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El sindrome del boxeador sonado

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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Ahora, trasladen dicho razonamiento a la situación española actual y verán cómo se parecen ambas situaciones. En los dos casos, el promotor/ los promotores del asunto vocearon las bondades del próximo combate y/ o las bondades de la economía española con el rimbombante eslogan “España va bien”. Y todo el mundo, al igual que el boxeador, se tragó el anzuelo.

Después está esa enorme bolsa por la que se iba a pelear, llena de dólares, euros o yenes multicolores. En el caso de nuestro país, esa bolsa de dinero la representaron los bancos, los cuales parecían una suerte de pozo de los deseos en los que cualquiera que acudiera lograba su propósito. ¿Qué más daba que el contrincante fuera una mole que desafía a las mismas leyes de la gravedad al estar de pie? ¿O qué más daba que uno se hipotecara a 40 años, con unas condiciones lesivas para los intereses personales de la persona y con unas clausulas contractuales más propias de los usureros de antaño que de las instituciones financieras del mundo contemporáneo?...

¡Nada! Daba igual. La bolsa, como los eslóganes, mandaban en aquellos momentos y ya se sabe “Si los pisos son tan caros, será porque los españoles pueden pagarlos” como diría aquel, sin que le temblara la voz.

Al final, y como suele ser habitual, los combates hay que ganarlos en el ring y los préstamos hay que pagarlos religiosamente o las consecuencias pueden ser devastadoras, en ambos casos. Y cuando el común de los mortales se quiso dar cuenta del contrincante que tenía delante ya no le quedó tiempo para huir y el vendaval de golpes le pilló con el paso cambiado.

Hoy en día basta con salir a la calle para ver una legión de “boxeadores sonados”, derrotados por una forma de entender la sociedad que, lejos de construir, solamente deja ruinas a su paso. Ya poco queda de la euforia con la que se presentaban los combates en los grandes foros y, aun menos, de la fiebre especuladora de quienes colocaban un ladrillo allí donde veían un centímetro de terreno libre. Ahora, ya no hay bolsa del dinero, ni dinero de los bancos para prácticamente nada, ni siquiera para poder comprar las miles de casas vacías, propiedad de esos mismos bancos que un día inflaron sus precios hasta el infinito.

Ahora sólo hay un vacío que antes se llenaba con la especulación más descarnada, la mentira institucional y las fanfarrias partidas y electoralistas. Poco importa que una generación ahogara sus expectativas de futuro bajo el ladrillo y a que otra deba abandonar nuestro país, ante la paupérrima situación económica. Quienes promovieran toda esa locura, como suele ser normal y lógico en nuestras latitudes, viven muy bien de las rentas y poco les importa la situación de cientos de miles de parados?perdón, de boxeadores sonados que no fueron capaces de afrontar el reto que se les planteó.

Ellos, los promotores de la llamada “burbuja inmobiliaria”, al alimón del ya comentado “España va bien”, prosperan igual en tiempos de crisis que en tiempos de bonanza, aunque, en los primeros, el morbo de presumir de lo que tienen es mayor que cuando todos parecen tener.

Además, siempre tienen cargos públicos cargados de asesores, convenientemente asignados, que les abren las puertas, les limpian los zapatos y responden a sus dictados como fieles siervos del capital que son.

Para rematar la faena, también cuentan con la ayuda de los medios afines, esos que, en ocasiones, y al dictado del comisario político de turno, nombran a un sindicato por sus siglas, censuran noticias como antaño o tergiversan la realidad a su antojo, con tal de no molestar a nadie.

Lo que importa es que la maquinaria no se detenga y que, quienes mandan en nuestra sociedad, lo sigan haciendo sin mayores sobresaltos, no vaya a ser que se enfaden. Después vendrán los gestos piadosos, las rasgadas de vestiduras en tiempos de conversión y los donativos para quienes se preocupan de ayudar a los pobres boxeadores sonados que no tienen donde caerse muertos.

Ya sólo les queda volver a promover la iniciativa de antaño, aquella que decía “ponga un pobre en su mesa” -trasmutada para la ocasión en “ponga un boxeador sonado en su mesa”- y seguro que se quedarán tan contentos y felices, ellos.

¿Ven como no iba tan desencaminado con mi comparación?

Eduardo Serradilla Sanchis

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