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Perder el juicio

Cristóbal D. Peñate / Cristobal D. Peñate

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Todos estamos sujetos a la crítica en democracia. Sin embargo, los juzgadores oficiales se creen con derechos inalienables, como si estuvieran por encima del bien y del mal, subidos en una tarima, mirándonos a los demás por arriba del hombro.

El corporativismo judicial es tan insano para la democracia como la corrupción, la prevaricación o la iniquidad. Los jueces no pueden creerse mejores que los demás ciudadanos por el sólo hecho de haber aprobado unas plúmbeas oposiciones tras años de hincar los codos en la habitación de su casa.

Todas las asociaciones de jueces sin excepción han saltado a la palestra para defender a los suyos cuando un diputado se ha atrevido a afear que el presidente de una sala no se inhibiera de juzgar un caso que afectaba a un amigo.

Los jueces pueden tener amigos, cómo no. Lo que no deben es juzgar casos en los que están inmiscuidos sus amigos. Cuando un juez ha coincidido con un empresario de postín en la directiva de un club recreativo, jugando partidos juntos, compartiendo comidas o tomándose unas copas en su casa o en la mía, debería tener más cuidado a la hora de ejercer un oficio que, si no es el más antiguo del mundo, está muy cerca de serlo.

Lo que pasa en Canarias ocurre también en Valencia, donde un juez amigo del presidente de la comunidad autónoma no es capaz de inhibirse de juzgarlo en un caso de presunta corrupción.

Todos tenemos amiguitos del alma, pero ningún juez debería atreverse a juzgarlos. Hay que tener amigos hasta en el infierno, sí, aunque en el infierno no es aconsejable tener muchos. Tebeto somos todos, pero el que se beneficia los 102 millones de euros que no vale la montaña es uno solo.

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