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La política española precisa de un flautista como el de Hamelín

Antonio Ortega Santana / Antonio Ortega Santana

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Saco a colación la anécdota, porque hasta los más pequeños de la casa, tienen conciencia de lo mal que lo hacen los políticos que se sientan en los Parlamentos, tanto nacional como autonómicos. Todo, en torno a la política huele a podrido. Nauseabundo es el hedor que desprenden las noticias tan cercanas a nosotros, como son la campaña desatada contra una magistrada, que su único delito es intentar esclarecer, un presunto contubernio político-económico que se cierne sobre la sanidad canaria, y cuyo “hipotético” epicentro se encuentra en el entorno del P.P. y su “falso tenor” que sin llegar a “castrato” le va mucho el folclore socio-político que desgraciadamente tenemos que soportar los isleños. Basura y más basura, que no hay forma de reciclarla, pues es etérea. Se huele, se padece; pero no le vemos, la intuimos, conocemos a los químicos, autores del letal gas, que día a día, mes a mes, año tras año, nos asfixian, sin que el poder constituyente ponga remedio a este campo de exterminio que es nuestra política autonómica. Otra desgracia más, de ser isleño, pues para “cimentar” el poder en la piel de toro, se venden nuestros cebadales, nuestra peculiar naturaleza, por un jodido plato de lentejas, que ojala veamos a los causantes, retorcerse de dolores. Ya no sentimos odio, los isleños, sentimos asco de lo que vemos, lo que palpamos de ese sórdido mundo en el que se ha convertido la política nacional y autonómica.

El sentir de mi nieto, no es un caso aislado, y que muchísimos niños y adolescentes recordarán a sus descendientes, desde esa salvaje huelga de los privilegiados controladores, que frustraron un respiro vacacional a ciento de miles de españoles y europeos, hasta el vergonzoso comportamiento de los que se dicen nuestros representantes, en el Parlamento nacional, escenario de las más variopintas actuaciones; con un impropio lenguaje, más cercano a los bajos fondos, que sí de una institución soberana se tratara, pues el dime y el tú más, no va más allá del socorrido: “Dile furcia, antes que te lo diga” Por ello, no me extraña la moraleja que un niño saque del cuento de aquel flautista, que sufriendo la despótica fuerza del gobernante, incumpliendo su palabra, no sólo se llevase al río a las ratas de cuatro patas, sino que privó al pueblo de lo más preciado: a sus niños, encerrados y aislados de sus progenitores. Hoy podríamos decir, como moraleja, adaptada al siglo XXI, que el flautista se enfrentaría a “ratas” de dos patas, engendros criados y ensolerados al abrigo de algo tan hermoso, como es la democracia.

Antonio Ortega Santana

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