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Que ahora no se rasguen las vestiduras

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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Con su muerte debería haber terminado la carrera de uno de los ideólogos más sanguinarios y despiadados de cuantos ocupan las páginas de la historia de la humanidad. Goebbels, no sólo logró controlar las mentes y los destinos de sus compatriotas, asfixiados bajo la opresión de las criminales normas dictadas por su ministerio, sino que fue un paso más allá. En su afán por llevar a su país hacía el borde mismo del abismo, Goebbels desarrolló la teoría de la “Gran Mentira” expuesta por su líder, Adolf Hitler, en su libro Mein Kampf.

Para el ministro de la propaganda del Reich, lo importante, además de lograr que sus mentiras tuvieran un poso de credibilidad, era el factor de la repetición.

De ahí que, además de evitar cualquier tipo de fisura, duda o contradicción en sus postulados, las arengas vomitadas por el ministerio de la propaganda nazi se apoyaran en repetir, una y otra vez, un determinado suceso, teoría o acusación. De esta forma se lograba satanizar a una raza, una ideología, un credo o una expresión artística. Con el paso del tiempo, las teorías de Goebbels se han resumido en la frase “repite una mentira mil veces y acabará por ser considerada una verdad”.

Tristemente con la muerte de Joseph Goebbels y la caía del Reich alemán, sus teorías no murieron con él, siendo estas exportadas por las naciones ganadoras, sobre todo los Estados Unidos de América.

Y si no me creen, piensen en la demencial y fascista “caza de brujas” encabezada por el demente senador Joseph McCarthy, propia de la campañas contra los disidentes del régimen nazi capitaneadas por Goebbels.

Con el paso de los años, las técnicas del ministro alemán se han ido perfeccionando, en especial por los simpatizantes del partido conservador norteamericano, empeñados en defender su estatus, cueste lo que cueste.

En los dos últimos años, y tras la victoria del actual presidente, Barack Hussein Obama, el testigo de las enseñanzas de Joseph Goebbels ha sido recogido por los partidarios del engendro conocido como el Tea party, alumnos aventajados del ideólogo alemán.

El Tea party ha conseguido erigirse como el “último baluarte” para defender a los Estados Unidos de América de la amenaza que supone la actual administración del presidente Barack Obama.

Y lo ha logrado, gracias a la ayuda de señalados representantes del partido republicano; la cobertura dada por algunos de los medios de comunicación más conservadores y reaccionarios del país; y el apoyo de grupos religiosos ultra-conservadores.

Su estrategia es simple, pues se trata de buscar un determinado argumento -a ser posible uno que despierte controversia entre la ciudadanía- y transformarlo en el “caballo de batalla” de todas sus reivindicaciones. Para lograrlo, los ideólogos del Tea party recurren a todo un extenso catálogo de prejuicios, tergiversaciones históricas, alarmismos prefabricados y mentiras puras y duras. Todo vale, al igual que anteriormente hicieran los sicarios mediáticos del partido nazi, con tal de lograr convencer a los ciudadanos americanos de sus postulados.

Así, la reforma sanitaria de la actual administración se ha convertido en la herejía a combatir, apoyados en el enorme gasto que dicha reforma supondría para el país. Este argumento, basado en una obviedad ?el mencionado gasto- olvida convenientemente otro gasto, no menos gigantesco, unos aproximadamente cinco billones de dólares, que es lo que ha venido a costar la tan cacareada y desastrosa invasión de Iraq. Para el Tea party, ese dinero, el de la guerra contra la amenaza musulmana, está justificado mientras que asegurar la cobertura médica para más de 50 millones de norteamericanos es un derroche que no se puede permitir.

Después están sus arengas contra la subida de impuestos, la ley del aborto, la investigación con células madre, los matrimonios entre personas del mismo sexo, las leyes de inmigración y el control de las armas de fuego. Por enumerar solamente algunas de sus cantinelas más recurrentes.

Para quienes enarbolan la bandera del Tea party, aquellos que apoyen, por ejemplo, el subir los impuestos para así gravar las rentas más altas, el tratar de encontrar la cura a enfermedades degenerativas ?gracias a la investigación con células madre- o controlar la libre circulación de las armas de fuego, sobre todo entre los más jóvenes, les hace merecedores de figurar en la lista de “los más buscados”.

Cierto es que muchos de los excesos que se han vivido en los últimos tiempos no son ajenos a la propia idiosincrasia de la sociedad norteamericana de las últimas décadas. No obstante, hace treinta o cuarenta años, la inmediatez de las noticias no tenía nada que ver con la velocidad con la que ahora circulan los mensajes. Posiblemente, hace unas décadas, excesos como el colocar una diana sobre la imagen de los adversarios políticos de cualquiera de los dos partidos que compiten en la arena política estadounidense hubiera quedado en una simple anécdota. Sin embargo, hacerlo hoy en día no sólo es una temeridad, sino que roza lo delictivo y demuestra que el derecho a la libre expresión pierde su verdadero significado cuando choca contra la seguridad personal de quienes se señala con el dedo.

Igualmente cobarde es recurrir a la carta magna de los Estados Unidos de América para evitar, siquiera, hablar del control de los millones de armas que circulan por la sociedad americana.

Ahora, todos -sobre todos aquellos que les gusta darse “golpes de pecho” y “rasgarse las vestiduras” en público- hablaran de la tragedia que ha golpeado a la sociedad americana, tras la masacre del pasado sábado ocho de enero. A buen seguro, se buscarán todos tipo de justificaciones peregrinas que expliquen por qué un joven de 22 años acudió a un supermercado en el que, entre otras personas, se encontraba la congresista demócrata Gabrielle Giffords y comenzó a disparar. Apelarán a su pasado disfuncional, sus problemas con algún tipo de sustancia y una mala interpretación de los mensajes, todo con tal de tender una cortina de humo que les exima de cualquier responsabilidad.

El problema, tal y como sucede en nuestro país, es que muchos cargos electos, tele-predicadores apocalípticos y gente de bien pensar, no mide aquello que suelta por la boca, sobre todo cuando se trata de descalificar al contrario. En su demencial e irracional fanatismo olvidan que sus actos pueden traer consecuencias ?y de hecho, las traen- y no siempre son las que ellos esperan. En el tiroteo del sábado día ocho, seis fueron las personas que acabaron pagando el clima de irracionalidad y odio que se vive en buena parte de la sociedad norteamericana, entre ellas, una niña de nueve años. Y en el tiroteo del sábado día ocho, una congresista de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos de América, la cual llevaba varios meses señalada con una diana en la página web de una líder del Tea Party, recibió un tiro en la cabeza,

Quienes conocemos el manejo de las armas de fuego sabemos que disparar a la cabeza, aunque se trate de una pintada en un blanco en un foso de tiro, no es fácil. Requiere concentración, práctica y buena puntería. Imaginen si, encima se trata de la cabeza de una persona, en vez de un blanco de cartón.

Claro que, tal y como confirmaron los médicos que trataron a la congresista Grabrielle Giffords, la bala que impactó en su cabeza entró por la parte de atrás y salió por delante. Y ya se sabe que disparar por la espalda es siempre mucho más sencillo, lo mismo que lo es “tirar la piedra y esconder la mano” o “rasgarse las vestiduras” en vez de asumir la responsabilidad de los actos de cada uno.

Las condolencias y las “lágrimas de cocodrilo” tras sucesos como el acontecido en el estado de Arizona terminan siendo tan nauseabundas como cobardes y no solucionan absolutamente nada. Y este mundo necesita soluciones, no un coro de fariseos a su alrededor.

Eduardo Serradilla Sanchis

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