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El embotamiento

José A. Alemán / José A. Alemán

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Junto a esto, la miseria política. Aun sin saber si se está haciendo lo posible para evitar estos muertos ni si la política del Gobierno es la adecuada, no son de recibo las actitudes de quienes desde las filas del PP se apresuraron a arrimar el ascua a su sardina. Dolores de Cospedal relacionó la tragedia de Lanzarote con la detención de inmigrantes ilegales en Madrid a la que una circular policiaca marcó el objetivo de un número mínimo de detenidos; lo mismo que las empresas fijan su meta de resultados anuales. En Canarias, la diputada del PP por Las Palmas, Carmen Guerra, solicitó “medidas claras” (?) para evitar la llegada de cayucos y “una política de inmigración responsable” (?) hacia esos países con los que Zapatero y su Gobierno “tiene tan buenas relaciones”, dijo con retintín ignorantón. No tenían una idea clara de lo que acababa de pasar, pero quisieron aprovechar la ocasión.

Sin duda, ninguna de las dos se alegra de que pasen estas cosas, pero a veces dan la sensación de desearlo. Es la forma de hacer política en España, que embrutece. La obsesión del día a día, la de cogerle las vueltas al Gobierno, obliga a tener la escopeta cargada lo que embota la sensibilidad para elegir los proyectiles porque cualquiera vale. La lucha no es ideológica ni de confrontación de modelos de sociedad sino mera disputa del poder. El afán, la urgencia, de golpear al Gobierno para debilitarlo hace que sólo se aprecie un drama humano en lo que tenga de arma política.

El embrutecimiento se advierte por todas partes. Es el mismo que lleva al PP, como en su día al PSOE, a considerar ataque directo al partido actuar contra militantes o personas de su entorno sospechosas de corrupción. No se cuestiona al PP como organización, corriente ideológica o lo que sea; como tampoco se fue contra el PSOE en los días negros de la última legislatura de Felipe González. Pero los dirigentes se lo toman como acoso global, que es la mejor manera de permitirle a los corruptos, ciertos o presuntos, seguir tan campantes amparados por las tesis conspiranoicas en las que resulta menos grave la corrupción que su desvelamiento y eventual utilización por los rivales; el paraguas de partido que según González Arroyo le faltó a Dimas Martín. Un discurso que no se detiene ante las instituciones del Estado que son escarnecidas en cuanto los escándalos dejan de ser comidilla de mentidero o arriesgada información periodística para convertirse en materia de investigación por la Justicia.

Pueden parecer cosas distintas la tragedia de los cayucos y las actitudes ante la corrupción. Pero no lo son para eso que los moralistas llaman pérdida o perversión de los valores de referencia y que los sociólogos temen que se extienda a todo el cuerpo social, bastante tocado ya. En un caso, se oculta la terrible injusticia social de siglos que está detrás de los primeros borrando la idea de que el bienestar europeo lo ha alimentado la miseria de la que huyen ahora los sin papeles; en el otro, se pretende explicar la corrupción, incluso justificarla, porque siempre ha existido y existirá llegándose al punto de admirar la inteligencia de quienes se han enriquecido con ella. He oído afirmar que los negocios son así, lo que crea el ambiente propicio para que los autores de las fechorías continúen en la actividad pública. Sus operaciones acabarán, al paso que vamos, incluidas en los planes de estudio de las escuelas de negocios y las facultades de Ciencias Políticas explicarán la corrupción como mero tacticismo partidista.

El embotamiento que hace abstracción de la injusticia que obliga a muchos a jugarse la vida en pateras o cayucos es el mismo que impide ver que la corrupción, especialmente cuando adquiere dimensiones de desvalijamiento, daña directamente a la ciudadanía de la que surgen no pocos de sus defensores. No piensan que los corruptos no arramblan por dineros que andan sueltos sin dueño ni que cuanto cambia de manos, bajo cuerda o con el Boletín Oficial por delante cuando la impunidad se hace norma), lo repercuten los “paganos” directamente a los ciudadanos; en el precio de las viviendas construidas; en la menor calidad de los materiales utilizados en las obras públicas, a las que encima encarecen; en la reducción de servicios y de su calidad global; en la evaporación de fondos presupuestarios que no alcanzan para ciertos cuidados y un largo etcétera de consecuencias negativas directas en nuestra vida diaria; entre las que cabe incluir la pérdida de credibilidad democrática. La corrupción es un cáncer pero, ya ven, algunos consideran que insistir en ella es tabarra insoportable. Cosas del embotamiento; de la percepción sensorial o del prosaico hacer bote a como dé lugar.

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