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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

Así como hay traga-fuegos se podría decir que yo soy una devora-libros. Pequeños, grandes, para adultos, para niños, para reír, para llorar... Me da lo mismo, los engullo sin miramientos. Para mí, no hay nada mejor que un libro, una caja de galletas y horas libres, para rellenar con lectura.

LA OBLIGACIÓN DE RECORDAR: Las juventudes hitlerianas y la bibliotecaria de Auschwitz.

Un refrán español dice, y de manera muy acertada, “No hay peor ciego que el que no quiere ver” y de ahí que cuando algunos cachorros de una formación política nacional se dedicaron a publicar fotos en la red levantando el brazo, en actitud marcial, mientras lucían camisas azules llenas de símbolos del pasado más reciente, los mayores de la casa se limitaron a calificar los hechos de “chiquilladas inofensivas” y tan panchos que se quedaron. La ignorancia, ya se sabe, es MUY atrevida, pero no debería servir para disculpar la falta de perspectiva histórica y la banalización de unos comportamientos y unos símbolos, los cuales, subyugaron nuestro país durante décadas, tras una cruenta y sanguinaria guerra civil, que, lejos de nuestras fronteras, desembocaron en una contienda mundial que casi termina con el mundo tal y como se conocía.

Jóvenes como los que aparecían en las mencionadas fotos fueron los mismos y las mismas que, durante más de una década, nutrieron las filas de las juventudes hitlerianas -Hitler-Jugend (HJ) para los niños y adolescentes, y Bund Deutscher Mädel (BDM) para las niñas y adolescentes germanas- Luego, llegado el momento, los asentamientos en los territorios ocupados, ellas; y filas de un ejército alemán en retirada, ellos, una vez que el Reich de los mil años decidió declararle la guerra a todos los que no pensaban como él.

Este tema, a pesar del estigma que supuso, una vez terminada la contienda, para toda una generación de jóvenes germanos, se solía tratar de manera tangencial o no con la profundidad necesaria, de ahí la validez del trabajo de Michael H. Kater, autor del libro publicado por la editorial Kailas, Las juventudes hitlerianas.

El autor, doctor en historia y sociología, y autor de una decena de libros sobre el tercer Reich, realiza un exhaustivo estudio para situar, dentro del organigrama del nacionalsocialismo, lo que supuso para la sociedad alemana la implantación de una idea como la que motivó la creación de un engendro ideológico como lo fueron dichas juventudes. La idea estaba clara: educar a los más jóvenes para que asumieran que eran una raza superior llamada a dominar el mundo conocido, sin importarles el precio que dicha dominación pudiera acarrear a quienes luego lo sufrieran. Todo tenía que funcionar a la perfección y, para ello, se asignaron los roles, se prepararon las estrategias y, de paso, se aniquiló cualquier oposición que la idea engendrada por los ideólogos del partido nacionalsocialista pudiera encontrarse en el camino.

En realidad, todos los regímenes totalitarios buscan seducir a los más jóvenes, sabedores de que, sin su fuerza y su energía, sus desmanes nunca podrían llegar a propagarse tanto y tan rápido como cualquier tirano desea. No obstante, el caso de la Alemania nacionalsocialista es digno de tener en cuenta, sobre todo porque los otros dos regímenes totalitarios fascistas del momento, el italiano y el nacional, no lograron nunca los mismos resultados que su homólogo alemán. La eficiencia alemana, en esto, como en tantas otras cosas, terminó por pasarle una costosísima factura a toda una generación que, luego, no supo -y no quiso- aceptar el pasado y afrontar la responsabilidad de sus actos, por mucho que la maquinaria del estado resultara del todo agobiante.

Esa venda -que también muchos siguen llevando en nuestro país, una vez que las soflamas del nacional catolicismo cayeron en desuso- la portan los mismos que trivializan las consecuencias, y los actos, de unos regímenes contra natura, pensados para ignorar el dialogo y el librepensamiento y subyugar al común de los mortales bajo la implacable maquinaria del estado, a imagen y semejanza del gran hermano soviético, por poner un ejemplo del otro lado del espectro político e ideológico.

Y si piensan que exagero al calificar de engendro, casi diría que malévolo, a las Juventud hitlerianas -y que nunca se deben trivializar gestos, comportamientos ni modos de actuación, por inocuos que estos puedan llegar a parecer- les propongo el ejemplo que el autor cita al comienzo del capítulo 3; es decir, el caso de Irma Grese. La joven, criada en el pueblecito de Wrechen, en Mecklenburg, no lejos de Berlín, terminó por hacer suyas las consignas más radicales del partido en el poder y, tras su paso por las filas de la BDM, acabó aceptando un puesto dentro de las asistentes femeninas de la SS, situado en el campo de concentración para mujeres de Ravensbrück. Tras un periodo en el que la joven perdió cualquier atadura moral que le impidiera cumplir con su trabajo, Grese fue destinada al campo de concentración de Auschwitz, escenario en el que se la conoció por el apodo de la Bella Bestia. Su implicación en el extermino y la sumisión de las prisioneras a su cargo fue tal que, aun hoy en día, cuesta entender como una joven que tan sólo tenía 21 años cuando fue ajusticiada, pudiera llegar a comportarse de aquella manera.

El caso de Irma Grese es extremo y no todos los que pasaron por la organización juvenil nacionalsocialista se comportaron de una forma tan punible y execrable, pero sirve para ilustrar la importancia de no pasar por alto comportamientos que, llegado el momento, pueden condicionar y lastrar, en sentido negativo, la personalidad de alguien.

Así mismo, el personaje de Irma Grese sirve de nexo de unión para otro libro, La biblioteca de Auschwitz, igualmente relacionado con el tercer Reich y que demuestra la importancia que puede tener un libro para el devenir de una y/o muchas personas, en mundo donde la cultura impresa cada vez parece importar menos. El libro se basa en la historia real de Dita Polachova, luego Dita Kraus, la bibliotecaria del bloque 31, quien, desafiando el régimen de terror impuesto en aquel lugar -inspirado en el más tenebroso y desasosegante grabado de William Blake- decidió montar una pequeña biblioteca clandestina en uno de los mayores mataderos industriales de seres humanos que el mundo ha conocido.

Y, sí que es cierto, como reconoce el autor del libro, Antonio G. Iturbe, que los libros no son necesarios para sobrevivir como sí lo es la comida y la bebida. Sin embargo, si el ser humano no es capaz de poner en marcha su intelecto, si no es capaz de soñar, de imaginar, de crear mundos, situaciones, personajes de ensueño; si no es capaz de abandonar su realidad, sobre todo una en donde la vida humana valía menos que el encontrarse un gorgojo en la comida o un mendrugo de pan, tirado en medio de un charco de agua embarrada, el espíritu acaba muriendo. Y por eso es tan importante el contar la historia de Dita y de todos los que se empeñaron en llevar cierta esperanza a un lugar donde el infierno bíblico se transformó en realidad.

La bibliotecaria de Aschwitz se me antoja un libro imprescindible en medio de una sociedad donde los cargos electos comercian con las bibliotecas y las permutan por adosados, inmuebles o, simplemente, las olvidan en un cajón. Se me antoja un libro imprescindible, como lo es el tratado de Michael H. Kater, porque, de un tiempo a esta parte, se está trivializando en demasía todo aquello que tiene que ver con los regímenes totalitarios, mientras políticos de baja estofa recurren a símiles que tergiversan el verdadero significado de lo que ocurrió cuando una pléyade de dictadores decidió asolar el mundo con tal de salirse con la suya.

Y aunque en la ONU se permita que cualquier ignorante salga a su tribuna para negar los campos de concentración y la barbarie nacionalsocialista -ya se sabe que, si tienes petróleo, tienes patente de corso para decir la mayor de las barbaridades- no se debería perder de vista a todos los populistas endomingados y las nuevas generaciones que florecen a su alrededor, empeñados en repetir aquello que tantas vidas segó durante los años de la segunda gran confrontación mundial.

Me quedo con una reflexión de Brian Robert, el personaje interpretado por el actor Michael York en la irrepetible y sensacional película de Bob Fosse Cabaret (1972). Robert y su amigo el aristócrata Maximilian von Heune se encuentran con un grupo de jóvenes de las juventudes hitlerianas quienes, llegado el momento, entonan una canción titulada 'Tomorrrow belongs to me', toda una apología de la nueva Alemania y un claro presagio de lo que luego pasaría. Ante tal demostración de entusiasmo, el aristócrata le dice a su amigo que no hay de qué preocuparse, dado que, llegado el momento, se parará a las huestes de Hitler. Robert le responde a su amigo ¿De verdad piensas que podrán pararlos? La historia demostró que no este último tenía razón y que, por mucho que se quiera mirar para otro lado, ponerse la venda en los ojos, o querer quitarle “hierro al asunto”, Europa y buena parte del mundo está tomando una deriva realmente peligrosa… Es de recibo hacerse la misma pregunta que Brian Robert en Cabaret, antes de que sea demasiado tarde.

© Eduardo Serradilla Sanchis, 2017

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