Redes sociales: ¿conexión real o ilusión de compañía?

Las redes sociales están cada vez más inmersas en la vida de las personas.

Nidia García Hernández

Santa Cruz de Tenerife —

Hoy en día, quien no participa como mínimo, en una red social es la excepción, un inusual proscrito tecnológico. Si bien es cierto que, inicialmente, fue una actividad propia de jóvenes, con el tiempo se produjo una evolución entre sus usuarios, hasta el punto de llegar a abarcar un rango de edad que alcanza a padres y abuelos. El acceso a internet y la democratización de dispositivos ha popularizado el uso de los social media. Todos quieren participar. Los nativos digitales porque no conciben el mundo sin su ciberpersonalidad y los mayores, movidos por el deseo de reencontrarse con antiguas amistades o compañeros de colegio, lo consideran un medio clave para sociabilizar, en una etapa de la vida donde conocer gente nueva roza lo anecdótico.

En España, el 82% de los internautas son usuarios de las redes sociales -14 millones de personas en total-, según un estudio del IAB (Interactive Advertising Bureau). El ranking indiscutible está encabezado por Facebook, reuniendo a 8 de cada 10 internautas; seguido por Twitter, que cuenta con una proporción menor, sobre la misma base, de 4. Por su parte, Instagram obtiene el mayor crecimiento -un 44%-, según datos del instituto alemán Comscore; seguido por la red profesional por antonomasia, LinkedIn, que aumenta un 33%. En su extremo opuesto encontramos a Tuenti, ya casi reconvertido en operador móvil, y Google+ que, pese a sus esfuerzos, no consigue avivar su plataforma.

Facebook vs. Google Plus

Facebook ha logrado mantenerse imbatible en el tiempo, rompiendo la tendencia de reemplazar medios: fotolog, esflog, myspace, etc. Hoy cadáveres en la red, forzados al ostracismo digital. Puede que fuera, precisamente, la saturación generada con tanto cambio lo que hizo que Facebook se perpetuara. Sincronizado con el hastío que provocaba ese sucesivo “volver a empezar”, pareció encajar con el espíritu inmovilista recién instaurado. Sin obviar los juegos de granjas o mascotas, que tanta adicción -y molestias a terceros- causaron.

Su prolongación en el tiempo trajo consigo uno de sus puntos fuertes a día de hoy: utilizar la nostalgia como cebo para no perder usuarios. De esta forma, pretende crear un vínculo emocional del que te sea difícil desprenderte; de ahí que puntualmente realicen campañas a modo de vídeos que resumen tus publicaciones destacadas o la opción de recordarte que hacías tal día como hoy, tres años atrás. En una sociedad donde nosotros mismos somos nuestra persona favorita, buscando nuestro nombre periódicamente en Google a la espera de algún avistamiento que alimente nuestro ego, no sorprende que las iniciativas de Facebook funcionen. Revive tus momentos, rememora esa amistad, recuerda tu aniversario, etc. Una incesante recreación en ti mismo.

Incluso frente a gigantes como Google quienes, inicialmente ofrecían una plataforma más completa, siendo pioneros en muchas de las funciones que recientemente han adoptado otras redes, como las publicaciones segmentadas mediante los famosos “círculos”. Sin menospreciar el hecho de que, por ser Google, se obtenía una indexación inmediata en su motor búsqueda, mejorando tanto la visibilidad como el posicionamiento de nuestro contenido. Por su parte, Facebook realiza un filtro que criba las publicaciones de las páginas seguidas, como un medio de incentivar las publicaciones de pago. Podríamos decir, por tanto, que la vertiente mercantilista es más evidente en esta última, no sólo por sus campañas de pago sino por la inclusión de anuncios que, en ocasiones, pueden llegar a invadir nuestro propio timeline si no estamos atentos a los permisos.

Sin embargo, la estrategia de Google para conseguir adeptos no ha sido siempre la adecuada. De hecho, su última maniobra ha resultado ser un rotundo fracaso. En un movimiento desesperado, enlazó sin consentimiento todos y cada uno de sus servicios a la cuenta social. Una decisión intrusiva muy criticada que dio pie a numerosas parodias, especialmente entre los usuarios de YouTube. Recientemente se ha retractado con hechos, desvinculado sus productos -Gmail, Hangout o el propio YouTube- de la red social, como muestra del cambio de rumbo que quieren tomar. Se demuestra así, que la batalla entre corporaciones sigue abierta.

No somos lo que publicamos

Según el último barómetro del CIS, las relaciones por internet se aprecian como de menos confianza y compromiso; tanto la fidelidad, el afecto o la sinceridad se perciben mermadas en dicho entorno. Evidenciamos, por tanto, el fenómeno escaparate del que son partícipes. En ese caso, ¿por qué nos exponemos tanto?En sus comienzos, era habitual rellenar el campo referente a nuestra situación sentimental, de forma seria y veraz. Seguramente consecuencia de la ingenuidad y el desconocimiento. Tras pasar el mal trago de experimentar una ruptura pública, muchos han aprendido la lección y evitan airear esta información en un entorno con cientos de ojos. Actualmente, es algo más propio de matrimonios y parejas que superan los cincuenta años -quizás por ser los de más reciente incorporación- seguido de la fiebre adolescente, ya acostumbrados a desdibujar los límites de la intimidad.

No obstante, parece erigirse la creencia de que si no hay una foto publicada del momento, nunca pasó, no lo viviste; y si el evento, por íntimo que sea, no es compartido y validado por un aluvión de “me gusta” y comentarios varios, pierde valor. Ratificar nuestra relación de pareja por medio del intercambio de mensajes públicos y dedicatorias de amor pensadas para una masa de espectadores, ¿no tendría que restar en lugar de sumar? ¿En qué momento vencieron de un modo tan abismal las apariencias? Y es que no somos lo que publicamos.

Vendidas como hilo conector de relaciones, el panorama real de las redes sociales, se asemeja más a una burbuja pública donde promocionarnos. Mostramos nuestra mejor cara, reforzada con imágenes donde parecemos más delgados, más jóvenes y más felices. Un famoso grupo de Facebook reza así: nadie es tan feo como en su DNI ni tan guapo como en su foto de perfil. Una sátira que refleja el absurdo imperante.

La percepción que arrojan las encuestas es clara: el 38,5% afirma que el uso de las nuevas tecnologías ha disminuido la comunicación con su pareja y el 56,2% asevera lo mismo respecto a la existente entre padres e hijos. Por lo que cabe preguntarse si el uso de las redes sociales verdaderamente nos conecta o nos aísla, proporcionando un sucedáneo de “compañía en soledad”.

Los humanos somos seres sociales, de ahí que prevalezca la búsqueda de aceptación y pertenencia. La posibilidad que brinda internet de contactar con personas de todo el mundo puede ayudarnos a encontrar, más fácilmente, a otros que compartan nuestras inquietudes e intereses. Como siempre, no existe una única vara de medir, influirán el uso y la situación personal de cada cual. Sin embargo, resulta significativo el creciente número de estudios que investiga como esta interacción virtual puede afectar a nuestra autoestima, como resultado de establecer comparaciones a través del prisma sesgado que nuestros amigos construyen en sus páginas. Se proyecta una realidad escogida que potencia los logros y los buenos momentos, ocultando las miserias y los defectos. Lo sabemos, en frío está claro, pero es complicado inmunizarse ante tal bombardeo.

La investigación realizada por Hui-Tzu Grace Chou y Nicholas Edge, de la Universidad de Utah, puso de manifiesto que las personas que pasan más tiempo en Facebook, tienen una tendencia mayor a sentirse tristes o infelices. Observaron que usar este tipo de redes sociales cambia la percepción que tenemos de nuestra vida y nuestro entorno, calificando las vivencias ajenas de más atractivas o gratificantes. Al parecer, cuanto más tiempo pasaban las personas en este medio, más creían que los demás tenían una vida mejor, abrumados por las actualizaciones de felicidad de amigos y conocidos.De la autoestima a la vibración fantasma

Sacar el móvil del bolsillo para ver las notificaciones y hacer un breve recorrido por nuestras redes favoritas es ya un reflejo inconsciente al que no recurrimos, exclusivamente, cuando estamos solos; sucede también en compañía y, en ocasiones, a la vez entre ambos interlocutores. Personas que atienden conversaciones por pantalla en lugar de mantenerlas en vivo o intercalándolas con la charla en directo, a falta de un protocolo establecido que lo tilde de mala educación. Bien es cierto que nuestro sentido común nos hace afear este tipo de conductas pero, al mismo tiempo, no podemos evitar repetir el patrón.

En ocasiones, no es necesario un sonido de aviso pues ocurre el llamado síndrome de la vibración fantasma, expresión acuñada por un grupo de neurólogos de la Universidad de Maryland. Se trata de un fenómeno que nos hace percibir la vibración del móvil, una alerta de notificación que, al ser comprobada, resulta ser alucinatoria: no hay nada. Esto ocurre incluso sin necesidad de llevar el teléfono encima, al igual que la percepción que tienen las personas que han sufrido amputaciones, el cerebro nos envía señales falsas de ese miembro fantasma. La explicación no es otra que la costumbre, el haber adquirido el hábito de recibir continuamente mensajes a lo largo del día. De manera que se induce al cerebro a estar alerta, anticipándose al estímulo.

Este acto cíclico de consultar el móvil, termina por automatizarse, repitiéndose cada pocos minutos. Al igual que reabrir la nevera por aburrimiento, esperando que aparezca un tentempié que nos motive a picar algo, las redes sociales utilizan este mecanismo de premio azaroso que consigue que la dependencia crezca. Como con las máquinas tragaperras, la aleatoriedad aumenta el enganche.Inicialmente, todas las conductas adictivas están controladas por refuerzos positivos -el aspecto placentero de la conducta en sí-, pero terminan por ser controladas por refuerzos negativos -el alivio de la tensión emocional, especialmente-. Es decir, una persona puede hablar por el móvil o conectarse a internet por la utilidad o el placer de la conducta en sí misma; una persona adicta, por el contrario, lo hace buscando el alivio del malestar emocional (aburrimiento, soledad, ira, nerviosismo, etc.).

Un informe publicado por la Escuela de Psicología de la Universidad de Queensland, demostró como el descenso de interacciones por parte de nuestros contactos provocaba que los usuarios se sintieran más invisibles, menos significativos para sus amigos, perdiendo autoestima. Por ello, la forma de paliar estas sensaciones negativas consistía en mantenerse activo y especialmente participativo. Es decir, se crea una dependencia de reconocimiento traducido a un enganche mayor a las redes sociales. Publicar para existir, validando nuestra estima mediante la de otros. Un círculo vicioso, donde los jóvenes son especialmente vulnerables, haciendo necesario tomar distancia y educar al respecto. A fin de cuentas, las redes sociales son un fenómeno relativamente nuevo; percibir sus defectos y valorar sus virtudes es algo destinado a evolucionar.

Un millón de amigos

Un millón de amigos

De la experiencia se extrae que las redes sociales nos permiten coleccionar un número exponencial de “amigos”. La media de agregados está en doscientos cincuenta, una cifra que supera con creces el conocido como número de Dunbar, en honor a su descubridor, el antropólogo Robin Dunbar. Este último estimó que ciento cincuenta es el límite de personas con las que un ser humano puede mantener una relación estable. Por lo que podríamos decir que Twitter, Instagram y derivados nos ofrecen la opción de tener más amigos de los que podemos manejar.

Nuestro neocórtex —la parte del cerebro utilizada para los pensamientos conscientes y el lenguaje—, nos limita a mantener círculos sociales de no más de ciento cincuenta personas, independientemente de las habilidades y sociabilidad del individuo. Dunbar estudió como, superado ese número, la cohesión social comienza a deteriorarse. Es imposible mantener una relación de calidad y confianza por encima de este cálculo. De ahí que el antropólogo aclare, respecto al número masivo de amigos que plagan nuestras redes: puedes proclamar que tienes esta gigantesca red de personas que conoces, en un sentido vago la mayoría de las veces; pero yo no las llamaría relaciones, son voyeurs.

De hecho, todos podemos extrapolar a nuestra experiencia el “contacto” con los usuarios fantasma. Personas que nos añaden pero con nulas publicaciones y que prácticamente no interactúan con nosotros, limitándose a observar —creemos o eso parece—. El CIS contempla esta predisposición a la pasividad en sus estadísticas, donde el 45,4% afirma mantener sus redes sociales con el único afán de curiosear, de estar al corriente de lo que hace y dice el resto. El 16,2% admite que produce cero contenidos, frente a un abismal 1,4%, que sí los aporta activamente. Podemos afirmar, por tanto, que el número de lurkers crece. Bautizados así en la jerga de internet, viene a significar justamente eso: el que se mantiene oculto pero al acecho. Fisgones impasibles, echan un vistazo desde detrás del cristal pero sin involucrarse, pasando con la misma a otro asunto que haga más ruido pero con idéntica inacción.

¿Qué pasa con tu red social cuando mueres?

De acuerdo a las estadísticas, si 14 millones de personas utilizan las redes sociales, es normal e inevitable que en ese número se produzcan bajas. ¿Pero qué ocurre con aquellas bajas literales? Es decir, ¿qué pasa con nuestras redes cuando morimos?

Según datos de Facebook, doscientos mil de sus miembros mueren cada año. Esto les ha obligado a ofrecer distintas alternativas. Por un lado, nuestros familiares pueden pedir que nuestro perfil sea dado de baja y se borre nuestro rastro. Ésa sería la opción más contundente. Si por el contrario aspiramos a mantener el legado digital de nuestro ser querido, la empresa social número uno permite una alternativa novedosa: el contacto de legado. Esta función nos permite asignar una persona de confianza para que, a modo de heredero, tome el control de nuestro perfil. Los permisos a los que se da acceso son opcionales, permitiendo un uso parcial o total, con el que descargar un archivo de nuestras publicaciones, imágenes e información de perfil.

Macabro para algunos, Facebook defiende su uso como una forma de duelo más: las cuentas conmemorativas proporcionan un lugar para que amigos y familiares se reúnan y compartan recuerdos de un ser querido que haya fallecido. Además, una vez que una cuenta se convierte en conmemorativa, nadie puede iniciar sesión en ella, por lo que es más segura, certifica la empresa.

Google se sube al carro de la gestión post mortem con su Inactive Account Manager, con la que permite decidir lo que ocurrirá con nuestras cuentas de YouTube, Drive, Google+ y Gmail tras fallecer. Para ello se establece un periodo de inactividad que previamente podemos dejar fijado, ya sea de unos meses o un año, tras el cual Google intentará contactarnos por vía telefónica o correo alternativo. En caso de no obtener respuesta, se pondrá en contacto con el familiar o amigo que hayamos dejado designado, cediéndole un acceso a las cuentas, en la medida que hayamos especificado. También incorpora la opción de borrarlo todo sin necesidad de involucrar a nadie. Un testamento en vida que resuelve los asuntos de nuestra “otra vida”.

Etiquetas
stats