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Barcelona con o sin independencia

Ilustración: Pol Rius

Iván de la Nuez

La catarata de artículos a favor y en contra del procés ha dado lugar a una disciplina sociológica: la Murología comparada. Una consecuencia obvia, a fin de cuentas, pues la elección del 9-N como fecha de la consulta traía incorporada una aplicación para revivir automáticamente aquel día en que, hace 25 años, Berlín cambió el mundo.

Lejos de ser homogénea, la nueva ciencia ha alojado posiciones enfrentadas. Mientras un grupo enfatizaba la coincidencia con el 9-N berlinés –creación de ilusión, sublimación de una idea de fin de Imperio-, a otro le bastó con subrayar las diferencias tangibles: en Berlín fue derribado un muro y aquí se trata de marcar una frontera; allí se unificaron dos Estados y aquí se busca partir uno en dos...

Atravesada la fecha mágica, tal vez sea el momento de abordar una dimensión menos atendida y que está ligada, directamente, a la relevancia urbana del asunto. Si Berlín tuvo esa carga simbólica (si superó en el imaginario colectivo al desmembramiento de la URSS, el fusilamiento de los Ceausescu o la apertura de fronteras en Hungría), se debió a su condición de ciudad emblema; a su capacidad para sintetizar, en un perímetro más bien pequeño, la magnitud descomunal del acontecimiento.

El 9-N de 1989 Berlín se bastó para que el cambio quedara escenificado en la ciudad. El 9-N de 2014 se ha magnificado la figura de país para tirar adelante el proceso.

Entre diversas razones, aquí percute un eco del viejo ideal nacionalista en el que Barcelona nunca encajó del todo, percibida como una licuadora del patriotismo e incapaz de atesorar sus virtudes. Esto ha cambiado en los últimos años, aunque permanezca agazapado en algún lugar del subconsciente nacional del que se escapa como un tic. Recordemos, si no, ese instante extático, en medio de la euforia soberanista, del que brotó esta frase inequívoca: “¡Ahora vamos a conquistar Barcelona!”

En cualquier caso, más alla del viejo nacionalismo, y del nuevo soberanismo, hay un hecho incontestable: Barcelona no está a la altura de los tiempos que corren. El procés no sólo ha supeditado a su destino final temas sociales de altísimo calado; también ha postergado el boceto de un modelo de ciudad que, con o sin independencia, debería capitalizar y a la vez problematizar los retos impuestos por el presente y futuro de un país mutante.

(No parece que Barcelona, capital d'un nou Estat, libro blanco editado por el Ayuntamiento, tenga interés por abarcar esa doble posibilidad ni ese doble objetivo).

El Berlín que surgió de su 9-N no sólo fue un símbolo del nuevo Estado, sino que además sintetizó su capacidad de resistencia y su energía disidente con ese país que capitalizaba. Más que en una ciudad inteligente –o “lista” o “astuta” según traduzcamos el smart-city de moda-, supo convertirse en una Ciudad Problema. Una ciudad sin la que sería impensable el nuevo país, pero al que igualmente supo poner cada día en entredicho.

Claro que Berlín salió victoriosa de la Guerra Fría, mientras que Barcelona –he aquí otro descuido de la Murología- forma parte de ese atribulado sur de Europa donde se perfilan, a golpe de tijera, los derrotados de la Postguerra Fría. Los dos 9-N están unidos por una línea que tiene, en una punta, el derrumbe del comunismo y, en la otra, el desplome de la socialdemocracia.

Sin esta perspectiva, cercana y asimismo global, no entenderíamos el impasse de una Barcelona varada entre el viejo proyecto socialdemócrata que no puede regresar y un intento de proyecto neoliberal que no puede despegar.

Entre el Modelo vencido y la Marca imposible nos han endosado la especulación, el enaltecimiento de la ciudad de servicios, las privatizaciones dudosas, los recortes sociales, el empobrecimiento estructural, la ineptitud ante el choque entre el turismo deseado y la inmigración indeseable…

Junto a todo eso, una impenitente afición a las franquicias, y a la ciudad misma como franquicia, siempre dispuesta a actualizar las teorías de George Ritzer sobre la macdonalización de la sociedad. Basta con que nos fijemos en eso llamado Barcelona World para entender, rápidamente, lo que significan “Barcelona” y “World” para nuestras élites. Ese Meeting Point en el que el mundo es el lugar que dispone los negocios y Barcelona es la marca útil para canalizarlos. (Poco importa que fuera ¡Tarragona! el espacio que emplazaría este casino con ínfulas).

Es lo que pasa cuando nos da por convertir las ciudades en marcas. Que después no hay manera de evitar que esas marcas se resistan a la tentación de alcanzar, por sí mismas, la categoría que ostentan las ciudades.

Es hora de acabar y nada mejor que regresar a la Murología comparada. Del 9-N de 1989, Berlín surgió fortalecida como Ciudad Estado. El día después de este 9-N continuamos con la sensación de una Barcelona desnortada cuyos proyectos remiten a algo parecido a un Emirato. (Con posibles privilegios para inversores exonerados de leyes que son de estricto cumplimiento para los nativos, y donde no falta Qatar flameando en el escudo del Barça).

Si algo no se le puede negar al actual independentismo es un desparpajo que antes le había faltado. Barcelona, en cambio, retrocede en ese aspecto; pasando a hurtadillas, acomplejada y sin un programa sólido frente a un reto que únicamente admite la ambición o la capitulación.

No le faltan, a esta ciudad, cartas poderosas que jugar. Sin el patrimonio diverso, plural y cosmopolita de Barcelona, ni el soberanismo tendrá una victoria consistente ni el anti-soberanismo un contrapeso que le garantice una derrota digna. (Y el cambio de los factores -“victoria consistente” para el anti-soberanismo o “derrota digna” para el soberanismo- no debería alterar, por esta vez, el producto).

“El mundo nos mira”, repite el latiguillo de estos días. De los barceloneses depende si le colocamos delante un Parque Temático o un espejo. Si nos pondremos a su servicio o tendremos el descaro, y el talento, de mirarlo de igual a igual.

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