, salvando todas las diferencias. Pero ante las posturas enfrentadas y el enrocamiento que cada una ha hecho en torno a lo que consideran su razón, han surgido muchas voces que han ocupado, sin desearlo, el rol de Casandras públicas. Asumiendo que lo que se nos avecinaba en función de las decisiones que estaban tomando ambas partes era la apertura de una “caja de Pandora”, que liberaría fuerzas que difícilmente podrían volver a encerrarse sin violencia, dolor y crispación. Algunos personajes públicos, otros del ámbito de la cultura y otros con responsabilidades políticas han recibido el mismo trato que los troyanos dieron a Casandra. Acusados de locos, irresponsables, alarmistas, antipatriotas, etc., han visto cómo sus disposiciones a evitar un mal futuro eran apartadas por ambas partes. Unos por el deseo de convencerse de su victoria final en la guerra y quedarse con el regalo del caballo de madera. Otros deseando que ese caballo fuera introducido para poder desembarcar sin problema dentro de las murallas de la ciudad.

Ahora el mal ya está hecho. La caja con forma de artículo de la Constitución se ha abierto, ya no por Pandora, sino por un presidente del Gobierno. Las consecuencias que este hecho va a tener son difíciles de adivinar, porque los poderes del don de Apolo también son limitados. Los modernos “Casandra” no desistirán en seguir denunciando lo que va a venir, porque forma parte de su maldición. Pero los dioses, los que desde el Olimpo observan las actividades mundanas habrán conseguido que su mensaje quede bien claro. Como dijo Virgilio en la Eneida: “nihil invitis fas quemquam fidere divis”, (¡no es lícito que uno confíe en nada contra la voluntad de los dioses!)

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