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Los suicidas frustrados

José H. Chela / José H. Chela

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La crónica cuenta siempre, más o menos, lo mismo: un individuo le quita la vida violentamente, a su pareja, a su mujer, a sus hijos, apuñalándoles, disparándoles con una escopeta, atropellándolos reiteradamente con su todoterreno, rociándolos con gasolina y prendiéndoles fuego o por cualquier otro procedimiento de tan parecido y brutal jaez. Luego, intenta suicidarse. A veces, lo consigue, pero, en la mayoría de los casos, el suicidio se queda en mera intentona. Parece mentira que alguien capaz de masacrar a su novia, un suponer, asestándole una docena de puñaladas en el corazón, falle lamentablemente en su presunta e irrevocable decisión de cortarse las venas o de pegarse un tiro en la sien. Y parece raro que cuando esas tragedias domésticas se producen en un séptimo piso, verbigracia, a quien se ha cargado a toda la familia, se le ocurra autoeliminarse recurriendo a alambicados métodos, en lugar de arrojarse directamente por la ventana, un sistema que garantiza prácticamente el éxito de la macabra empresa. La conclusión obvia es que el asesino tiene la voluntad de asesinar, pero no el arrepentimiento ni el valor suficiente para acompañar en el definitivo viaje a los asesinados. Un amigo me suele repetir, cada vez que se enfrenta a una de estas noticias –la última es la de la madre belga de degolló a sus cinco hijos y a la que tampoco salió bien el amago suicida- una pregunta que se hace a sí mismo: - ¿Por qué esa gente no se suicida antes y mata después? La absurda interrogante es lóbregamente surrealista, pero no carece de sentido. A la mayoría de los suicidas frustrados lo que les ocurre es que no tienen la menor voluntad de morirse y sí mucho interés por seguir viviendo. De Juana Chaos es un buen ejemplo. Una huelga de hambre es un suicidio lento, pero seguro, si se lleva a cabo sin trampa ni cartón. El terrorista ha logrado, finalmente su propósito de continuar con vida, ganándole el pulso al Gobierno y provocando una de las más trascendentales polémicas de la historia de la democracia española, que tendrá consecuencias imprevisibles en el futuro de este país. Mayormente –advierto- desde una perspectiva electoral, no a corto, sino a medio y largo plazo. Desde mi punto de vista, a los suicidas que no pretenden, en realidad, suicidarse, habría que aplicarles legalmente el agravante del engaño social, que aunque no exista, debería existir. Y a los suicidas con visos de verosimilitud en el empeño –como De Juana- permitirles sin más que lleven hasta el final su propósito. Y otro día, si quieren, hablamos de lo que podríamos llamar algo así como la autoeutanasia penal. Que se las trae. O podría traérselas, oigan.

José H. Chela

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