Ronda: breve homenaje al amor

Nidia junto a su inseparable amiga Ronda. (Nidia García).

Nidia García Hernández

Santa Cruz de Tenerife —

Porque no hay amor más incondicional, desinteresado y leal que el de un perro. Las descripciones siempre se quedarán cortas pero lo mínimo que podemos hacer, es ordenar las palabras e intentar un humilde tributo.

La primera vez que vi a Ronda, ella ya me había visto a mí. Sentí sus ojos en mi espalda y pese a estar inmersa en unas circunstancias que la aterrorizaban, me sonrió. Se encontraba dentro de un chenil (una jaula típica de las perreras), junto a un Samoyedo blanco llamado Búnker, mucho más vistoso y de acuerdo con nuestros cánones del perfecto peluche. Pero una vez superada la primera impresión, esos segundos prejuiciosos, quien se ganó mi corazón fue ella.

Yo llevaba varias semanas siendo voluntaria en el albergue cuando la vi. Ronda no era una perra expresiva ni confiada, de esas que prodigan cariño a cualquiera. Sin embargo, conmigo conectó. No sé por qué, no hice nada especial para ganarme su reservado afecto pero imagino que se debió a esa percepción única que tienen los perros, a esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos y de ver más allá. De algún modo supo que yo no me rendiría, que estábamos destinadas a estar juntas. Porque verdaderamente sé, que ninguna hubiese podido encontrar compañera mejor.

Su caso era complicado. La habían abandonado a su suerte en Vía de Ronda (de ahí su nombre), una autovía donde los coches cruzan con prisas en ambas direcciones. Desorientada y asustada, fue incapaz de esquivar el tráfico, sin que nadie la socorriera. Creen que agonizó, arrastrándose por la cuneta durante varios días hasta que alguien la encontró, una (o varias) de esas personas que compensan la mezquindad del resto. Desconozco sus nombres pero fueron los primeros en salvarla. Porque a Ronda la salvaron muchas veces pero pese a esa desgracia, siempre tuvo su reverso de suerte.

Volviendo a ser un perro

El accidente le dejó una cadera rota y una operación que trató de arreglársela. Tampoco supe que veterinario la atendió en aquel momento pero le estaré eternamente agradecida, hizo un trabajo insuperable. Tal vez en ese momento no lo parecía pues Ronda tardó varios meses en volver a caminar y cada paso le dolía. Varios voluntarios se hicieron cargo de ella durante este proceso, momento en el que se hizo evidente su ansiedad y, aunque ésta descendió con el tiempo, nunca se desharía completamente de ella. Es lo que se conoce como “ansiedad por separación”, un problema que cuesta corregir pues ocurre cuando el dueño no está delante.

Pese a ello, Ronda fue la mejor perra del mundo. Lista como ninguna, lo aprendía todo en el acto y parecía leer a las personas con una maestría que muchos envidiarían. Yo la llamaba “mi perra E.T.”, porque era tanta la sintonía, que su ánimo parecía acoplarse siempre al mío. Era sensible y me buscaba con la mirada, como esperando mi asentimiento ante cualquier encuentro o circunstancia nueva. También le tenía miedo a los hombres, consecuencia de un maltrato anterior, y desconfiaba en los comienzos. Era evidente que había sufrido pero, poco a poco, consiguió salir de ese estado que la reprimía y le impedía incluso ladrar o perseguir una pelota.

Su cariño era silencioso, interrumpido sólo por el traqueteo de sus patas mientras me seguía por la casa. Estar a mi lado le daba seguridad pero con el tiempo aprendió a no estresarse con el resto de la familia y le bastaba nuestra compañía para estar en calma. Era tanta la quietud y paciencia que mostraba a nuestro lado, que pasaba desapercibida, acurrucada bajo las mesas. Ésa fue su única petición: no estar sola. Y en 6 años, nunca lo estuvo, gracias a los malabarismos que hicimos entre todos. Fue duro y hubo momentos angustiosos donde temía que llegase un día en que no pudiéramos coordinarnos pero tenía claro que no íbamos a dejarla. Porque el compromiso con un perro debe ser irrompible, ya sea solamente, por devolver una parte de esa lealtad que nos profesan.

A Ronda ya la habían intentado adoptar tres veces con idéntico resultado: ser devuelta al albergue. Es algo comprensible pero ni yo ni mi familia elegimos esa vía y puedo garantizar que compensó el esfuerzo. Debido a esto, fue una perra que nos acompañó más de lo acostumbrado. La llevábamos a todas partes y su compañía mejoraba cualquier experiencia. Te daba un motivo para levantarte por la mañanas y los rápidos vistazos al retrovisor, te mostraban una sonrisa agradecida y unos ojos ilusionados, haciéndote apreciar los pequeños matices de la vida. Seguramente Ronda haya recorrido más rincones de esta isla que la mayoría de la gente; y no sólo ha estado en ellos, se ha deleitado. No podía hablar pero sus miradas y sus gestos parecían dar muestra de un mundo interior que a nosotros se nos escapa.

Como esas pesadillas, que nunca la abandonaron del todo. Sus gemidos nocturnos me ponían en alerta pero bastaban unas palabras para sacarla de ese trance y ver transmutar su cara del desconcierto al alivio. Nunca olvidaré esa expresión. Una que ojalá ningún perro tuviera que experimentar pero que no deja de ser una señal del avance −lento, pero avance− de nuestra sociedad. Hoy se debate cambiar la legislación para proteger los derechos de los animales (#AnimalesNoSonCosas), concediéndoles el respeto que merecen. Y sí, ojalá ningún perro volviese a tener pesadillas pero la realidad me dice que, con cada sueño angustioso de un animal, aparece un ser humano dispuesto a comprometerse.

Una dura despedida

Ronda murió el 14 de febrero, el día de San Valentín. No soy de creer en señales pero haré una excepción con ésta. Cuando apareció en mi vida, yo estaba en un momento delicado, de transición, y ella llegó para convertirse en un punto de anclaje. Me hubiese gustado disfrutar unos años más de su compañía pero parece que siguió conmigo hasta que sintió que mis afectos estaban encauzados, que ya no estaba sola. Y se fue. Se fue el día de los enamorados dejando un vacío inmenso pero a la vez recordándome, que aún quedan motivos por los que estar agradecida.

A la mañana siguiente de su muerte, llovía. La niebla lo ocupaba todo y enfatizaba el vacío, esa nada interior que parecía haberse expandido fuera. Un abismo que continúa, entorpeciendo la actividad diaria, sobre todo, porque ésta estaba llena de hábitos donde Ronda estaba presente: sacarla a pasear, ponerle de comer, verla tumbarse a mi lado mientras escribía… Su falta aumenta el sinsentido de las cosas porque, ¿para qué continuar con las rutinas si lo que nos espera es esto? Pero ese derrotismo jamás lo asumiría un perro. Para ellos lo importante es el ahora y se esfuerzan en saborearlo. Si hay que buscar un ejemplo en el que reflejarse, uno que imitar, es el suyo.

Sigo echando de menos el sonido de sus pasos, sus suspiros y esa mirada que comunicaba más que un millón de palabras. La echo de menos a ella y a todos sus rituales: bajar las escaleras siempre por la derecha y subirlas por la izquierda, duplicar los mordiscos de todo lo crujiente sólo por degustar su sonido, buscar el mismo rincón del ascensor o dar un giro sobre sí misma cuando metía la segunda llave en la puerta. Porque cuando un perro se va, no es sólo su presencia la que desaparece sino una parte de ti, la parte de ti que eras con él, que suele ser una que no muestras a nadie más. Los perros tienen esa magia. Se abren paso y llegan a rincones que desconocías. Te permiten expresar un cariño sin miedo ni dobleces, pues pocas veces surge un amor tan genuino y sin fisuras como ése.

Habrá quien piense que el vínculo con un perro es desigual, que nos agrada porque ansían complacernos, como si su actitud respondiese a un tipo de servidumbre o dependencia. Los que piensan así, seguramente no han tenido nunca un perro y por eso no comprenden que su devoción es sincera. Es un amor tan puro que escapa a nuestro entendimiento. Nosotros podemos expresarnos con palabras pero ellos son más virtuosos sintiendo y lo hacen tan bien, que no les influye el egoísmo, la pereza o la desidia. Siempre se mostrarán agradecidos, siempre los acompañará el optimismo. Uno no puede tener un mal día si lo comparte en algún momento con un perro, ese instante bastará, para contagiarse de la energía que desprende su callada compañía. Podemos sufrir pero ellos minimizarán el efecto.

Sin embargo, despertar de madrugada −con la contradictoria claridad que dan esas horas− y ver que no está a mi lado, y que nunca más volverá a estar, me derrumba. Esa certeza es el mayor desconsuelo. No era el momento, o mejor dicho, lo era pero no es justo que lo fuese. En mitad de ese tormento, me acuerdo de una escena de A dos metros bajo tierra donde se preguntan: ¿Por qué tenemos que morir? Y la respuesta es: Para que la vida sea importante. Los perros tienen un tiempo más corto que el nuestro pero sus vidas engrandecen tanto nuestras vivencias, que la sensación temporal aumenta. Hacen nuestro tiempo más valioso y como todo lo que es importante, su duración ha de ser finita, injustamente limitada.

Ronda ya no está. Son unas palabras demoledoras y pronunciarlas me cuesta. Pero aunque ya no esté, tuve la suerte de coincidir con ella en esta vida, tan llena de azares y posibilidades. En mi recuerdo siempre vivirá y compartiendo su historia, espero que sobreviva también en la memoria de otros. Es mi pequeño tributo, a ella y a todos los perros y animales que han sido nuestros compañeros de vida. Gracias.

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