Cristino de Vera, el artista que aprende del silencio

Cristino de Vera posando ante la cámara. (Cedida a Canarias Ahora).

Román Delgado

Santa Cruz de Tenerife —

Esta vez sabía que no llegaría tarde a la cita, y así fue. Me apeé del coche que no conducía en una calle lateral, con el tiempo meteorológico propio de La Laguna golpeándome en la cara y en los brazos descubiertos. El sol lo había dejado atrás, en el trayecto de subida a la ciudad de Aguere desde la costa capitalina. En las calles con falso adoquín, la nube del alisio se había convertido en niebla fina que casi no dejaba ver. La llovizna persistente obligaba a coger el paraguas y, en ausencia de éste, solo quedaba raspar las esquinas y las paredes; también buscar zonas cubiertas por los balcones hasta alcanzar el destino más ansiado.

La cita se merecía todos esos contrastes e imprevistos. Convocaba la Fundación Cristino de Vera-Espacio Cultural CajaCanarias y el mérito no era otro que estar cerca, escuchar y compartir experiencias, la vida misma, con el que quizá hoy sea uno de los artistas plásticos más notables de Canarias. Tocaba Cristino de Vera en vivo y en directo, con toda su música, con toda su mística, con su espiritualidad esparcida ante el público, a viva voz; con su arte y su vida unidos, la misma cosa; con sus anécdotas, su manera de pensar y crear, casi lo mismo, y sobre todo con la cercanía milimétrica, palpable, y con el cariño abierto de par en par, como ventanas que saludan la entrada libre y tardía del aire fresco tras un día de sofocante calor.

A Cristino de Vera lo descubrí en la redacción del hace tiempo desaparecido periódico Jornada, un vespertino que entonces publicaba Editorial Leoncio Rodríguez, también titular de la cabecera El Día. Sobre las mesas de ese espacio destinado a tejer informaciones y opiniones, yo en ese momento de prácticas, allá por el año 1993 o 1994, creo que fue Fran Belín el que sacó unos catálogos de exposiciones de arte plástico en el que aparecía aquel nombre. Parte de esas publicaciones, luego me las traje a casa y en la actual aún siguen descansando.

Desde ese desenlace, que recuerdo con nitidez, a Cristino de Vera siempre lo he tenido muy presente, tanto que parte de la afición por su arte y su forma de entender la condición humana se fue alimentando, tras el primer contacto en Jornada, de la pasión que el amigo y también periodista especializado en cultura tenía por ese mismo personaje. Raúl Gorroño era y es esta persona, aún en El Día. Él me facilitó el acercamiento a la obra de De Vera, cuando los periódicos se dedicaban con mayor descaro a esta función, y a lo que el hoy consagrado maestro siempre tenía entre manos. Gorroño ponía especial atención en los movimientos del pintor tinerfeño y con esa aproximación propia del adeptoterminó por convencerme de que ese artista tan sensible y a la vez diferente merecía mucho la pena. Como se ve, caló el mensaje. Esto lo sitúo en el año 1995 o 1996… Ya ha pasado algún tiempo, pero el recuerdo ha quedado imborrable.

Tras muchos años amando y siguiendo la creación artística (y la voz, una misma cosa) de Cristino de Vera desde las Islas, lo que he hecho hasta hoy y aún no encuentro razón alguna para desistir de tan apasionante tarea, fue en 2007 cuando tuve la oportunidad de conocerlo en persona. Ocurrió en Madrid, donde reside. Él y su mujer, Aurora, asistían, previa invitación del Gobierno de Canarias, a un acto oficial convocado para exaltar las bondades del parque nacional del Teide, entonces sumido en una carrera, con cuenta atrás incluida, para lograr la meta de ser declarado Patrimonio Mundial por la Unesco, lo que consiguió en junio de ese mismo año.

En ese contacto, más corto de lo que hubiera deseado, Cristino de Vera terminó de cautivarme y entonces pude confirmar que todo lo que él representa merece mucho la pena: su arte, su espiritualidad, su filosofía, su coherencia personal y creativa, su manera de ser y estar…

Desde ese momento hasta hace pocos días, en una tarde a punto de tocar las seis que mojaba la ropa tendida en azoteas y patios de la vieja ciudad, lo que en julio impone un alisio desbocado, De Vera siempre ha estado muy presente. De alguna manera sigo despertándome día tras día con ese noble dinosaurio a mi lado, aunque fue el 11 de julio pasado, gracias a una excelente iniciativa de la Fundación Cristino de Vera-Espacio Cultural CajaCanarias insertada en el programa de celebración del séptimo aniversario de esta institución, cuando lo volví a ver de cerca, a sentirlo con sus expresiones más comunes: palabras, gestos, manías, obsesiones, reiteraciones, autores y obras preferidos… Estaba muy vivo, como siempre, y era él: Cristino de Vera. Yo feliz de estar a su lado.

Cristino de Vera acudió a la sala vestido con su color preferido, el negro. Con bastón, sombrero (negro, por supuesto) y gafas (negras, por supuesto), se acercó al asiento principal, no sin dificultad física y bajo la atenta mirada de su mujer, Aurora, siempre cercana, a muy poca distancia. Ya dispuesto a hablar, De Vera, con problemas de visión (de ahí las gafas negras para evitar el impacto de la luz en sus ojos heridos), se refirió a sus últimos achaques de salud e inició el diálogo, o sea, el monólogo. Lo primero, un recuerdo cariñoso y sentido, con minuto de silencio incluido, a su gran amigo y enorme artista tinerfeño fallecido recientemente en La Laguna: Pedro González. Todos en pie y todos sentados, y así se da paso a la versión verdadera, sin condimentos posibles, del artista, pensador y escritor Cristino de Vera. Se quita el sombrero, o quizá ya lo había hecho antes, seguro que sí, que para eso es un ejemplo incuestionable de caballero, y da las buenas tardes. Empieza un regalo que dura más de dos horas.

Estoy metido de lleno en la primera sesión del programa Diálogos con Cristino de Vera. Son las seis y cuarto, o igual algo más, del 11 de julio. Me preparo y escucho. Al fondo Cristino de Vera. La luz escasea y el ambiente es sereno, quieto. No se oye el vuelo de las moscas porque no hay moscas. Una gota de llovizna engorda y se escapa por una abertura mal empastada. Insiste repetidamente y termina empapando con golpeteo acompasado. Nadie se da cuenta. Todo el mundo atiende a lo que importa: Cristino de Vera. Se enciende una voz cansada…

“Estoy muy perturbado en estos momentos porque el arte está un poco denigrado. El arte siempre está ligado al espíritu. Sin apoyo del interior, del ser, el arte es vacuidad, especulación, codicia económica. Hoy todo vale, hoy todo es una ocurrencia”. Solo puede ser Cristino de Vera. “El arte entra en el plano divino para aplacar la dureza que conlleva la condición humana”, un concepto creativo insistente en este autor que se transforma en pura coherencia en sus composiciones plásticas, muchas de ellas colgadas en la citada fundación.

“En el fondo de todo, las cosas que más nos unen son el misterio de la existencia y de nosotros mismos”. Y llega una referencia a Platón: “Hay que dialogar. El ser humano no está hecho para estar solo, sino para vivir en comunidad, en familia”. Y dos cosas que subraya como muy importantes en la vida y que además se activan con la música: “El silencio profundo, interior, de la naturaleza, y la paz de los ponientes y nacientes”.

Cristino de Vera, con 84 años, sigue rompiendo moldes y no se corta un pelo. “El egocentrismo es el mayor enemigo del ser”, frase que introduce para luego afirmar con rotundidad que el aforismo “el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios” es “la mayor estupidez y osadía que se ha dicho nunca”. “Si no hay un plan en la existencia, todo está en manos del tiempo. Esto es un fracaso. La fugacidad es tremenda. Toda la vida las personas con sus dudas, en el arte, las humanidades, la historia…”. “La Tierra está llena de misterio y de gran belleza. Todo amanecer es un milagro y todo poniente es un milagro”, en cita de María Zambrano, muy presente en toda la charla de Cristino de Vera, que se inclina por “huir de la terrible soledad que producen los misterios”. Para esto, añade, están las comunidades, aunque yo ya “estoy en el último tramo”, en alusión a la cercanía de la muerte.

“El arte requiere esfuerzo interior para aprender el oficio”, una máxima muy repetida por De Vera, aunque hoy parece más importante el “conocimiento de la especialidad de relaciones públicas para convencer a los directores de museos” y así exponer en algunas de sus salas. “El arte es una disciplina muy difícil de explicar con las palabras. El arte sin espíritu no es nada, pura decoración. Se trata de una disciplina muy importante: hace falta la meditación hasta llegar a un grado más alto, que es el de la contemplación”. Y añade: “En este mundo no hay tiempo para entenderlo todo, para ver los cambios de un siglo a otro”. Por eso, “el ser se va de este mundo sin entender los misterios fundamentales”. “Para ver hay que interiorizar”; “hay que acercarse y ver que algo es…”.

Cristino de Vera remarca que “nadie ha visto a Dios ni nada. Pasan los siglos y el individuo sigue”. En este escenario, confiesa que “el arte sin fe se empobrece mucho. En todo el buen arte hay una chispa divina: la parte que crece en mi interior y la que no crece, la fe y el agnosticismo”, un concepto frente al otro. “A veces nos quedamos callados y decimos mejores cosas. Nuestro silencio a lo mejor es esencia o quizá ejerce de crítico”. “El silencio -concluye Cristino de Vera- es el protagonista verdadero. De él yo he aprendido”.

La maldita gota, a ritmo de hormiga, ha dibujado un charco en el piso. Han pasado dos horas y toca volver a la niebla, al falso adoquín, a la ciudad secuestrada por el tiempo desapacible en casi el ecuador de julio. Camino lento, procesando, hacia la estación del tranvía. No me quito de la cabeza a Cristino de Vera. Pienso en un título para esta crónica tan personal, lo anoto y ahora lo pongo mientras termino el artículo: “Cristino de Vera, el artista que aprende del silencio”.

Lo cierro todo, cremalleras, agenda, estuche… Me acomodo en el asiento del vagón y me doy cuenta de que estoy a mitad de camino. También muy mareado. Me digo que ha merecido la pena e intento recuperar la estabilidad. Aprecio a Cristino de Vera. Estoy en La Paz y se abren las puertas. Me doy cuenta de que había un sol que rajaba las piedras.

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