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La discriminación y la pobreza en la mujer

Teo Mesa

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Han quedado atrás los tiempos de la escritora gallega Concepción Arenal, quien fuera una denodada luchadora en los finales del siglo XIX por los derechos e identidad de la mujer. También lo fue el mismo Galdós, que lo denunció en sus novelas; entre otras: Electra, Celia en los infiernos, Realidad, etc. Basaron ambos sus demandas, en la educación como eje fundamental de la lucha en la mujer, para reconocer sus derechos a esa igualdad. Todavía hoy, con la óptima educación que tienen muchas mujeres, sufren el envilecimiento de sus justos derechos en la sociedad que viven, trabajan y desarrollan tan importante papel, como su homólogo el varón.

Precisamente en los actuales tiempos, la mujer en cuanto a educación universitaria supera con creces al hombre. En la universidad española la mujer ha alcanzado el 70% de los titulados. Cifra impensable hace algunos años, llegando al culmen de una formación cultural-profesional en igualdad o superando al hombre. Pero, en antagonismo, su acceso al trabajo se ve mermado por criterios de empleadores de antiguallas modales discriminatorios en los salarios y otras demandas. O propiamente para emprender negocios.

En esta sinrazón de los vilipendios entre géneros, son las mujeres las que padecen mucho más que los hombres las distintas formas de pobreza, y son víctimas de este injusto azote, al ser el centro de flagrantes ultrajes de las exclusiones sociales en educación, sanidad, trabajo, propiedad, familia y demás desigualdades en la sociedad donde desarrolla su vida.

La pobreza extrema en el mundo afecta a 1.500 millones de personas, quienes subsisten con menos de un euro diario. La inmensa mayoría de esa congoja son mujeres, que copan casi el setenta por ciento. En los deprimentes desahucios de viviendas que se producen en los tiempos de restricciones económicas, las más damnificadas son también, las mujeres.

La pobreza hace que a la mujer se la prive de sus derechos y sea abandonada a su suerte. Y en la penuria todo son calamidades. Sus derechos quedan desprotegidos. Se la descalifica como sujeto insignificante, carente de voz y decisiones. Se la califica como un objeto de servicio y uso. Se impone la mala educación machista, sexista y aún racista, con la abominable violencia de género.

Estos derechos de las mujeres y niñas no pueden quedar sometidos a puntuales acciones en el tiempo, para reclamar cualquiera de los derechos adquiridos por ser simplemente persona y semejante de la misma sociedad organizativa. Todos los Estados deben tener la igualdad como un derecho inalienable entre todos los componentes de la sociedad, como norma común innegable y sin desequilibrios entre los géneros: mujeres y hombres, niños y niñas.

Por ello, es deprimente que en los albores del siglo XXI, en una cultura tan avanzada en todos los ámbitos, sobre todo en los progresos cultuales, económicos, sociales, tecnológicos habidos en las sociedades occidentales, deban programarse en Europa, en fechas puntuales, como se realiza el día 17 de octubre, con el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, tratando los asuntos de la discriminación femenina, derecho a la igualdad y desarrollo.

La mujer en la predominante, anómala y variada cultura mundial, desde atávicos tiempos, ha sido marginada por el varón, estigmatizado éste por un engreimiento de atribuirse una mayor capacidad intelectual, de supuestamente arrogarse en un ser superior.

Esta mentalidad brutalmente de autoritarismo machista, de arrinconar a la mujer en el hogar y a su servicio (y sin facultades como persona), basa su creencia en la fuerza física, en el trabajo fuera de casa, por aportar el dinero del hogar, etc., en muchos países y hogares; y en la mal intención a su favor, que no intelectual, en este atropello de la sinrazón, que se ha perpetuado durante toda la existencia humana, especialmente en muchas culturas mundiales.

El talento o la capacidad intelectual innata o adquirida mediante formación, no es una cuestión de géneros. No se tasa ésta por sexualidades ni cromosomas. Ese es un craso error, absolutamente interesado y abominable por parte del hombre en su impositivo beneficio.

La causa de esta desvalorización hacia las féminas puede tener su ladino origen en los usos y abusos del hombre, como macho, en tener a la mujer supeditada a sus deseos carnales y privativos caprichos de autoritarismo, en abyecta desigualdad y subordinación al macho. En una palabra: sometida hacia un servilismo a su persona en una impuesta sociedad ficticiamente patriarcal.

Sigue aún, en los tiempos que corren, la animadversión y la anulación de la mujer es tal, que es apartada de todos grupos de poder: políticos, empresariales, sociales, económicos, etc. El derecho a la paridad se borra para la mujer. En nuestro país, la paridad por derecho en igualdad de géneros no se cumple. Ni tan siquiera por ley vigente.

La historia de esta exclusión igualitaria sigue todavía y esperpénticamente inamovible. Y lo será sempiternamente por abyectos intereses varoniles. En el presente (y parece que continuará en el futuro), estos derechos vilipendiados hacen que la mujer sea discriminada en su género con respecto a los derechos de igualdad con los varones, por lo que es peor tratada en varios de los organismos establecidos por la sociedad, los trabajos y en sus salarios.

A igual trabajo, igual jornal; o igual preparación, misma correspondencia salarial. Sigue imperando en el subconsciente del varón el ancestral dominio de la cultura de la falocracia sobre la mujer. Sin embargo, en la familia, reproducción y cuidado de los menores del hogar, juegan un incalculable rol muy difícil de sustituir.

Sin embargo, ha quedado más que evidente, que la mujer cuando ocupa cualquier cargo de responsabilidad de cualquier índole y magnitud que fuera (mismamente los designios del hogar), su seriedad, eficiencia, poder organizativo, etc., supera en demasía las gestiones varoniles, en su mayoría. Y además, en sus principios morales y éticos no la permiten corromperse con tanta indignidad, como ocurre en los hombres. Y tienen la gran virtud —de la que carece la obsesión varonil por sus bajos instintos libidinosos—, de no ver en sus compañeros de labor como un objeto de vulnerabilidad sexual, al que hay que acosar.

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