Sobre este blog

Mi vida ha estado ligada al séptimo arte prácticamente desde el principio. Algunos de mis mejores recuerdos tienen que ver, o están relacionados, con una película o con un cine, al igual que mi conocimiento de muchas ciudades se debe a la búsqueda de una determinada sala cinematográfica. Me gusta el cine sin distinción de género, nacionalidad, idioma o formato y NO creo en tautologías, ni verdades absolutas, que, lo único que hacen, es parcelar un arte en beneficio de unos pocos. El resto es cuestión de cada uno, cuando se apagan las luces.

David Bowie, siempre Bowie.

Bowie, nacido David Robert Jones, fue muchas cosas, pero, sobre todo, fue un genio -en el más amplio sentido de la palabra- y siempre se mantuvo en la vanguardia de cualquier revolución que asomara a la vuelta de la esquina, por muy radical, hermética o surrealista que ésta pudiera parecer.

Sin embargo, mi descubrimiento de uno de los interpretes que más ha convulsionado el ya de por si convulso, torticero y artificial mundo de la música llegó no de la mano de sus canciones -por lo menos, no de manera consciente-, sino por sus actuaciones cinematográficas.

Hay quienes discuten y lo seguirán haciendo durante décadas -más ahora que Bowie ha fallecido- si el cantante y compositor era, además, capaz de interpretar a un determinado personaje -de forma coherente y convincente- de la misma forma que era capaz de “comerse” un escenario delante de 15.000 atónitas personas.

Sin obviar que su carrera cinematográfica fue irregular si se la compara con las cuatro décadas en las que desarrolló su ingente carrera musical, David Bowie fue capaz de demostrar que su camaleónica capacidad de reinventarse, musicalmente hablando, era igualmente válida para afrontar un determinado papel, en especial si éste estaba marcado por un carácter atormentado y casi diría que autodestructivo.

No me detendré en The Man Who Fell to Earth, magnífica película dirigida por Nicolas Jack Roeg, porque el guión -a pesar de darle la capacidad al cantante de mostrar su querencia para con el cine de género-, lo encorsetaba en demasía. Prefiero detenerme en tres películas, dos de ellas olvidadas durante el momento de su estreno -y reivindicadas décadas después- y una, mi preferida, en la cual Bowie demostró que la magia, según su forma de entender la vida, podía ser real.

The Hunger, dirigida en 1983 por Tony Scott -hermano pequeño del celebérrimo Ridley Scott, y entonces un director desconocido por el público y la propia industria- nos planteaba un triángulo amoroso. Los protagonistas eran Miriam Blaylock -papel interpretado por la actriz francesa Catherine Deneuve, una de las “damas” del cine galo por excelencia-, Sarah Roberts, una Susan Sarandon que aún pugnaba por hacerse un hueco en el panorama cinematográfico mundial y, por último, John Blaylock, interpretado por un atormentado, barroco e inquietante David Bowie, quien supo interpretar la agonía del vampiro que ve cómo la ansiada inmortalidad no siempre es lo que parece. La estética deslumbrante y con un claro sesgo al postmodernismo de la época, aunque teñida, eso sí, por la sangre de las víctimas de los Blaylock, no fue un producto de fácil digestión para quienes no acabaron de entender ni la puesta en escena, ni los modos y las maneras del pequeño de los Scott, amén de los excesos erótico-lésbicos que interpretan ambas actrices.

The Hunger es de esas películas que merece la pena revisar y disfrutar como lo que son; es decir, un vehículo casi diríamos que pictórico para los actores involucrados, además de un delirio postmodernista, el cual reinterpretaba el mito y la mitología del vampiro y la emparentaba con la mitología egipcia, su estética y su particular forma de entender la vida y la muerte.

Para el actor, el devenir de su personaje le sirvió para prepararse para la que, sin lugar a dudas, es su mejor película.

Merry Christmas Mr. Lawrence (1983) dirigida por Nagisa Ôshima, realizador al que todos recuerdan por su aún controvertida cinta El imperio de los sentidos, coloca sobre el tablero de juego a varios jugadores con la sombra de un opresivo y bárbaro campamento de prisioneros japonés, durante la Segunda Guerra Mundial, como decorado.

Los principales jugadores de esta tragedia son el coronel John Lawrence (Tom Conti), un oficial británico que no solamente habla el idioma de sus captores, sino que entiende los modos y las maneras de los soldados nipones; el sargento Gengo Hara (Takeshi Kitano), un oficial japonés que trata de navegar entre las duras exigencias de su comandante en jefe y la simpatía que siente hacía Lawrence, a quien no menosprecia tanto como lo hace su superior; y el capitán Yonoi (Ryuichi Sakamoto), responsable de aquel infierno terrenal y un oficial que sigue el código de conducta, las reglas impuesta por el emperador y el concepto mismo de ser un soldado del imperio japonés con una lealtad que roza la demencia.

Y en medio de este escenario, condicionado como está por las duras condiciones del campo y los tiras y aflojas entre los captores y sus prisioneros, aparece el mayor Jack 'Strafer' Celliers (David Bowie), quien acabará por desestabilizar todo aquel endeble entramado. Celllers vive, como le sucede a Yonoi, sumido entre las sombras de un pasado que le atormenta y un presente que amenaza con cercenar la poca cordura que aún le queda. Su actitud desafiante le llevará a tener que soportar los excesos de unos captores que se deleitan con la tortura física, pero sobre todo psíquica, conocedores como están de su posición de privilegio.

Poco importarán los esfuerzos de Lawrence por evitar que aquella tragedia contemporánea termine como dictan los cánones y, de paso, salvar la vida de Celliers. Su empeñó chocará, una y otra vez, con los meandros de la locura, aquellos que llevan a los hombres, según Joseph Campbell, “hasta el corazón de las tinieblas”, aunque el detonante final será el beso que Celliers le dé a Yonoi, un gesto cuyas consecuencias llevarán al resto de los protagonistas a desistir de su empeño y bajar el telón del acto final.

Merry Christmas Mr. Lawrence es una película dura, áspera, carente de esperanza, porque, después de la verdad y la inocencia, otra de las víctimas de toda guerra es, precisamente, la esperanza. Solamente Lawrence parece inmune al desaliento y no para de buscar soluciones que permitan a los prisioneros sobrevivir un día más a la barbarie, pero para el espectador, es difícil seguir el postulado del coronel con todo lo que sucede a su alrededor. Ni siquiera el diálogo final entre Lawrence y Hara ayuda a quitar la desazón que te invade tras las dos horas de metraje. Sin embargo, el duelo interpretativo entre sus principales protagonistas, incluyendo el dúo Sakamoto-Bowie -por mucho que el primero nunca haya estado muy orgulloso de su actuación en esta película- traspasa los límites de la pantalla y demuestran la capacidad de David Bowie para afrontar un papel tan complejo como extremo, tanto en lo físico como en lo emocional.

Desgraciadamente, ninguna de las dos películas antes mencionadas logró captar la atención del público, ni de la “sesuda” crítica especializada salvo en muy contadas ocasiones y, cuando repararon en ellas, ya habían pasado más de dos décadas.

Esto no fue óbice para que luego no apareciera en más producciones cinematográficas, pero sí que es cierto que cuando lo hizo fue en papeles mucho más secundarios y sin las posibilidades interpretativas antes comentadas.

Dicho esto, mi película preferida del cantante y actor- igualmente denostada durante su estreno, y que aún hoy continua sin ser valorada en su justa medida- se estrenó en el año 1986, fue dirigida por Jim Henson y se llamó Labyrinth. La historia está protagonizada por Sarah, una adolescente incapaz de aceptar las responsabilidades que rodean al hecho de crecer -más si se tiene cerca un hermano pequeño que parece ponerlo todo en entredicho- quien, llegado el momento, decidirá invocar al rey de los Goblins, Jareth (David Bowie), para que éste se lleve al pequeño y lograr que todo vuelva a la normalidad.

Una vez que la joven se da cuenta del error que ha cometido su única salida será plegarse a los desvaríos del caprichoso monarca y su corte de grotescas criaturas para tratar de salvar al pequeño Toby, aunque ello le suponga entrar en un laberinto donde nada es lo que parece, ni siquiera aquello que parece evidente y está junto delante de tus narices.

Labyrinth le supuso a Bowie no solamente dar rienda suelta a su capacidad para escribir e interpretar las canciones que conforman la banda sonora, sino para ser, en el más amplio sentido de la palabra, el REY de los Goblins por excelencia y con mayúsculas, señor de aquel lugar donde lo único que es real es la magia.

Y es que pocas veces un actor había sido capaz de dar la réplica a una legión de personajes animados y hacerlo de forma tan convincente como lo logró el actor durante el rodaje, haciendo olvidar al espectador que, en realidad, se trataba de una legión de marionetas y no duendes de verdad. Lo cierto es que el cantante y actor aceptó trabajar en la película, dado que tenía ganas de trabajar en una historia para niños y porque el guión le pareció mucho más atractivo que otros proyectos que le habían ofrecido por aquellas mismas fechas, algo que, luego, los espectadores no entendieron de la misma manera.

Sea como fuere, Jareth, el rey de los Goblins, sentado en su trono, rodeado de un sin de disparatadas e histriónicas criatura, dueño y señor del laberinto es, y será, el personaje por el que siempre recordaré a Bowie, independientemente del recuerdo que guarde del resto de sus películas, sobre todo de las dos anteriormente citadas.

El REY de los Goblins ha muerto. ¡Larga vida al REY!

P.D: Si tienen un momento, y mientras leen esta columna, les recomiendo que oigan las canciones “Forbidden Colours” compuesta por Ryuichi Sakamoto y David Sylvian, y “Underground”, compuesta e interpretada por David Bowie, las cuales forman parte de la banda sonora original de Merry Christmas Mr. Lawrence y Labyrinth, respectivamente.

© 2016 The Jim Henson Company, Delphi V Productions & TriStar Pictures. A Sony Entertainment Company.

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