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Hacia una democracia autoritaria

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En estos días hemos conocido a través de los medios de comunicación las intenciones del Gobierno del PP de impulsar una Ley de Seguridad Ciudadana, que contendría medidas punitivas en relación con determinadas acciones de protesta. Se trataría, según estas primeras informaciones, de un endurecimiento de la actual legislación conocida como Ley Corcuera (1992), que pasaría de contener 39 infracciones a 55, de las cuales 21 serían consideradas muy graves. Con esta nueva Ley de Seguridad Ciudadana, tal y como reconoce el propio Secretario de Estado de Seguridad, Francisco Martínez, “las sanciones que antes eran faltas y que tenían sanciones penales ahora se incorporan a la ley administrativa”.

Esto, que en un principio puede parecer un avance, al convertir lo que antes era un proceso penal en una sanción administrativa, supone en realidad una mayor indefensión para los ciudadanos ya que deja en manos de la Administración, lo que antes estaba en manos del poder judicial. Y recordemos que en la contienda política, el objeto de las demandas suelen ser los gobiernos y los gobernantes, que con esta nueva ley se convertirían en juez y parte, lo que sin duda tendría consecuencias graves desde el punto de vista democrático. Por otro lado, hay que tener en cuenta que ganar un recurso contra el Estado es muy difícil, a lo que se añade que un proceso administrativo como éste podría suponer unas tasas de cerca de 2000 euros, mientras que lo penal es gratis.

La propuesta, entre otras cosas, pretende convertir los escraches, la grabación y difusión de imágenes de policías en acto de servicio, las protestas sin permiso ante el Congreso, el Senado, los parlamentos autonómicos y los tribunales en faltas administrativas “muy graves”, multadas con hasta 600.000 euros. Pero no sólo participar en la protesta sería objeto de castigo, también aquellos que la hubieran convocado a través de Internet, las redes sociales o cualquier otra vía podrían ser sancionados por haber cometido una infracción muy grave. Las posibles multas para unos y otros oscilarían entre los 30.001 y los 600.000 euros, según el Ministerio del Interior.

La propuesta impulsada por el ministro, Fernández Díaz, no coge por sorpresa a activistas sociales y analistas políticos. Desde que accedió al cargo el Ministro de Interior cambió las formas de actuación policial en relación a las protestas sociales y, en una estrategia evidente de deslegitimación, inició una campaña de declaraciones públicas que anunciaban cambios legislativos. Durante la Huelga del 29 de marzo de 2012 declaró que convocar una protesta que acabara en disturbios sería delito. Al mismo tiempo, advirtió que la resistencia pasiva también estaría incluida en el nuevo Código Penal. Desde su acceso al Gobierno hace dos años, el Partido Popular, ha presentado las movilizaciones como problemas de orden público, con las consiguientes prohibiciones de manifestaciones, trabas de los recorridos, imposición de horarios, etc.

Entre 2011 y 2012 el número de manifestaciones prohibidas ha aumentado en un 35%, según fuentes del propio Ministerio de Interior. Como ha señalado Donatella Della Porta, “el que una acción de protesta se defina como el ejercicio de un derecho ciudadano o como una disrupción de orden público tiene consecuencias importantísimas para la legitimación de los actores”. No hay que olvidar que actualmente, ante la crisis de credibilidad de los partidos políticos, son los movimientos sociales y las nuevas redes de protesta, las que gozan de un importante respaldo social.

En los últimos años, se han venido produciendo una extensión y una intensificación de la protesta. En 2011 el número de manifestaciones en España ascendió a 21.297, y en 2012 volvió a ascender a 44.233. Mientras tanto, la tasa de criminalidad no ha parado de disminuir. Según cifras oficiales del propio Ministerio de Interior, los delitos y faltas registrados en 2012 se redujeron en un 0,7% con respecto al año anterior, lo que mantiene un índice de criminalidad de los más bajos de la Unión Europea. La respuesta del gobierno a esta situación es muy típica de los momentos de intensificación de la protesta, pretendiendo que la cuestión de los derechos de los manifestantes y la represión policial se conviertan en una cuestión controvertida en la opinión pública.

En este sentido, la actuación policial en las movilizaciones del 25-S (2012) supusieron un importante paso en esta dirección, ya que pretendían situar el foco de atención en la cuestión de la violencia y la legitimidad de las acciones, relegando a un segundo plano las reivindicaciones de la protesta, que sitúan al gobierno en el centro del problema. La campaña de desinformación y confusión del Gobierno pretendía crear una imagen pública desfavorable de los manifestantes, y una desmovilización de una parte de los movilizados mediante el fomento de conflictos internos, a sabiendas de las “contradicciones culturales” que la cuestión de la violencia provoca en el seno de los movimientos y en la opinión pública.

En este terreno ha sido muy relevante el papel que han jugado los jueces ante estas situaciones. Al contrario de lo que ocurre en la mayoría de los delitos, atentar contra el orden público tiene una definición jurisdiccional muy vaga. Así, las actuaciones de los jueces pueden favorecer o limitar las oportunidades políticas de los movimientos. Decisiones como la de la Audiencia Nacional absolviendo a los acusados del 25S, pero también otras actuaciones judiciales anulando prohibiciones de manifestaciones o acciones de protesta, han favorecido el alcance de la protesta social, en contra de los intereses del gobierno actual. Las iniciativas del Gobierno contra los escraches también fracasaron.

En este sentido, las actuaciones judiciales se han presentado como muy tolerantes y favorables a proteger el derecho ciudadano a la protesta, lejos de lo que le gustaría al Gobierno. Los cambios que promueve esta propuesta de ley, hay que entenderlos, por tanto, en la clave de restar capacidad de actuación en estos asuntos al poder judicial, para dejarla en las manos arbitrarias del Gobierno. No es de extrañar, por tanto, que diversos representantes de colectivos judiciales, como Jueces para la Democracia, hayan alertado ya del retroceso que podría suponer esta nueva ley, en el que se observan “claros elementos de desproporción” y algunos otros que podrían vulnerar principios constitucionales.

Desde los movimientos sociales y las nuevas redes de protesta, las señales de alerta se han encendido, porque a los recortes en derechos sociales, que están suponiendo un aumento de las desigualdades sociales y el empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad, se une ahora un fuerte ataque a los derechos civiles como son los derechos de reunión y manifestación. Se trata de un ataque directo a estos actores sociales que hoy protagonizan los principales episodios de contienda política, y que gozan de un amplio respaldo ciudadano. Hay que tener en cuenta, además, que la protesta y la movilización se han convertido en España en la principal forma de participación no convencional, por la que los ciudadanos expresan su disconformidad y/o elevan peticiones a los gobiernos.

Los estudios sobre participación política señalan de manera insistente el bajo tono participativo de la sociedad española en la mayoría de las formas de participación no electoral, desde la implicación en asociaciones o grupos de interés, como en ONG o movimientos sociales. Sin embargo, esta pauta no se mantiene en lo referente a la participación en manifestaciones. En el estudio realizado por el profesor de sociología de la UPO, Manuel Jiménez, sobre la normalización de la protesta en España (2011), se nos muestra como durante la última década la sociedad española ha estado a la cabeza de los países europeos, en cuanto a la asistencia de ciudadanos a manifestaciones. Este hecho se vincula, entre otras razones, a que el sistema político español se ha caracterizado por ser poco receptivo y abierto a las demandas de los movimientos sociales. Los canales para elevar propuestas de la ciudadanía son casi inexistentes, y los que existen son muy limitados. Así, la receptividad de las instituciones se ha hecho muy dependiente de la existencia de la conflictividad social, y el recurso a la protesta se ha ido incorporando a la práctica política y la cultura cívica como una forma habitual de expresión política.

Con estos ingredientes, la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, en los términos que actualmente se conocen, supondría una mayor limitación de la participación y de las capacidades reales de incidencia sobre los poderes públicos por parte de la ciudadanía. Esta situación afecta de manera directa a las organizaciones de los movimientos sociales y a las nuevas redes de protesta que en la actualidad se presentan como los principales actores de oposición política, muy por delante de los partidos políticos y los sindicatos.

La regresión social y política a las que nos está llevando el actual gobierno del Partido Popular en tan sólo dos años de legislatura, y las previsibles actuaciones futuras en la misma dirección (ya se está anunciando una reforma de la Ley de Huelga), apoyándose en su mayoría absoluta, nos sitúa en la perspectiva de lo que podemos calificar como una democracia autoritaria: un modelo político con un sistema de partidos muy poco pluralista, con unas élites gobernantes que, de manera genérica, toman decisiones sin la existencia de un debate público razonado y argumentado, de manera que los decisores públicos imponen una “supuestamente única solución” sin que exista acuerdo previo sobre cuál es el problema que se va a solucionar, sin medios institucionales para canalizar eficazmente las demandas de los ciudadanos y con una legislación que limita considerablemente derechos fundamentales como el de reunión, de manifestación o el derecho a huelga.

Aunque sabemos que, por lo general, la represión y la criminalización son elementos que favorecen la desmovilización social, no sabemos qué efectos concretos puede tener la Ley de Seguridad Ciudadana sobre el futuro de los movimientos sociales y las nuevas redes de protesta. Lo que sí parece evidente es que, éstas son hoy las principales canalizadoras de un disenso democrático que se enfrenta a las políticas regresivas del Gobierno en materia de derechos y libertades. La nueva cultura política emergente que se ha ido desarrollando en los movimientos sociales y las nuevas redes de protesta, que implican una reivindicación de profundización en los componentes participativos y deliberativos de la democracia, chocan frontalmente por la actuación de un gobierno que impulsa no sólo políticas de desmantelamiento del Estado de Bienestar, sino también medidas que suponen un retroceso en materia de derechos civiles y libertades individuales. Ante este panorama desdemocratizador , las organizaciones de los movimientos sociales, las nuevas redes de protesta y la izquierda política están avocadas a tomarse en serio la desobediencia civil.

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