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Paredes

Francisco Pomares

Me entero por Jorge Coll de la muerte de José María Martín Paredes, hace un par de días, después de dos años de pelea contra el cáncer. Me llamó por teléfono hace unos meses para decirme que estaba plantándole cara, pero que al final todos nos vamos a morir, vaya consuelo. Quedamos en vernos algún día en Las Palmas, pero eso no ocurrió. Ayer, cuando Jorge me contó que había muerto, me sentí culpable por no haber forzado un último encuentro. Porque Martín Paredes fue durante muchos años un amigo. Hoy sería difícil explicar la amistad entre un periodista y un personaje situado más allá de todos los límites como era Paredes. Por algún extraño motivo encajábamos bien: los dos nos sentíamos outsiders, él en su partido, yo en el periodismo. Nos conocimos de verdad una noche de parranda en un cabaré de Santa Cruz, en la que él y José Emilio García Gómez decidieron que las AIC tenían que votar contra Fernando Fernández en la moción de confianza. Desde entonces mantuvimos un acuerdo que duró mientras él estuvo en el machito, según el cual yo podía preguntarle cualquier cosa y él me contestaría o no, pero nunca me mentiría. Sólo lo incumplió un par de veces, e hizo bien mintiéndome.

Paredes era un tipo poliédrico: legionario en sus años mozos, empresario de máquinas tragaperrras gracias a sus buenas relaciones con el poder regional, amante de la noche de Las Palmas y de todos sus secretos –que conocía mejor que nadie-, y una de las biografías más sabrosas y desconocidas del nacionalismo canario. Un tipo mesetario hasta la médula, español por los cuatro costados, que jugó sin embargo un papel decisivo en la construcción de las Agrupaciones Independientes y en su conversión a eso que Manuel Hermoso definió como el nuevo nacionalismo canario, sin que nadie le llevara la contraria. Durante años se le conoció por ser el hombre del maletín de las AIC, el que traía y llevaba los millones de las grandes empresas constructoras que financiaron la puesta en marcha de Coalición Canaria. Se decía que trabajaba para los servicios secretos, o que tenía buenos contactos con el Cesid, y al menos una de las dos cosas era cierta. Y lo era también que podía llamar por teléfono al juez Garzón, a Miguel Durán, a Pedro Jota, al ministro marroquí del Interior y a un interminable catálogo de personajes inalcanzables para la mayoría. Era una fuerza de la naturaleza, capaz de estar tres días sin dormir, sostenido a base de cafés, tabaco y güisqui, siempre acompañado a todas horas por una extraordinaria corte de secretarias y paniaguados colgados de su vicaria munificencia, que pasaron de reírle las gracias a olvidarle cuando cayó en desgracia: una historia tan antigua como la vida misma, que no le sorprendió ni un pelo. Discreto y fardón, fanfarrón y cauto, habilísimo en las negociaciones, pero capaz de tirar de farol y dejarlo todo en la cuneta por defender a un amigo. De hecho, tiró por la borda su privilegiada relación con el poder regional cuando su colega Fonfín Chacón fue sacado a cajas destempladas del Gobierno. Sin él, Coalición Canaria no habría ganado la votación de censura contra Saavedra, y probablemente no habría existido nunca.

Aunque sólo fuera por eso, alguien debería recordarlo. La política es muy desagradecida con los que no resultan útiles. Paredes no lo sería hoy, incluso los suyos le denunciaría por gánster. No lo fue: su estilo de jugador de póker y hombre de acción no cabe hoy en esta vida pública hecha de falsedades grandilocuentes en las que nadie se atreve a nada, nadie cree nada y nadie hace nada, aparte emitir declaraciones banales para que otros las repliquen. Y yo no voy a defender su lado oscuro a estas alturas. Tuvo, como tantos irrepetibles, un lado luminoso. En fin. Que morirse está en la cita. Y que murió otro amigo.

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