'Pulseras blancas', un proyecto de acompañamiento en duelo

Grupo de 'Pulseras blancas' compartiendo recuerdos en la finca de Osorio.

Nanda Santana

Las Palmas de Gran Canaria —

Una vez al mes. Quedan para conversar, para llorar si hace falta, que suele hacerla. Porque no es fácil enfrentarse a la pérdida de un hijo cuando no es lo natural. Les ha gustado la idea de un espacio donde pueden acoger, expresar, canalizar y compartir la montaña rusa de emociones que suscita un hecho así. Y hacerlo desde el respeto y el entendimiento. Por eso y porque la vida ha de seguir, decidieron un buen día aceptar el reto de fundar un grupo de acompañamiento en duelo para padres y madres. La propuesta, llamada Pulseras blancas, partió hace ya cinco años de Cary Caballero y Nuria Vega, dos profesionales de la salud que abogan por acompañar en tan duro trance desde la empatía, la sintonía y el respeto.

Enfermera en Pediatría Oncológica en el Materno Infantil con más de 30 años de experiencia la primera; psicóloga, tanatóloga y especialista en trauma, pérdida y duelo la segunda, ambas ofrecen un espacio colectivo de acogida y una terapia grupal novedosa de la que pueden sentirse orgullosas pues en muy poco tiempo ha provocado reacciones positivas en sus integrantes. “Normalmente se hace intervención individual en el hospital, pero no había en la isla grupos terapéuticos para abordar conjuntamente estas situaciones de trauma. Y además, algunos afectados generan aversión al espacio donde han estado y fallecido sus hijos”, señala Vega. “Veíamos desde hacía tiempo la necesidad de hacer algo -continúa Caballero- pero siempre esperas que sea otro el que dé el primer paso”. Al final se decidieron ellas.

Con cautela y mucha delicadeza, propusieron a los progenitores quedar en otro sitio, con más personas que hubieran vivido la misma experiencia “y que nos dijeran si les ayudaba el hecho de compartir el dolor, la tristeza, el sufrimiento, la rabia, la impotencia...”. Los grupos, que empezaron con pérdidas oncológicas infantiles, se han abierto después a otros tipos de fallecimientos. Pero no hay que olvidar que aún hay mucho estigma social con la muerte.

Duelo patológico, un riesgo

“En el grupo lo terapéutico es que comparten. Se sienten validados, comprendidos. Y eso genera empatía porque todos han pasado por lo mismo. Realizamos una entrevista de evaluación inicial que nos permite observar en qué punto del proceso de duelo está cada persona. En base a eso, hay unos criterios de exclusión e inclusión necesarios para el buen funcionamiento del grupo terapéutico, es una manera de prevenir una posible iatrogenia (daño), tanto a las personas que se quieren incorporar al grupo como hacia aquellas que pertenecen al mismo. Desde nuestro modelo de intervención (integrativo-relacional) observamos qué personas en estado de shock-trauma o en negación-evitación es preferible que realice su acompañamiento desde la terapia individual para, posteriormente y si así lo desean, complementar con terapia grupal. Puede parecer egoísta pero es todo lo contrario: es un modo de proteger al resto del grupo”, explica Vega.

Vivimos de espaldas a la muerte, no queremos saber de ella, le tenemos miedo, pero es un hecho evidente que está ahí, presente de un modo u otro. Probablemente nos iría mejor si desde pequeñitos nos enseñaran a relacionarnos con ella con toda naturalidad. Pero no es así y cuando se presenta, máxime si lo hace inesperadamente, nos venimos abajo. “A ver -señala Nuria- un duelo no es una enfermedad sino una reacción natural ante una situación vital estresante. Porque nuestra identidad e historia de vida se ven sacudidas, rotas, se fraccionan. Perdemos al ser amado, nuestro biografía emocional y vinculativa se ve amenazada. Por ello, el duelo es lo natural. Pero se puede complicar y hacerse patológico. Ansiedad, síntomas depresivos... Los médicos de Atención Primaria son los primeros que suelen detectar cuándo el duelo se está haciendo dañino para la salud”.

El aprendizaje de la gestión de las emociones, las propias y las ajenas. Esa asignatura pendiente en los sistemas educativos que cada vez reclaman con más fuerza los abanderados de un concepto integral de la salud y de una educación que enseñe a vivir y a ser feliz, no sólo a atesorar información o conocimientos técnicos. “El problema -interviene Cary- es que no sabemos acoger nuestro propio dolor, imagina cómo acoger el dolor del otro. No lo hemos aprendido y por tanto, con la mejor intención, creamos un entorno que en vez de ayudar castra porque no le da a la otra persona la posibilidad de experimentar la pérdida. No somos personas emocionalmente maduras y eso hace que no sepamos tolerar las frustraciones. Y una muerte inesperada, más si es de un niño, es una de ellas. Y grande”.

Género y duelo

“Los pocos hombres que han venido a los grupos nos han contado después que se han sentido liberados, que han encontrado el lugar donde dar rienda a su dolor sin sentirse juzgados, donde no tenían que esforzarse por reprimir sus emociones por miedo al que dirán”, cuenta Nuria. Y es que la presión social marca, educados como están en contenerse, en no manifestar su vulnerabilidad. De ahí que se muestren reticentes a participar en este tipo de experiencias -un 30% de padres frente a un 70% de madres- aunque una vez vencen el miedo, salen reforzados de ellas. “Al contrario que los hombres, que buscan en la actividad frenética protección frente al dolor, las mujeres -dice Cary- necesitan hablar de la pérdida y se quejan precisamente de que no les dejan hablar ni llorar. Cuando para ellas, un modo de resolver su duelo es precisamente hablar de lo ocurrido”.

Con todo, matiza Nuria, “no se debe generalizar. Es verdad que hay una columna vertebral, un patrón que se repite, pero hay mujeres que para paliar la pena hacen lo que los hombres: estar sobreactivadas para no pensar. Es un mecanismo de defensa inicial y en sí no es malo. El tema es cómo lo gestionamos. Porque hay afrontamientos que cuando se enquistan en el tiempo pierden su función reparadora y se hacen tóxicos. Y ahí es cuando hay que ayudar a canalizarlos”.

El síndrome de la silla vacía

Es Navidad y en casa se percibe la ausencia de quien se fue. Para enseñarles a sobrellevar esta situación -el famoso síndrome de la silla vacía- estas profesionales ofrecen gratuitamente desde hace 4 años -el último fue en la Fundación Mapfre- un taller que superó con creces sus expectativas: 140 asistentes. Los talleres de arteterapia – de reciente celebración el que impartió la representante en Gran Canaria de la Asociación Española de Arteterapia (ATE), Sonia Santana- son también excelentes herramientas. A las que se suman las reuniones anuales -ya van tres- en la finca de Osorio, del Cabildo de Gran Canaria, donde han creado un Jardín donde plantar árboles del Recuerdo, en el que cada ejemplar rememora a una persona querida.

Con actividades para todas las edades, se invita a evocar a los ausentes, a la vez que se les propone acoger con naturalidad otro modo de tenerlos presentes. “Recuerdo el caso de Iriney, un niño que nació estando su hermano Unay ya enfermo -explica Cary-. Contó su experiencia en un vídeo que grabamos y nos hizo llorar a todos, hasta al fotógrafo. Cómo ha normalizado lo ocurrido y ha creado una relación de apego sano con su hermano, al que integra en su vida con toda naturalidad, sin que haya nada patológico. Gracias a los papás y a una labor integradora de sus otros hijos en el proceso de enfermedad y duelo por su hermano los niños lo han vivido de forma natural y con un inmenso amor”. Frente a este ejemplar modo de afrontar tan dolorosa experiencia, de nuevo es la sociedad la que pone las barreras. “El hablaba de la muerte a sus compañeros del cole con toda naturalidad. Y provocaba rechazo, entre los niños pero también entre los padres de esos niños. Y es una pena. Un niño adorable, que sabe acompañar, acoger, acercarse al dolor del otro... Y que seamos los adultos los que no sabemos reconocerlo”, concluye.

Etiquetas
stats