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El duelo Madrid-Barcelona

Rajoy en un encuentro electoral popular en Catalunya. (EFE).

José A. Alemán

Cuando Pedro Sánchez recuperó la secretaría del PSOE propuso una reforma constitucional que defina a España como Estado plurinacional. Poco después la explosión catalana puso todo patas arriba y Sánchez no ha vuelto a insistir; ni ha explicado qué cosa sea eso de la plurinacionalidad, como no lo han hecho tampoco quienes se llevaron las manos a la cabeza ante la ocurrencia. Ahora, tras la derrota del secesionismo catalán, los partidos autodefinidos “constitucionalistas” se proponen hacer no sé qué reforma sin contar para nada con los independentistas, lo que se comprendería mejor si no apestara al vengativo propósito de ahora se van a enterar de lo que vale un peine. No se trata, por supuesto, de compensarlos por su supuesta derrota sino de que los “constitucionalistas” hagan un cernido de sus actitudes y actuaciones y detecten sus errores, que en este tipo de conflictos los hay por las dos partes: si los cometidos por los catalanes se han reconocido no merece menos la fea trayectoria de Rajoy que más de una vez, como en ésta, ha alentado al viejo anticatalanismo de palabra y de obra dentro de las tradiciones de la más feroz derecha españolista. Un conspiranoico que se precie no puede olvidar algo así. Lo que no quita para que, llegados a este punto, lo importante sea mirar hacia delante y evitar la repetición de salpafueras como el que aún vivimos. Que se repetirá si es acertada la impresión de que todo quedará en un cerrarle la bolsa a los catalanes durante un tiempito: hasta que estén “preparados” para volver a la carga. Lo que no quiere decir que sea de recibo que los principales responsables catalanes sigan en política. Rajoy anda diciendo allí dondequiera que se siente que Puigdemont, Junqueras, etcétera, han engañado a los catalanes pero, qué quieren, me pregunto yo quien engañó a los engañadores, en el buen entendido de que en el mundo de la política se desprecia al engañador y se desconfía de la capacidad del engañado. Y esto al extremo de que existe ahora mismo la muy conspiranoica que el procés, la DUI, los encarcelamientos, la escapada de Puigdemont a Bruselas, sus denuncias políglotas del franquismo fueron golpes muy medidos al hígado del Gobierno con daño, no sé si colateral o finalista, para la Unión Europea (UE).

La UE, ya saben, nació para anular o contener los nacionalismos que tanto tuvieron que ver con las dos guerras mundiales libradas en los primeros cincuenta años del siglo XX. Los mismos nacionalismos, mutatis mutandis, que han comenzado a levantar cabeza en varios países de los que algunos no ocultaron sus simpatías por los catalanes. Es chocante que esos nacionalistas suelan definirse como antieuropeístas, suelan ser xenófobos e incluso fascistas a mucha honra; que no sería, creo, el caso de los catalanes aunque nunca se sabe y es verdad que el falso eslogan de que “España nos roba” se presta a interpretaciones poco favorecedoras.

Ahora Puigdemont, que parece sentirse derrotado, apunta a la existencia de otras posibilidades de entendimiento con el Gobierno español; Carme Forcadell, presidenta del Parlament, dice que la declaración de independencia fue simbólica; en lo que Joan Tardá y otros atribuyen el fracaso, como ya he indicado, a que “no estábamos preparados”. Lo que traducido a romance indica que no analizaron la situación, despreciaron las vías que no fueran formarla y se lanzaron a la buena de Dios, sin el suficiente respaldo social que tratarán de conseguir para la próxima vez, según se desprende de las palabras del propio Tardá que me obligan a insistir, desde mi natural conspiranoico, en que no fueron ellos quienes fraguaron el plan sino que les vendieron la burra ya preñada. Creo que eso explicaría que hablen todos ellos como si fuera un juego, meros gajes del oficio, que cojan vuelo nada menos que 2.000 empresas de las que la mitad han decidido pagar en adelante sus impuestos en la comunidad a la que se llevaron su domicilio social. Además de obligarme con su irredentismo irreflexivo a comprar el cava navideño a escondidas; que no me ocurra como hace unos años en que una señora me lo afeó en la cola de la caja del súper y no encontré otra salida que confesarle que no soy muy de cava y sólo pretendía ayudar a los extremeños que suministran tapones de corcho a las bodegas catalanes. Quiero decir que han operado o hablan ahora como si sus acciones no afectaran al ciudadanaje raso y a Cataluña en general.

Párrafo aparte merece el rompimiento por Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, del pacto con el PSC-PSOE que le permitía gobernar la ciudad. Colau sometió al voto asambleario de su partido de “comunes” y bastante corrientes la continuidad del pacto tras el apoyo socialista a la aplicación del artículo 155. Siempre se ha dicho que tienen, los socialistas, cosas de bombero pirómano. Las críticas a las alcaldesa no se hicieron esperar y proliferaron las acusaciones de calculada ambigüedad y de indefinición sistemática para sacar ventaja electoral en todas las circunstancias.

Vaya por delante que ignoro cual sea el fundamento de estas acusaciones, o sea, la razón de que se vea mal de repente que un político (o política) trate de incrementar su caudal de votos si eso, precisamente, es lo que hacen todos. Por mi parte sólo se me ocurre pensar en la posibilidad de que Colau padezca el síndrome de quienes están en un cargo y aspiran a ascender para lo que necesitan llenar la talega.

Tampoco entiendo cómo puede apreciarse indefinición en quien, como la alcaldesa de Barcelona, ha asegurado públicamente, no una ni dos veces, que no es independentista sin renunciar al referéndum; salvo, claro, que se quiera que deserte de su condición de catalana. Sin embargo, ya ven, no se le echa en cara precisamente lo que sí debería reprochársele, o sea, que en su afán de figurar para lograr su ambición de superiores desempeños olvidara el pragmatismo de esa norma no escrita de evitar que las actuaciones y decisiones a escala municipal, la más inmediata al ciudadano, las condicione la política nacional. Que es justo lo que hizo Colau al convocar a su gente para decidir sobre el pacto de gobierno municipal. Dicen, los forofos del asamblearismo, que eso, la asamblea, es lo más depurado en hablando de democracia. No importa, por lo visto, como ocurre en este caso de los “comunes”, que un grupo de los militantes de un partido que cabían en el salón deciden acabar con un gestión que se había ganado la conformidad de una buena porción de los cinco millones de barceloneses. Parece evidente que los oponentes políticos que han criticado a Colau les importan tres pitos los ciudadanos al no caer en la cuenta de que si es cierto que el pacto funcionaba, como dicen, es su rompimiento lo criticable.

El duelo metropolitano

El otro día señalé el relato-trayectoria de Rajoy. Es la suya una vida política dedicada a meterle el dedo en el ojo a los catalanes. Después de publicado penséme, no hasta torturarme por supuesto, que igual se me fue la mano poniendo a Rajoy y a su Gobierno como brazo ejecutivo, BOE mediante, del poderoso núcleo económico-financiero-político-funcionarial instalado en Madrid (no madrileño, conste) y con asiento virtual en el palco del Bernabéu por más señas. Considerando, por otra parte, que dos no se pelean si uno no quiere y que en el caso que nos ocupa las dos partes no sólo la quieren sino que la buscan, por lo que llegué a la conclusión que tienen merecido que nos cisquemos al modo. Me refiero, aclaro por si acaso, al conflicto catalán del que se sabe bien de donde les viene, para provecho de los chinos que se han hinchado estas semanas a vender banderas a precio de mayorista.

Estaba yo, en fin, preocupado con la idea de haberme pasado de conspiranoico, cuando tropecé, el martes 14, en El País, con un artículo titulado Duelo metropolitano firmado por Víctor Lapuente, doctor en Ciencia Política por la Universidad de Oxford, cosa que siempre tranquiliza mucho. En su escrito Lapuente pone a su vez por delante al catedrático de la Pompeu Fabra Jacint Jordana y su hipótesis de que “en un momento de interconectividad global parece contradictorio que muchos catalanes cosmopolitas, cuyo tablero de juego es el mundo, apoyen un nacionalismo que, por definición, aspira a un repliegue interior”. Pero ocurre, apostilla Lapuente, que el mundo globalizado es una contienda entre áreas metropolitanas y “Madrid, con 6,5 millones de habitantes y Barcelona, con cinco, compiten entre ellas y con otras metrópolis europeas para atraer inversiones”. Y añade a renglón seguido: “Los gobiernos estatales intervienen en esta lucha global, favoreciendo a unas ciudades con, por ejemplo, unas infraestructuras ferroviarias o aeroportuarias. Y las élites económicas, sociales, culturales y sociales de Barcelona perciben que el Estado español ha elegido Madrid como su ciudad global. Con lo que algunos miembros de estas élites han llegado a la conclusión de que, para que Barcelona sea una ciudad global en pie de igualdad con la capital, necesita un Estado propio que la proteja”. Razones. Iba a hacer un chiste fácil con la esperpéntica doble capitalidad canaria, pero es más útil seguir con Lapuente que no ve fácil responder a la pregunta de si tienen motivos los barceloneses para sentirse abandonados. Considera que la atracción que ejercen las capitales políticas sobre el capital económico es un fenómeno planetario y menciona el caso de Gotemburgo, la antigua capital industrial de Suecia que “languidece ahora tras la estela de la refulgente Estocolmo”. Considera, además, que el procés dichoso “ha dañado la imagen de Barcelona y provocado un éxodo de empresas”. Lo mismo que ocurrió en Canadá donde Montreal acabó desplazada por Toronto debido en mucha medida, dicen, a la insistencia del nacionalismo quebecuá incansable reivindicador de referédums. Y sin tanto dramatismo como en España que se lo toman como si se mentaran malamente sus respectivas madres.

España es diferente

El artículo de Lapuente me tranquilizó por un lado al tratarse de un fenómeno planetario ya observado en otros lugares; no tanto por el otro porque en ninguno de los casos similares conocidos, según les tengo dicho, ha sido el Gobierno central tan bruto como en España. Rajoy y el Gobierno han querido aprovechar las circunstancias que ellos mismos han provocado en su parte alícuota para quebrarle el espinazo a los catalanes con un majo y limpio. No sé la razón de que el juego que se traen me recuerde aquellas añoradas tiendas de aceite y vinagre que en la parte visible, digamos legal, despachaba honestos productos a las señoras o a sus domésticas mientras en las trastiendas ilegales se “adquirían” de tapadillo discretas templaderas atenuadas, eso sí, con enyesques de queso de medianías a la Cumbre, manises y latas de Massó los domingos en que había también pejines quemados con alcohol; incluso había de relance sardinas y calamares fritos si se trataba de tienda en franca evolución hacia ofertas gastronómicas de superior envergadura, cual fuera el caso devenido clásico de El Herreño, en Las Palmas.

Y tras el espacio para la publicidad, diréles que aún siendo cierta la globalidad del fenómeno en el que una ciudad o área metropolitana desplaza otra, no lo es menos cierto que el PP y Rajoy como dirigente del partido y ya de presidente del Gobierno les han estado tocando donde no debían a los catalanes y han utilizado el lógico cabreo para justificar barbaridades como la represión del 1-O. Y ya que tanto apelan a la ley, no estaría mal recordar que es posible aplicar leyes irreprochablemente democráticas con procedimientos dictatoriales de los más arrastrados. Que le pregunten, si no, al ex ministro de Interior Jorge Fernández. No identifico, faltaría más, la situación política de hoy con la dictadura que sufrimos; pero a veces percibo el olor inconfundible a dehesa franquista.

En otro orden de cosas diría que tanto hablar de presos políticos ha acabado por hacernos olvidar que hay no pocos políticos presos, de los que la gran mayoría son o han sido altos cargos del PP. La mucha bulla hace que nos olvidemos de ellos, que no reparemos en detalles como la vista del caso Gürtel del que está resultado que no sólo hubo una caja B sino que se ha atribuido al PP, no al de Merimé, delitos como el de la destrucción de pruebas cuando la emprendieron a martillazos con el ordenador de Bárcenas. Y si no se repara en los grandes detalles, ni les digo de los pequeños. Por ejemplo, la incomodidad que han venido soportando en sus alojamientos en barcos las unidades enviadas por Interior a darle de palos a los catalanes. Recordé los tiempos de Franco cuando metían el jeeps un gris más de los que cabían para que no estuvieran cómodos y los aparcaban cerca del centro donde se había convocado una manifestación infantil. Los jeeps se apostaban temprano en las cercanías de los centros a la espera de la salida de clase y al sol. Y si el sol se retiraba, movían el vehículo para ponerlo de nuevo bajo el sonajero. Como supondrán, había que ver la furia que desplegaban cuando los soltaban para disolver la manifestación. O sea, que no creo que quienes se alojaron en el dichoso “piolín” o cosa parecida estuvieran muy contentos y sí hasta las narices de catalanes irredentos.

A lo que iba: España sigue siendo diferente aunque se le note menos.

La remorma misteriosa

Ya dije de la ruptura en el Ayuntamiento de Barcelona del pacto de los “comunes” de Colau con los socialistas por su respaldo a Rajoy y al artículo 155. Uno, comprenderán, ni quita ni pone rey pero la verdad es que Pedro Sánchez debe creer en Papá Noel. No otra cosa cabe pensar de lo privado que se le vio con el acuerdo con el PP del que arrancó y dos piedras el compromiso de Rajoy a desbloquear la reforma de la Constitución. Si les digo la verdad, ya no estoy seguro de si la satisfacción de Sánchez fue hija de mi imaginación obsesionada por encontrar temas para estos folios de vellón. Si sé que Rajoy no ha dicho nada que justifique la satisfacción de Sánchez por lo que me da que ha hecho el pánfilo. Porque Rajoy no está por reformar nada. Incluso hay quienes sospechan que con lo de Cataluña ha conseguido el hombre tanto respaldo en el resto de España que intentará recortar el Estado de las Autonomías, que no figura entre sus devociones.

Y lo que son las cosas: aquí paré de escribir para ver un rato la tele y hete aquí que dan la noticia de que el PP ha echado para atrás su compromiso reformista con Sánchez: ya no lo necesita con el 155 vigente. Fue José Bermúdez de Castro, portavoz pepero en la Comisión territorial parlamentaria acabada de constituir en el Congreso, quien aclaró que “no somos federalistas. No hemos venido aquí con la idea de reformar la Constitución, sino de modernizar el Estado autonómico”. No logré deducir de sus palabras si considera el último grito de modernización la intervención de la autonomía catalana ni si tratarán de extender el modelo a las otras autonomías aprovechando la inexistencia que dicen de demanda social para cambiar las cosas.

Por otro lado, se asegura en fuentes del PP que el enfriamiento de la reforma constitucional lo acordaron Rajoy y Pedro Sánchez que, significativamente, ya no habla de la plurinacionalidad española. Aunque los del PSOE andan dale que te pego con el cambio constitucional en sentido federal, la necesidad de blindar las competencias autonómicas (nada dicen de las incompetencias) y de reconocer los hechos diferenciales, Rajoy como quien oye llover. O sea, que después de todo tiene imaginación con la sequía, pertinaz que diría el Caudillo, que padecemos.

La única conclusión a que he podido llegar es que no se sabe muy bien qué rayos van a reformar por último, ni qué significa, exactamente, “modernizar” ni quien es el tal Bermúdez de Castro para llegar a la Comisión a decir qué es lo que se va a hacer y lo que no. Ni qué sentido tienen los trabajos de la dicha Comisión cuando Unidos Podemos, Esquerra Repúblicana, el PDECat y el PNV se han negado a participar en ella, por lo que la integrarán sólo representantes de PP, PSOE y Ciudadanos.

Según han anunciado, la Comisión, que preside el socialista José Enrique Serrano, iniciará sus trabajos con un primer periodo de seis meses en que se escuchará a los padres de la Constitución que estén todavía presentables, a los presidentes autonómicos, a los miembros del Consejo de Estado y a cuantos expertos se les ocurra a los comisionados y comisionadas. De toda la información y opiniones que reúnan extraerán unas conclusiones que serán votadas en el Congreso. Si salen aprobadas, el PSOE está por abrir una comisión constitucional que aborde la reforma de la Carta Magna. Eso quisiera el PSOE a sabiendas de que tal y como está ahora el asunto de las mayorías el PP puede seguir bloqueándola y ya ha anunciado una posición pasiva en la comisión para centrarse en el sistema de financiación. O sea, que como no se equivoquen las encuestas que hacen ganador al PP en las próximas elecciones nada podrá hacerse. Por su parte, Ciudadanos, que está también por la reforma constitucional, asiste al inicio de la comisión con “enorme escepticismo”. Según su diputado Ignacio Prendes, “No creemos que éste sea el instrumento para abordar la reforma constitucional. No creemos una pista de aterrizaje para los independentistas”.

El PP, pues, seguirá bloqueando la reforma mientras no cuente con una mayoría a favor de tres quintos en cada una de las cámaras, que es la que han impedido los conservadores. De no alcanzarse el acuerdo en las cámaras, se crearía una comisión paritaria de diputados y senadores que presentará un texto a votar por Congreso y Senado. De no lograrse tampoco así la aprobación y siempre que el texto hubiera obtenido mayoría absoluta en el Senado bastaría el voto favorable de dos tercios del Congreso para ser definitivamente aprobado. Demasiado para el cuerpo así que no se me sofoquen.

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