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Más allá de los nacionalismos

Teo Mesa

Los nacionalismos o patrioterías son un mal endémico que anida en la mente de los hombres. Es una psicopatología en la creencia de que no existen otros especímenes que les igualen en sus nimbados ADN. Todas las razas que componen los pueblos de la Tierra se autodenominan únicas, sin parangón en sus correctas genéticas. El haber nacido en un determinado lugar; que por sus venas corra sangre con un Rh determinado; o por hablar una lengua diferente a la comunitaria de la grey, les hace concebir —o así lo creen—, ser turgentes personas de altas cualidades y etnia superior a las demás razas.

Los que a ella no pertenecen, según la obnubilación de la conciencia de estos próceres del linaje, lo serán a otras míseras clases étnicas, al Pandemonium o capital imaginaria del infierno. Son una abyección o una bajeza de razas en parangón con aquélla. Son el alfa y omega de las superetnias que pueblan el mundo. Pero tienen también su origen en el mismo ADN que portan todos los seres humanos, con una proporción también, en genes biológicos con las moscas y las ratas.

Estos nacionalistas en sus inmanentes territorios, viven en una continua quimera, en una bacanal egocentrista, la cual les engendra una obcecación ombliguista por sentirse únicos y bien distintos a los demás. Un eternizado dislate. Este vano sentir desde tiempos inmemoriales, en la que comulgan con las trufadas razones que se escuchan y se aguanta, por la noble sensibilidad de otros pueblos, que igualmente tienen su ego y el prurito de su respetada idiosincrasia, por no pertenecer a esa sancta sancturum de todas las razas.

Los nacionalismos derivan en independentismos. Como es obvio, no se pueden mezclar con otras genéticas de tan denigrados genes. Su quintaesencia de raza pura no se los permite. Antes tendrían que hacerse una catarsis para depurar su genética. Esta enajenación perenne (no temporal) se puede mejorar en su patología, que como aducía Unamuno: “Se cura viajando”, será su pócima. Con ello se conocen otras culturas, etnias y formas de vivir tan distintas (ni mejores ni peores) a las suyas. Y los empecinados nacionalistas evidencian que no son tan distintos.

Entre otras causas, la historia de la Humanidad está saturada de los belicismos más feroces que se hayan producido, precisamente, por los nacionalismos y las religiones. La sinrazón subyace en los fundamentalismos activos que practican e imponen. Ambos, con sus letanías, han inducido a las poblaciones a las más inhumanas atrocidades guerrilleras entre los distintos pueblos. Los unos, porque desean aplicar y separar sus inviolables criterios étnicos: los otros, por implantar sus credos en todos los territorios y personas, como religión única y verdadera.

Los nacionalismos, o exaltadas patriotismos, unidos a la hostilidad hacia otras razas y culturas, hacen que se enclaustren entre líneas fronterizas, simplemente, por autojuzgarse como en seres heterogéneos, por ser una raza y territorios señeros, ungidos por los dioses del Olimpo y otros santos de palo. Pretenden ser un pueblo sublime, sin par en el planeta. El objetivo es confinarse en sus intramuros territoriales. Otro disparate más, en su errónea manera de pensar. En su aislamiento nacional pierden los beneficios de la comunidad en unión de intereses comunes, protecciones, derechos, atribuciones, del estado de bienestar y de otros derechos sociales. Estos serían los objetivos sublimes a alcanzar en una convivencia común.

Estas derivaciones fratricidas están maniqueadas por los líderes de los partidos políticos en espurios intereses, jugando con las volubles emociones de las gentes y los pueblos. Y en el trasfondo de estas actuaciones egocentristas, están los poderes de la dominante plutocracia, que desde las sombras manejan los hilos de estas marionetas, con el asumido sentimiento del nacionalismo y las patrioterías más inanes.

El ser humano siempre ha creído que su vida es eterna, que carece de una muy efímera caducidad mortal. En la del universo infinito solo somos menos que un pestañear en el tiempo del macrouniverso al que pertenecemos, en nuestras muy cortísimas vidas y sobre el minúsculo suelo que ocupamos. La existencia de vida en la Tierra se remonta a 3.700 millones de años.

No queremos pensar en las infinitas dimensiones que tiene el universo que observamos, con un radio de 13.700 millones de años-luz; que desde 1966, se han avistado más de 200 sistemas planetarios, con unos 500 planetas. Hasta ahora, han observado los astrónomos miles de millones de galaxias; y nuestro planeta Tierra, en la infinitud de proporción en nuestra galaxia, ocupa un pixel, comparado con el resto. Somos nada. Lo demás son zarandajas de seres mentecatos.

Todo un despropósito es pensar o arrogarse una distinción entre todos los demás mortales en nuestras muy efímeras vidas, que nada suponen en la infinitud del cosmos. Es peccata minuta. Existen argumentos más importantes en la existencia humana: vivir en libertad de conciencia y encontrar la felicidad, y en respeto a todos los que eventualmente compartimos este solar llamado Tierra. Nada somos. Solo materia química que tiene vida por un tiempo en el espacio sideral. A pesar de nuestra majadería.

Gracias que siempre nos quedará el arte, para disfrutar en nuestras diminutas existencias.

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