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Regresión laboral al paraíso terrenal

Carlos Castañosa

Después de preparar el contenido que acompañase este título, tras la relectura de un antiguo artículo publicado hace tres años al mismo respecto en este foro, y comprobada la plena vigencia del “nada ha cambiado desde entonces”, opto por la comodidad de un “copia y pega”, a la que añado la penosa satisfacción personal de acertar en mi prédica de desierto, aunque desease que así no fuera.

Te ganarás el pan con el sudor de tu frente

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que la maldición bíblica (Génesis 3/19) dejó de ser cruel penitencia por un pecadillo de nada. Los presuntos delincuentes del paraíso original –una robaperas (¿o eran manzanas?); y el otro, responsable subsidiario, un pringadillo calzonazos– con todos sus descendientes, tuvieron que sufrir durante milenios la animalada de una sentencia que los condenaba a la esclavitud de por vida: Trabajos forzosos y sudar a la gota gorda para tener derecho a un mendrugo de pan.

Con el paso de los siglos la vigilancia penitenciaria fue aflojando, y los condenados, poco a poco se iban liberando de la pesada carga que afectaba a su dignidad como seres humanos. Hasta hubo una Revolución Industrial, hace apenas un par de siglos, que marcó el inicio de una nueva era para la humanidad, en la que el trabajo como castigo iba dejando paso a la honorabilidad de las personas que podían elegir una actividad laboral bajo un epígrafe: profesión; en virtud de un extraño sentimiento llamado vocación.

Apareció un concepto desconocido hasta entonces: Derechos de los trabajadores; y se alcanzaron cotas muy interesantes para algunos afortunados, en número creciente, que llegaban a ejercer un oficio que les entusiasmaba y además se les pagaba por disfrutarlo. Era lo que, en un tiempo no muy lejano, se llamaba trabajo digno con un sueldo digno. Claro, que bajo los auspicios de la sentida vocación, era imprescindible poner los medios adecuados para lograrlo. La preparación, esfuerzo, estudios, sacrificio, entrega, riesgo, voluntad y, sobre todo, la valía y capacidad para ejercer lo elegido, eran requisitos imprescindibles en aquel tiempo, no muy lejano, en que también hubo quienes se quedaban en la estacada del fracaso por no cumplir las exigencias previas.

El implacable Todopoderoso debió pensar que esto se le estaba yendo de las manos y había que tomar medidas. No era de recibo que el valle lacrimógeno donde había confinado a los malvados pecadores y a toda su descendencia, se fuera convirtiendo en escenario de felicidad por la satisfacción del deber cumplido en forma de actividad laboral, y que se contribuyera, además, al bien común por el alto rendimiento que emanaba del amor a una profesión y fidelidad a la empresa, porque esta tratase a sus trabajadores con el respeto debido a quienes, en un tiempo no muy lejano, se consideraba el máximo patrimonio de su negocio y el mejor motivo del éxito empresarial.

El Supremo Hacedor debió pensar que algo había que hacer. En una ocasión montó lo del diluvio. En otras, siete u ocho plagas, una detrás de otra. Lluvias de azufre en ciudades pervertidas. Epidemias y pestes de vez en cuando para que esto no se llenase de mucha gente. Y la amenaza continua de cuatro jinetes enloquecidos que no dejan títere con cabeza.

Como todo esto se había quedado pequeño, ahora tocaba la crisis. Pero se tenía que hacer bien. Para montarla, hubo que delegar la gestión a emisarios de fuera, pues lo gestores propios todavía no sabían cómo hacer tanto daño. Era necesario que los poderes, financiero, político y empresarial, recibieran la infusión interior de ángeles oscuros para convertirse en poseídos malignos. Aunque ya fueran malos de antes, así recibieron el doctorado cum laude en perversidad. Objetivo prioritario: hacer regresar a las antiguas condiciones de trabajo a las personas que habían intentado eludir las penas impuestas por un delito hereditario.

Localizados los sicarios del mal, inmersos en la corrupción generalizada y con el poder que da la falta de sensibilidad humanitaria, la operación era fácil. Los bancos se quedan con el dinero de los clientes y se lo reparten entre los directivos. Los políticos decretan reformas laborales y salvajes recortes a derechos fundamentales, según se les ordena desde los poderes financieros a cambio de mantenerse en la poltrona bien pagados. Los empresarios se quitan de en medio a trabajadores expertos por su antigüedad y contratan aprendices más baratos a los que aplican las reformas de forma torticera, externalizando actividad y producción a empresas satélites de bajo coste, y prodigando contratos basura: Te pago media jornada y el resto te lo doy en negro, “pero solo una parte”…O mejor: Trabajas gratis un mes de prueba. No darás el perfil. Te irás a la puta calle y yo tendré que buscar a otro… y así sucesivamente… (productividad fraudulenta).

La pérdida de valores desde la cúpula infecta de una sociedad, determina el lamentable regreso a la condición de purgatorio para un pecado original, que hizo del trabajo maldición, y del trabajador esclavo.

Cuando el padecimiento del pueblo soberano destruye su dignidad, no hay salvación...

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