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Las tres 'fundaciones' de Las Palmas de Gran Canaria (II)

Ermita San Antonio de Abad, 1920.

José A. Alemán

Nada más acabar la guerra se pusieron los castellanos a sustituir las construcciones provisionales del Real de Las Palmas, que así llamaban al campamento militar, por el caserío que iba surgiendo alrededor de la ermita de San Antonio Abad y su plazuela. De ella partieron, como radios en todas las direcciones, las calles más antiguas de la ciudad de Las Palmas que mantienen todavía hoy el trazado del siglo XV, el que delimitó el primitivo centro de la ciudad entre las calles de Los Balcones y La Herrería y el barranco Guiniguada. Esa fue la primera “fundación” de Las Palmas de Gran Canaria que mantuvo su impulso inicial hasta comienzos del siglo XVII, al que llegó maltrecha por el ataque, en 1599, del holandés Pieter Van der Does y el retroceso del negocio azucarero. Así, los afanes del XVII serían de reconstrucción de lo destruido por los holandeses y de superación de la crisis azucarera que permitió a Tenerife alzarse con la hegemonía económica gracias al prestigio de su producción vitivinícola. De todos modos, sirva de consuelo la descripción que hace de la ciudad de Las Palmas el padre José de Sosa en su Topografía de la isla Fortunada de Gran Canaria, escrita en el último cuarto del siglo XVII. Dice así: “De estos dos riachuelos, llevando sus cristalinos licores por arcaduces, salen muchas fuentes, las cuales desperdiciando perlas esparcidas a lo alto en las plazas y otros lugares públicos, además de divertir a quien melancólico se detiene a mirar, les sirven del regalo común y limpieza servicial de sus vecinos, y éstas corren continuas, sin las que muchas casas de caballeros particulares, hospitales y conventos encierran en sus clausuras, para bañar en los tiempos fogosos del estío y verano sus amenos y deleitosos jardines, conveniencia que muy rara es la casa que no la goza por la abundancia de agua que corre por las calles todo el año”. Dice Rumeu de Armas, de quien tomé la cita, que Sosa ha convertido en “riachuelos” las acequias del Guiniguada.

El XVII, el siglo de Santa Cruz de Tenerife

La segunda “fundación” de Las Palmas arranca en el siglo XVIII y juegan su papel varios acontecimientos tinerfeños de alcance. El más trascendental, la destrucción del puerto de Garachico por una erupción del volcán de Arenas Negras. Fue el 5 de mayo de 1706 y la colada de lava hizo grandes destrozos en el pueblo, arrasó la aldea de El Tanque, además de entullir y cubrir el puerto. No hubo, por suerte, víctimas humanas.

El Puerto de la Cruz sustituyó a Garachico si bien acabó Santa Cruz con el santo y la peana. Contra lo que suele decirse, no fue la ruina de Garachico el factor determinante del despegue de la actividad comercial y marítima del puerto santacrucero. Ya conspiraba en esa dirección la burguesía mercantil que tomaba forma en Santa Cruz con la incorporación de extranjeros abiertos a las corrientes liberales europeas del momento y que proclamaban, en inglés por supuesto, las ventajas para la riqueza de las naciones del acceso de los navíos mercantes a cualquier puerto sin trabas proteccionistas. Muchos de aquellos extranjeros echaron raíces en la ciudad y dejaron, con su descendencia, el ideario liberal favorecido por la buena predisposición histórica de los isleños que cuajó, por fin, en el decreto de Puertos Francos de 11 de julio de 1852. Su precioso preámbulo se ha atribuido al grancanario Cristóbal del Castillo Manrique de Lara, aunque lo único seguro es la imposibilidad de que saliera de alguna pluma de la lejana y alejada España.

Contaba además Santa Cruz con sus vecinos, los poderosos capitanes generales como aliados, cómplices y valedores. Sin olvidar, claro está, la espléndida pléyade de ilustrados tinerfeños influyentes en la Corte española; como el lagunero Antonio Porlier y Sopranis, ministro de Gracia y Justicia en 1790 y al que en 1808 encontramos con Carlos IV y su familia en Bayona; o la importante saga de los Iriarte, el ingeniero Agustín de Bethencourt y tantos otros. Quizá fuera por aquella época cuando se acuñó el dicho de que así se las ponían a Fernando VII; como le colocaban los ballenatos al Caudillo.

Lo cierto es que por una u otra cosa, el XVIII vivió el espectacular ascenso de Santa Cruz desde su condición de modesto “lugar” al principio de la centuria hasta la capitalidad de la Provincia única de Canarias; la que mantuvo a lo largo del XIX y en el XX hasta el decreto de 21 de septiembre de 1927, que creó la Provincia de Las Palmas con las islas de Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura; la División de la Provincia única, en resumidas cuentas.

En Las Palmas del XVIII la preocupación era dar con actividades económicas nuevas lo que influyó en una que no era tan novedosa pero indica el auge de la Cofradía de Mareantes de San Telmo, que llegó a ser lo bastante acaudalada como para sacar de apuros al Ayuntamiento y organizar un montepío. Llegó a controlar en la década de los 80 del siglo una flota de más de veinte bergantines que frecuentaban la Costa (la africana, se entiende) dedicados a la pesca y la salazón. Las Palmas contaba hacia 1785 con unos 10.000 habitantes que rebosan la cantidad de proteínas aportadas por el pescado salado, que servía incluso para el pago de salarios (una cuasi poética vuelta a la raíz del palabro) y acabó por expulsar del mercado al bacalao, los arenques y las sardinas del exterior.

La Real Sociedad Económica de Amigos del País, la institución ilustrada más conocida, también da idea de las inquietudes de la época en que se producen evidentes avances en los terrenos de la cultura, las ciencias naturales, que encuentran en la isla un escenario amable y predispuesto a dejarse estudiar, la pedagogía, etcétera. Tan es así que la Inquisición, perseguidora de cualquier idea de progreso, tuvo que resignarse y hacer la vista gorda ante la ya incontenible avalancha de libros que circulaban incluso y casi diría sobre todo entre los eclesiásticos. Como lo eran Viera y Clavijo, el obispo Verdugo y la mayoría de los miembros del Cabildo Catedral que celebraron con la mayor alegría en 1813 la abolición de la Inquisición por las Cortes de Cádiz. La sede del Tribunal tan gratuitamente calificado de Santo estaba pared con pared del viejo Seminario y cuentan, que al recibir la noticia, Graciliano Afonso se colgó de las campanas, diría que estruendosamente, y a los que le preguntaban a qué venía el alboroto respondía que celebraba la muerte de “la vecina”. Gracias de curas, sin duda. La literatura perdió así la imagen del fraile en su celda leyendo de noche, a la luz de un cabo de vela, la última entrega de la Enciclopedia llegada cualquiera sabe cómo.

Y llegamos al siglo XIX que comenzó en Las Palmas con la construcción del muelle adosado al parque de San Telmo. De él sólo queda una referencia en el callejero al Muelle de Las Palmas que bien pudieron apellidar Penélope pues las tremendas mareas de la zona, hoy irreconocible, obligaban a repararlo y casi reconstruirlo a cada rato. Ya algunos habían barajado la bahía de La Isleta como más apropiada para un puerto en condiciones, pero querían los prohombres tener cerquita de casa el embarcadero y en San Telmo lo pusieron.

El fin de siglo, con el comienzo en 1883 de las obras del Puerto de La Luz, siguiendo, cómo no, el modelo inglés, puso las cosas en su sitio y el viejo Muelle de Las Palmas quedó abandonado: de día los chiquillos aguardaban las olas furiosas para echar a correr en el momento justo de evitar la mojadura; mientras, los cangrejos surgían de las resquebrajaduras del dique y de sus grandes piedras quebradas y trepaban sin llegar nunca arriba porque, como cangrejos que son, caminan para atrás; y ni les cuento de las osadas parejas que so pretexto de respirar sanamente la maresía y lo que se tercie iban por allí de noche en la seguridad de que Galdós seguiría en lo alto del monumento mirando al frente para avisar si venía el guardia, que menudo era don Benito en estos lances. Claro que tampoco se inmutó cuando Franco embarcó por allí en la embarcación del Paquete como, tengo entendido, se llamaba el patrón que lo condujo hasta Gando sin saber que se iba a la guerra y ni ocurrírsele que al pasar navegando por la trasera de Triana, donde estaba entonces el Gobierno Civil, a la altura de la desembocadura de la calle Domingo J.Navarro, los apuntaban los guardias de asalto a la espera de la orden de hacer fuego que no recibieron. La baraka que siempre tuvo el Caudillo, dicen.

La división, error histórico

Esta segunda etapa acabó con el decreto de 21 de septiembre de 1927, que creó la Provincia de Las Palmas con las islas de Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura. El decreto, llamado “de la División” con mayúscula significativa, atenuó el “pleito insular” que ocupara todo el siglo XIX y las primeras décadas del XX; y marcó, si se me permite, la tercera “fundación” en la que todavía estamos. Aunque hubo quienes pensaron que con aquel decreto se le daba el carpetazo al pleito, la realidad es que incidió sólo en los aspectos institucionales y administrativos: las heridas siguieron abiertas aunque hoy estén un poco más recluidas en los ámbitos del folklore aunque se deje sentir en ciertas actitudes xenófobas interinsulares asociadas a la mayor de las inculturas.

Sin perder de vista los intereses insularistas que siguen estando ahí, mi apreciación personal es que han perdido fuerza, pero, aunque estén socialmente en retroceso, la realidad es que son los que tienen mayor presencia en el Gobierno autonómico más cercano a las añoranzas tinerfeñistas de la Provincia única que a otra cosa. De hecho, el tinerfeñismo de menos quilates hegemoniza hoy Canarias desde el Gobierno haciendo de la actual autonomía pobre remedo de la archimentada Provincia única.

No me gustan las autocitas pero creo que esta vez me facilita el discurso. Recuerdo que hace unos 45 años, nada menos, escribí en la revista Sansofé un artículo titulado La División, error histórico. No conservo el texto por mi propensión a eliminar papeles, pero tengo presente cuanto se me reprochó no sé qué apoyo a las tesis tinerfeñistas que consideraban la División eso, un error: que lo era aunque no en el sentido que quisieron darle porque el verdadero fue que el decreto de 1927 no estableciera un modelo de administración para Canarias que superara la centralización provincial y no creara, como hizo, una bicentralización en plan de si no quieres caldo, toma dos tazas.

Estaba en el candelabro, como dijo cierta famosa, el debate de la que sería luego la ley de Régimen Económico y Fiscal (REF). Desde la oposición antifranquista nómicas y fiscales se añadiera una organización administrativa autónoma casi por definición. O sea: me refería a la División como error sólo en la medida en que duplicaba el sistema provincial dando de lado a la autonomía (“administrativa” decíamos para decir “política”). Muchos éramos los convencidos de que la Provincia (una, dos, tres con la alucinante de Lanzarote que se le ocurrió a alguien) no era el régimen adecuado para Canarias, como ya indicara en 1906 nada menos que el conde de Romanones. Ni Marx, ni Lenin: sólo el mismísimo don Álvaro, conde de Romanones, que acompañó a Alfonso XIII en su visita a las Islas como ministro entonces de la Gobernación, si no me equivoco.

La cuestión, el error histórico, insisto, fue no aprovechar la ocasión para liberar a las Islas del régimen provincial, motivo del enfrentamiento de las oligarquías de Las Palmas y Santa Cruz. La batalla, el “pleito insular”, impidió siempre un acuerdo que permitiera a Canarias, qué sé yo, especializarse en las distintas industrias asociadas a las actividades portuarias, desarrollar cada isla las actividades para las que estuvieran mejor dotados en virtud de acuerdos para llevar adelante proyectos de interés común, además de la defensa conjunta de posicionamientos compartidos ante el Gobierno español y de las instituciones estatales. Podría citar infinidad de casos en los que se echa de menos ese entendimiento y los que reflejan el debilitamiento de la solidaridad entre islas lo que ha llevado a que la autonomía canaria tienda a ser un remedo de la Provincia única. Están tan bien vistos los insularismos que pudimos asistir a la solicitud de convertir en Provincia la isla de Lanzarote, lo que va muy en la línea de la autonomía portuaria conejera que ha encontrado en Gran Canaria no comprensión sino el alegre convencimiento de que beneficiaría al Puerto de La Luz por el ahorro que compensaría de sobra el descenso estadístico en algunos capítulos de actividad. No sé lo que hay de cierto en lo que llevo oído, pero es evidente que no se ve más allá de las respectivas playas. Según parece, el Gobierno canario no ve mal esas iniciativas mientras afecten a Gran Canaria. Pero preocupa menos eso que la posibilidad de que se extienda la idea de que beneficiaría a la isla que pusieran en piedras de ocho tanto dislate. Con semejantes actitudes y el modo ático de gobernar contra Gran Canaria, nunca dejaremos de portar el farolillo rojo en los ranking de situación económica y social.

Qué es Las Palmas, ciudad

Una vez esbozado el panorama pasado y presente, con las correspondientes consideraciones subjetivas, vuelvo sobre los trabajos de Fernando Martín Galán, ampliamente citado en la entrega anterior de este trabajo comenzando por el barrio fundacional de Vegueta. De él piensa que no llama la atención por la monumentalidad apabullante que ofrecen otros lugares de España y de Europa sino por un hálito misterioso, sugestivo, difícil de describir que se percibe como el susurro íntimo de un sigiloso cuerpo vivo; sobre todo de noche, cuando las piedras se oyen mejor, diría yo. Tienen los visitantes la sensación de haber transitado antes por sus calles debido, quizá, a que, a pesar de las transformaciones urbanas de siglos, conserva lo esencial de la villa del Quinientos; la que, tras adquirir rango de ciudad en 1515, continuó atesorando su legado bajomedieval, que ahí sigue aunque esté, mucho me temo, en modo de extinción con su “puesta en valor”, que se dice ahora, a fuerza de atestarlo de terrazas con mesas, sillas metálicas y sombrillas de colorines comerciales colocadas con tal falta de criterio que ahogaron el susurro del tiempo pasado.

Para Martín Galán Las Palmas nada tiene que ver con otras ciudades o establecimientos españoles. Sin riquezas naturales la isla no suscitó la querencia de la Corona sino como enclave útil para las navegaciones de paso hacia el sur africano o el oeste atlántico donde estaban las Indias. No fue capital cortesana con autoridades y organismos que ejercieran para todo el reino controles burocráticos y oficiales en lo comercial y fiscal; no estaba cerca de los centros mercantiles ni de los mercados europeos; no formaba parte de red alguna de ciudades mercantiles mediterráneas o atlánticas; no fue capital universitaria, de la cultura ni foco de irradiación intelectual; no dispuso de una gran producción artesana o industrial ni destacó por su actividad de redistribución como mercado internacional o al menos interregional y ya puesto, tampoco en lo religioso atrajo peregrinaciones piadosas como Compostela o Zaragoza.

Sin embargo, la relación de lo que no es ni ha sido Las Palmas de Gran Canaria no destruye la evidencia de que algo ha de ser, la que acaba por conducirnos a que, en efecto, es otra cosa; justo la que se encarga de señalar este mismo autor: fue y sigue siendo metrópoli atlántica y abierta al mundo; ciudad cosmopolita; encrucijada de influencias y rutas humanas, comerciales y culturales. Todo lo que la ha llevado a convertirse en la mayor ciudad del Archipiélago y de las Regiones Ultraperiféricas, además de frontera sur de la UE. Es en definitiva, como núcleo poblacional y urbano, ejemplo de una singular modalidad de evolución histórica dentro de los archipiélagos del Atlántico oriental que integran la Macaronesia (de makaron nesoi = islas de la felicidad). Forman esta región, de gran interés científico para los naturalistas, los archipiélago de Azores, Madeira, Salvajes, Canarias, Cabo Verde y una estrecha franja continental africana que arranca del Sahara, a la altura de las Canarias y llega al Senegal.

Vegueta-Triana, perímetro histórico

Siguiendo con la historia de la primera “fundación”, vemos que enseguida saltó Vegueta a la ribera izquierda del Guiniguada dando lugar al barrio de Triana. Si la ermita de San Antonio Abad ofició de referencia espacial de Vegueta, el mismo papel jugó para Triana el monasterio de San Francisco. Si en Vegueta establecieron su residencia personajes relevantes de la incipiente colonia y se concentraron los principales órganos administrativos de la isla, entonces toda un solo municipio, no faltó en Triana gente destacada, aunque fuera más el barrio del pequeño comercio y de los mareantes, según se indicó. Estos últimos contaron pronto con su ermita bajo la advocación de San Telmo, el patrono del gremio, que fuera destruida en 1599 cuando Pieter Van der Does atacó Las Palmas y reconstruida en el siglo XVII como la conocemos hoy, a costa de la misma Cofradía.

A pesar del deje aristocrático de Vegueta y de que percibiéramos a Triana de otra manera, la necesidad de comunicar los dos barrios mediante puentes lanzados entre las dos orillas no sólo configuró alrededor del Guiniguada un hermoso conjunto urbano que la insensibilidad de los políticos isleños destruyó descalificando cuantas soluciones alternativas se les propusieron porque, decían los franquistas, la oposición a que se destruyeran los puentes del Guiniguada y se sepultara el cauce del barranco era cosa de los rojos y de los “eternos descontentos” y “compañeros de viaje”. El Consejo Provincial del Movimiento, también conocido como del molimiento por quienes cayeron alguna vez en manos de la Brigada Político-Social, tomó cartas en el asunto con una determinación cuando menos sospechosa. El análisis digamos marxista apuntaba el interés de alguien en tapar el cauce del barranco para hacer la nueva vía de acceso por el centro sin necesidad de “molestar” a los propietarios de terrenos colindantes.

El resultado, a la vista está. Y no deja de ser paradójico que la propuesta del supuesto mester de rojería era construir el acceso del centro de la isla a la ciudad viniera por el Lasso para enlazar con la autovía de San Cristóbal. Un disparate, clamaron los del Movimiento por más que, al cabo de los años, hubo que acometer las obras que vinieron a ser las aconsejadas por el rojerío. Es decir: el acceso a la ciudad desde el centro de la isla enlaza con la autovía de San Cristóbal con la única diferencia de que, al no ser ya posible traerlo por el Lasso al aire libre, fue necesaria la construcción de un costosísimo túnel que de milagro, dicho sea con algo de exageración, no se tragó el barrio de San José que tiene encima.

No entraré en los detalles del paisaje urbano destruido, lo que implicaría ocuparme de los puentes de piedra o de palo con que contó el Guiniguada y sus riadas para llevárselos por delante. Batallaron los franquistas, en definitiva, contra quienes se oponían a la destrucción del eje fundacional de Las Palmas. Supongo que no serán muchas las ciudades que conozcan el lugar en que nacieron y muchas menos las que lo desaparezcan de la memoria ciudadana general. Cuando mi hijo mayor comenzó a mocear, quiso que lo subiera a Tafira por la noche. Le dije que me esperara en el Puente de Piedra y leí en su cara que no tenía ni repajolera idea del lugar. Debió pensar que le decía que se buscara una buena piedra en la que esperar sentado.

Vegueta y Triana, vuelvo atrás, acabaron formando el perímetro histórico de la ciudad que comprende el espacio desde la muralla sur a la norte con el añadido de los Riscos que tienden a incorporarse a la ciudad baja. La primera muralla era, según Rumeu, un simple muro o parapeto que arrancaba del mar en la caleta de Santo Domingo e iba en línea recta hasta la plaza de Nuestra Señora de los Reyes, al final, precisamente, de la calle de los Reyes, después de cortar el cementerio viejo. La muralla norte, de piedra y argamasa, recorría la actual calle de Bravo Murillo, desde el mar al castillo de Mata, para trepar a lo alto de la empinada ladera a sus espaldas, el único trecho que conserva algo de sus ruinas. En 1850 comenzó a derruirse esta muralla y la ciudad rompió el perímetro histórico en el que se mantuvo casi tres siglos para iniciar su rápida expansión por Arenales y Santa Catalina hacia La Isleta. Como la muralla norte tenía en la actual intercesión de León y Castillo y Bravo Murillo su Portada, de “fuera de la Portada” eran hasta no hace tanto los no nacidos dentro del viejo recinto.

Las Palmas, ciudad atlántica

La caracterización de Las Palmas como ciudad atlántica está siempre latente en la Historia del Archipiélago y por supuesto cuando se habla de la ciudad de Las Palmas. Al surgir ésta lejos de la metrópoli, en la primera avanzada de las expansión colonial europea, se consolidó y creció menos o nada atenta a los acontecimientos y procesos históricos peninsulares y continentales que a las corrientes comerciales, cultural e ideológicos, aparte de las marinas, en el Atlántico a que pertenece. Sin embargo, eso no quiere decir que las tensiones bélicas y las guerras abiertas no la hayan afectado. Los ataques piráticos y flotas regulares han sido, desde luego, menos frecuentes que las alarmas llegadas al saberse de que en tal o cual lugar se armaba una flota enemiga para echarse a la mar. Era por descontado que pasaría cerca de la Islas de paso para alguna parte y no se descartaba alguna intentona para abrir boca. Los ataques de Drake y Van der Does son ilustrativos de cómo los desencuentros europeos afectaban a las Islas. Lo mismo ocurrió cuando la guerra de Cuba en que los Estados Unidos barajaron invadir las Islas y Las Palmas inició los preparativos de defensa en los que llegó a proponerse artillar las torres de la Catedral y el campanario de San Agustín. Durante las dos guerras mundiales hubo planes para el Archipiélago en los dos bandos.

El Atlántico es una presencia permanente, inevitable y hace, como creo haber recordado ya, que fue lo que Chaunu denominó “azar lógico”, o sea, el resultado del proceso europeo cuando alcanzó el umbral de la expansión, los primeros balbuceos de la economía-mundo hacia el que comienza la andadura al dejar atrás Europa los “universos cerrados” medievales.

Conviene aclarar, para terminar esta entrega, que al caracterizar de “fundaciones” determinados hechos relevantes, algunos verdaderas constantes, sólo he pretendido enfatizarlos abusando de la observación de los historiadores que consideran convencional la distinción de periodos históricos y niegan, por completo, que el tránsito de uno a otro sea un corte limpio de lo nuevo con lo viejo cuando, en realidad, los dos coinciden, conviven y hasta llegan a hacerse préstamos. Al igual que la tesis y la antitesis buscan la síntesis cuando se cansan del tira y afloja.

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