¿Suerte o milagro?

Son las once menos diez de la mañana. Llueve y Laura Riba, estudiante de la facultad de Económicas de la Universidad de Navarra, llega tarde a clase. El camino que recorre para acudir a la facultad siempre es el mismo. Laura baja a la Universidad atravesando el campus hasta llegar al Edificio Central. Prefiere atajar por el aparcamiento, no le gusta que la vean pasar desde los inmensos ventanales de la biblioteca de Humanidades. Mira el reloj. Faltan cuatro minutos para las once en punto. La estudiante, que ya ha alcanzado el parking decide echar a correr. “Nunca corro, soy muy vaga; no sé porqué decidí correr”, asegura.

Laura recuerda aquel momento con alegría. Está viva y eso le basta. Sus ojos, húmedos, muestran el pavor que dos días atrás recorrió por completo su cuerpo. Ella, serena, continúa hablando: “Después de pasar por el parking, y antes de doblar la esquina para llegar a la facultad, oí un estruendo muy fuerte; me caí al suelo, sabía que era una bomba”. Este es el testimonio de una alumna que vivió en primera persona el atentado que la banda terrorista ETA perpetró el jueves treinta de octubre.

Era una mañana fría y la Universidad albergaba cientos de estudiantes. El clima de tranquilidad se rompió dos minutos antes de que dieran las once en punto, dos minutos antes de que los alumnos más perezosos alcanzaran las aulas. En ese instante, un coche bomba estacionado en el aparcamiento situado entre el Edificio Central de la Universidad y la biblioteca de Humanidades explotó. El estruendo fue descomunal. El silencio que le siguió, cortante.

Muchos alumnos se encontraban revisando sus apuntes muy cerca del lugar de la explosión: en la biblioteca de Humanidades. Entre ellos, Ana Luque, estudiante de Publicidad. “De repente ?afirma Ana- los cristales se me cayeron encima de la cabeza, me tape los oídos y no sé qué más pasó”. La alumna estaba sentada muy cerca del aparcamiento, en la tercera fila, pegada a la ventana. Asegura que después del estallido todos los que estaban con ella se miraron. No entendían nada. Apareció la incertidumbre, el miedo y el instinto: “Había que salir de allí”. Segundos más tarde el bibliotecario irrumpió en la sala. “¡Fuera, fuera!”, esas fueron sus palabras.

La duda se confirma, ETA ha atentado de nuevo

Una humareda negra que se abría paso hacia el cielo gris y lluvioso confirmó la sospecha: ETA, tras haber olvidado durante seis años la Universidad de Navarra, había actuado de nuevo. El objetivo, sin embargo, era el mismo que el de 2002: matar estudiantes inocentes. No lo consiguieron, pero por muy poco. El morro del coche bomba apuntaba hacia el Edificio Central. Escasos metros se interponían entre el vehículo robado horas antes por los etarras en Zumaia y la piedra que arropaba el aula 15 del Edificio Central. Miriam García estaba allí. “Teníamos clase de Geografía y en vez de hacer el descanso hasta en punto, lo habíamos hecho hasta menos diez; estábamos todos allí”.

Aún sin haber digerido lo ocurrido, Miriam asegura que tras la detonación abrió los ojos y todo estaba revuelto. “Del impacto ?asegura- no sabes si estás viva o muerta”. La estudiante no pudo salir corriendo. Las piernas no le respondieron y dos compañeros tuvieron que ayudarla a abandonar aquel caos. Una vez fuera y sin saber por qué, Miriam volvió al aula: “Mi bolso estaba dentro y mi móvil también; soy de Tenerife, tenía que llamar a mi madre y decirle que estaba bien”.

Reacciones inesperadas, instintos no reprimidos y coincidencias: esto fue lo más extraño de aquel treinta de octubre. Algo de esto se dejó notar también en la facultad de Medicina. Está un tanto alejada de de la zona de Humanidades, a unos seiscientos metros. Sin embargo, allí también temblaron los cristales. Francisco Guirao estudia tercero de Medicina, y justo antes de las once de la mañana estaba en la facultad. La explosión hizo que su rostro se decolorara. La tez de su amigo Pablo Bazal se emblanqueció mucho más. Éste, sin saber todavía qué había pasado, enunció: “Creo que mi hermana tiene clase en el Central”.

Los dos compañeros salieron corriendo y en apenas unos minutos alcanzaron el lugar del atentado. Aún no había llegado la policía. Francisco, con tono serio, describe lo que vio: “Había gente llorando, gente con sangre en la cara y en las orejas”. “Más tarde ?continúa- llegó la policía y gritaron que había otro aviso de bomba”. El joven salió de allí aterrorizado. Corrió por el césped llenándose las zapatillas y el pantalón de barro. Lo único que importaba era salir de allí.

El desalojo

Las autoridades comenzaron a desalojar la zona cinco minutos después de la descarga. Condujeron a profesores, estudiantes y personal de la Universidad a una explanada verde situada a cincuenta metros de las llamas. Junto a un árbol, una estudiante miraba fijamente la hierba mojada mientras por su cara resbalaban lágrimas de angustia. No estaba herida, pero la inseguridad provocaba en ella un desconsuelo atronador. El rostro del profesorado desentonaba en aquel ambiente. No estaban nerviosos, sólo mostraban un sentimiento común: tristeza y rabia contenida.

El desalojo de la Universidad no tardó en llegar. La Policía Nacional marcó el camino que se debía seguir. Los aparcamientos que rodean las facultades eran infranqueables. Nadie podía acercarse a ellos. La razón: otro posible coche bomba. Una hilera humana avanzaba taciturna bajo la atenta mirada de Aurken Sola, el supuesto jefe del comando Nafarroa, desarticulado 48 horas antes. Sola pudo ver el desconcierto causado por el atentado: la policía lo trasladó en avión de Madrid a Pamplona para localizar zulos en montes de la Cuenca. El supuesto asesino llegó a Noáin a las 12.40 horas.

A medida que avanzaba la tarde, las autoridades comienzan a atar cabos sueltos. El atentado se realizó sin previó aviso. Los terroristas advirtieron a las 9.53 horas en la DYA de Álava que habían colocado un coche bomba en el campus de la universidad, pero no desvelaron en qué ciudad. Esto produjo que en Pamplona no se tuviera noticia alguna del intento de crimen que se produciría a las 10.58 de la mañana. Fue entonces cuando unos cuarenta kilos de explosivos se convirtieron en la sinrazón que invade un ambiente pacífico y lleno de conocimiento.

Consecuencias de la explosión

El atentado no causó víctimas mortales. Sólo hubo que lamentar cuantiosos daños materiales y treinta y un heridos leves. Uno de ellos se llama María Jaume. A esta joven estudiante de Farmacia todavía le cuesta oír por el oído derecho. En el momento de la explosión, María salía de un coche aparcado a unos doscientos metros del parking del Edificio Central. “Al salir, oí un ruido muy fuerte y algo me metió de golpe el coche”, dice. El desconcierto posterior fue lo que le causó una congoja inusitada: “Estuve dos minutos sin poder oír nada, no sabía qué me había pasado”. Ahora, más tranquila, María reflexiona y afirma que no sabe qué hubiera sido de ella si la bomba hubiese explotado un minuto antes: “Pasé por ahí con el coche y poco después explotó”.

Después de muchas horas de reflexión, a la mañana siguiente, la Universidad de Navarra volvía a abrir sus puertas. La lluvia, el frío y el clima de desconsuelo se derrumban a las doce en punto de la mañana. A esa hora, en la explanada de la facultad de Comunicación, cerca de un millar de personas aúnan su silencio para mostrar que ninguna manifestación violenta truncará el ritmo de vida la Universidad. El mutismo se prolonga durante cinco minutos. Los rostros mojados de los asistentes a la concentración son firmes. Las miradas se clavan en el horizonte. Hay tristeza pero no aparece ningún atisbo de duda: nada ni nadie podrá abrirse paso mediante la violencia, nada ni nadie podrá acallar con miedo a una sociedad fundamentada en la razón y en la democracia.

Etiquetas
stats